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Parece que el problema que inquieta más vivamente a la milicia en los tiempos que corren es el de las exigencias del deber de defender la unidad territorial de España aplicando el artículo 8º de la Constitución, contra los límites del deber de obedecer a tus Mandos y al Rey como Capitán General de los Ejércitos.
Haciendo una abstracción, en el mejor compuesto de los relatos de «Servidumbre y grandeza de las Armas» -el titulado Laurette o el sello rojo- se plantea el conflicto espiritual que se le presenta a un militar al recibir una orden, o la omisión de recibirla, siendo ésta una exigencia de las misiones que la Constitución encarga a los Ejércitos, cuando el orden constitucional se encuentra en peligro y existen unas organizaciones cuyo fin es la destrucción de España y de su integridad territorial. Para algunos profesionales entra en juego una fuerza moral poderosísima, la abnegación, que impone inexorablemente el cumplimiento de la orden o la comodidad de no hacer nada por omisión de la misma: «aquella abnegación del soldado sin compensaciones, sin condiciones que conduce más de una vez a funciones siniestras» como es ver la destrucción de su Patria en manos de personajes, individuos y tipejos políticos que tienen todo que esconder tanto en su vida privada como pública.
Pero en realidad, la abnegación no es eso, ni siempre ha de tener el conflicto, cuando se presenta como es el caso, la misma solución; si esta clase de militares parecen creerlo es porque el propio desarreglo espiritual que padecen pone límites a su imaginación no previendo el verdadero conflicto que se avecina en España con los nacionalismos, que exigen la partición territorial de la Nación española con el nacimiento de nuevas naciones que odian todo lo que significa y simboliza España.
Cuando la pravedad intrínseca de un mandato, o su omisión, aparece evidente, el que lo recibe por acción u omisión queda moralmente desligado de las obligaciones de obedecer. Es este el momento en que se presenta el conflicto entre el deber de conciencia, la obligación constitucional de defender la Unidad de España y la obligación militar de obedecer a tus jefes, entre la claudicación, o las consecuencias de desobedecer, por graves que parezcan. Los caudillos de la Legión tebana, que acertaron a resolver rectamente, sufrieron el martirio, pero alcanzaron la santidad y el respeto.
La verdad es que no suelen ser corrientes tan graves aprietos en la vida militar como el que estamos viviendo ahora con el Procés y la situación vasco-navarra en ciernes. La regla de conducta fijada por el padre Francisco de Vitoria pone límites a la situación de plantearlos demasiado a menudo, pero éstos nos vienen impuestos por la situación de rebeldía auspiciada desde las Instituciones catalanas y vascas. «En la evidencia de una injusticia no se debe obedecer»; y la evidencia se presenta muy pocas veces, pareciendo que ésta es una de ellas.
De otra parte, no todos, los mandatos ilícitos o injustos han de desobedecerse en conciencia: es preciso que su ilicitud o su injusticia sean intrínsecas. Un acto ilícito o injusto extrínsecamente, es decir, por estar prohibido, puede sin embargo estimarse necesario, y ser ordenado por razón de esta necesidad.
Pero la ausencia de duda, que en este caso existe porque ya hay declaraciones públicas de rebeldía, exime en todo caso de obedecer por acción u omisión de la orden u omisión de no defender el mandato constitucional; nadie puede tener tan poderosas razones que venzan la presunción de que quien manda, poseedor de más información y elementos de juicio, haya podido tener otros conocimientos más seguros y más imperiosos de quien debe obedecer, salvo que manifestaciones públicas por parte de los enemigos de la Nación se declaren en rebeldía.
No es preciso reglamentar las condiciones en que al hombre armado ha de serle permitido deliberar y hasta qué punto se le va a dejar libre la inteligencia, y, con ella el ejercicio de la conciencia y de la justicia.
La verdad es que el soldado cristiano, o no, tiene la conciencia enteramente libre y es deseable que, de una vez para siempre, se fijen límites inmutables a esos individuos que emiten órdenes absurdas dadas a sus turbas por sus líderes políticos para provocar revoluciones propias de otros lugares y otros tiempos.
El que manda ha de hacerlo también dentro de los límites de sus atribuciones en virtud de aquella ordenación en que juega: la Ley de leyes, la Constitución. Y la orden ha de caer sobre cosa lícita y permitida. Fuera de la Ley no hay obediencia debida.
En este supuesto, la utilidad pública está implícita en las órdenes del que manda legítimamente; condición de legitimidad que, en condiciones excepcionales, como la que se produce ahora, señala un límite a la obligación de obedecer por omisión.
Todo el quid de la cuestión suele estar en no servir a un poder que no sea legítimo. Olvidar esto puede conducir a situaciones de una desagradable fecundidad.
Las situaciones en que la rebeldía es un deber son tan excepcionales como bien definidas en la Constitución, y acerca de las normas de conducta que en tales casos se imponen hay una bibliografía copiosa.
Suscitar frente a los exigentes preceptos de la obediencia otros preceptos, opuestos en apariencia y enunciados en análoga forma, puede llevar a las peores consecuencias. El análisis de este caso en concreto quizá conduzca, en cambio, a aclarar bastante las ideas.
Enrique Area Sacristán
Teniente Coronel de Infantería
Doctor por la Universidad de Salamanca
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