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En artículos anteriores he ido especulando sobre la solución a los problemas que vive España mediante la recuperación del espíritu de la Hispanidad. 

La Hispanidad fue el proyecto más grandioso de la humanidad por detrás de la obra salvífica del cristianismo. Logró el impulso generador del primer derecho internacional público y de las leyes de indias, tras el descubrimiento del nuevo mundo; con un imperio que tenía como punto de referencia el ecumenismo cristiano. Aquella obra de dimensiones gigantescas atacada con la Leyenda negra, cuya base masónica giraba en torno a intereses de terceras partes que intentaban sustituir la hegemonía española en el mundo con una nueva fórmula de colonialismo económico e intereses bastardos de carácter nacional, desarrolló cambios tan profundos en los modos de vida de los genuinos habitantes de aquellas tierras de Filipinas y demás territorios civilizados por los españoles que   suscitó tramas conspiratorias del mundo protestante para acabar con aquella fórmula humanizadora tan potente.

Hoy estamos en la última fase de aquel desarrollo y por eso nos encontramos así en España hoy, sin que seamos conscientes de nuestra depresión. Mientras no recuperemos el sentido genuino de nuestra pertenencia y de nuestra ontogenia, no vamos a ser capaces de resurgir de estas cenizas en las que nos encontramos. La única solución al problema presente que tenemos los españoles es descubrir a los farsantes, traidores y conspiradores que nos llevan a nuestra propia autodestrucción. El enemigo no está fuera, fundamentalmente lo tenemos dentro. Como lo tuvimos igualmente a lo largo del siglo XIX.

 

O somos capaces de hacer resurgir de su tumba el espíritu que germinó con aquella hispanidad que nos dio honra y gloria, o estamos condenados a la desaparición perpetua. La unidad entre todos los pueblos hispanos y la mutua cooperación para potenciar nuestros intereses mutuos es la única fórmula para lograr ganar masa crítica en un mundo convulso donde el poder oculto mueve los hilos de la gobernanza mundial. O eso o la agonía y muerte de nuestro ethos cultural y de esa entidad propia que nos dota de personalidad colectiva. 

 

Ningún buen padre abandona a sus hijos para adoptar a ajenos. Si fuéramos capaces de entender que mediante la ayuda mutua en el espectro hispano es la única fórmula de lograr sinergias efectivas para potenciar nuestro espacio cultural común, germen del crecimiento en otras esferas de la vida como el económico, cultural y social, lograríamos superar intereses y egoísmos mezquinos que nos ciegan y nos hacen incapaces de desarrollar nuestras propias potencialidades, permitiendo que gentes sin escrúpulos nos gobiernen considerándonos algo así como ganado. Todo ello bajo una falsa apariencia de democracia y de pautas constitucionales que no son en absoluto identificables    ni con él espíritu ni con la letra de aquel pacto del 78 que nos dio paso de un régimen autoritario a otro fundamentado en las libertades y en el pluralismo político y social. 

O el mundo hispano en su conjunto de ultramar y peninsular buscan su propio espacio de desarrollo y de ayuda mutua en sus posibilidades, o estamos condenados a la esclavitud y a la dependencia, sin ser capaces de marcar el rumbo de nuestro destino colectivo. 

 

Conviene hacer un repaso de lo que ocurrió por aquel principio del siglo XIX en el que se marcó la descomposición de lo que fueron los virreinatos como provincias españolas y la fragmentación en trozos insignificantes de lo que fueron las Españas en aquel tiempo en el que tras la revolución francesa se dio un salto hacia un nuevo marco fundante de nuevas cosmovisiones relativistas y nihilistas que marcaron el derrumbe del edificio axiológico previo de aquel humanismo cristiano prevalente. 

Durante los germinales procesos de independencia a comienzos del siglo XIX hubo intentos bienintencionados de reformular la cooperación y la unidad confederal de las Españas. 

Impulsados por las maniobras anglosajonas por hacerse con el poder de las Américas hispanas, y de las logias llegadas de las manos de los liberales que trataban de enterrar el antiguo régimen bajo el signo de un afrancesamiento ilustrado, los criollos aburguesados, ambiciosos de desarrollar espacios económicos emancipados, diferenciados e insubordinados respecto a la metrópoli, impedían una marcha atrás en los procesos de independencia americana. Pero sí había una ventana de oportunidad de salvar lo esencial, que era esa unidad hispanista. 

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Francisco Antonio Zea fue un diplomático de lo que luego sería Colombia, como fragmento del Virreinato de Nueva Granada que, como los otros tres virreinatos se rompieron en trozos como un jarrón que se cae al suelo y que deja de serlo para dar entidad a las partes descompuestas.

Zea desarrolló una actividad que fracasó estrepitosamente por encontrar resistencias en un mundo de fuerte rivalidad entre un Reino Unido deseoso de expandir sus fuerzas en una Europa cuyo dominio estaba también en fractura, que tenía otra potencia emergente, Francia, que salía de un doble fracaso, el del Imperio napoleónico vencido en Rusia y en España. Las hábiles maniobras diplomáticas de una Inglaterra que recientemente había perdido su hegemonía en las Américas septentrionales, ya independizadas (por cierto, con la eficaz ayuda del general español Gálvez), jugaron en una doble dirección. Por una parte, ayudar a las independencias americanas y por otra desvincular a España y Portugal de cualquier posibilidad de alianza con Francia, pese a que la restauración absolutista de Fernando VII tenía una deuda de gratitud por la invasión de los “cien mil hijos de San Luis” que vencieron las resistencias liberales a la entronización del llamado “rey felón”. 

 Para impedir la prevalencia francesa en ese régimen monárquico que ahogaba cualquier posibilidad de rescate constitucional, se hacía necesaria una fina diplomacia que creara nuevas tensiones, cuyo factor fundamental era la descomposición americana y su fragmentación. De esa manera, de ninguna forma se lograría que Francia se hiciera dueña de la influencia en el nuevo mundo ni por pasiva ni por activa. Había por tanto una estrategia de algo voltaje y de enorme complejidad, que al final bloqueó cualquier intento de mantener una unidad hispana, lo cual dio lugar al estrepitoso derrumbe de lo que quedaba en América ligada a la Metrópoli hispana.  Esa caída que tuvo efectos letales en la propia península y que hoy seguimos arrastrando, tuvo su desenlace con la pérdida de Cuba y Filipinas como hecho final. Hoy estamos en trance de perder, si siguen Sánchez y los socios de Bildu que gobiernan con este émulo de Fernando VII, los restos, que son Canarias y si me apuran Baleares. Y, la balcanización de España peninsular.

 Lo que el diplomático colombiano, Zea preconizaba en los años 20 del s. XIX lo resumía con esta frase “Se trata nada menos que de sustituir el espíritu de repulsión y de divergencia que va separando de la Monarquía tantos pueblos y acabará por separarlos todos, [por] otro espíritu de atracción y de convergencia que concentrándolos en la metrópoli, constituya un fuerte y poderoso Imperio federal sobre un principio idéntico al en que fue constituido el Universo para conservarse inalterable

Su altruista intención se centraba en esta idea fundamental “ver abrasarse los pueblos de la América y de España y volverse a llamar hermanos… y por cuyo empeño…ofrezco desde aora baxo el mes solemne juramento constituirme no digo prisionero, pero presidiario en Ceuta o el Peñón hasta que la experiencia haya acreditado el acierto de esta operación vital. No solo esto sino que si dentro de cuatro o a lo más cinco años, no se felicitan de ella el Rey y la Nación, les abandono mi vida en expiación de mi error” […] “Deseo con todo el alma y todo el corazón que esta alianza o confederación se verifique con la Madre Patria, porque es más natural, porque está más en el orden, y porque puede hacerse de un modo glorioso para todos y para todos ventajoso y fausto” 

A tal efecto preparó un “Plan de Reconciliación entre la España y la América por medio de una íntima reconciliación que identifique sus intereses y relaciones y conserve la unidad de la Nación, y la de su poder y dignidad”

En Utopía y atopía de la Hispanidad de Eduardo Navas Sierra se describe el Plan como una  pieza  que se  componía de dos partes: una inicial, “Plan de Reconciliación entre España y América” y una segunda llamada “Proyecto de Decreto sobre la emancipación de la América y su confederación con España, formando un gran Imperio federal…” dirigido a  Fernando VII para que fuera adoptado como norma reguladora de las nuevas relaciones entre las hasta entonces llamadas “Españas”, en un nuevo marco confederal donde se respetara la autonomía de las partes. 

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La propuesta de Real Decreto contenía estos apartados, entre otros, según describe Eduardo Navas Sierra:

“1º- La República de Colombia (las provincias de la antigua Capitanía General de Venezuela y las del Virreinato de la Nueva Granada, conforme a la ley fundamental de su reunión) y España quedarían unidas bajo un “íntimo” pacto de alianza y confederación (art. 1º). 2º) Un tratado particular, y separado, determinaría la naturaleza de los mutuos auxilios que una y otra deberían prestarse en caso de guerra con otra potencia extranjera (art. 2º); debiendo, si tal cosa fuese necesario, concurrir “cada una con todas sus fuerzas y poder en socorro y defensa de la otra. “ (art. 3º) 3º- Habría una absoluta y total reciprocidad comercial entre ambos países: “los productos de la industria y del suelo” de cada uno de ellos al ingresar en el territorio del otro, pagarían tan sólo los derechos que esos mismos productos pagasen de puerto a puerto dentro de su propio territorio. “Es decir,… el español traficará en Colombia con las mismas ventajas y libertad que en su propio pais; y reciprocamente el Colombiano en los puertos de la monarquia. “ (art. 4º) . Esta ventaja, anotaba marginalmente Zea, sería más provechosa para España que para América. En base a ella, podría la primera “promover la industria y la agricultura de la 23) Ib. 24) Vid documento nº 3, Apéndice nº 3. 25) Ib. 13 Peninsula” De igual modo –anotó marginalmente Zea-, la reciprocidad concedida a Colombia, beneficiaría primordialmente a España, pues “todos los que traficaren en frutos de Colombia los llevarán de preferencia a la península, que por la cortedad de los derechos vendrá a ser el mercado de Europa. ““ 26 4º- Las dos potencias, inicialmente únicas confederadas, asumían el compromiso recíproco de contribuir “a la prosperidad y adelantamientos de la otra”; para lo que concertarían las medidas al objeto común de estimular la industria, agricultura y comercio recíprocos (art. 5º). 5º- De igual manera, se establecía la doble ciudadanía, la que se adquiriría automáticamente por el mero hecho de establecerse un nacional en el territorio del otro. (art. 6º).”

 

Es decir, era una propuesta que Zea planteó al embajador en Londres, el Duque de Frías, como puerta para entrar en la Corte real restaurada y así posibilitar que las naciones de nuevo cuño surgidas por la fragmentación de los virreinatos no perdieran su engarce original y fueran objetivo del apetito inglés, es decir que la España de la metrópoli no quedara desgajada de las que fueron sus partes indivisibles de la unidad hispanista.

 

Fernando VII estaba más atento a preservar sus intereses de mantener la corona bajo el signo del Antiguo Régimen, velado por las potencias invasoras para restaurar la monarquía tras el trienio liberal, que en el salvamento del barco hispano en ultramar. Y prestó nula atención a esta ventana de oportunidad para salvar los trastos en pleno proceso de descomposición. Y así seguimos hoy, como pollo sin cabeza y con los gusanos comiéndose el cuerpo exhausto de una España en desmoronamiento.

¿Sabremos conectar con el pasado para salvar el presente?  Lo dudo. 

 

Ya se han encargado de que no conozcamos nuestro pasado para que no seamos conscientes de la necesidad de restaurar nuestro presente.

Autor

Ernesto Ladrón de Guevara