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Nadie se ha parado a pensar en quién era el pobre Picio, ese al que todos citan para referirse a alguien muy feo. Quizás nadie pensó que era una persona real, sino más bien una encarnación de la fealdad más exagerada. El tal Picio existió y al menos hubo una persona que se dedicó a pensar en él y en el resto de refranes y modismos que pueblan la lengua española.

Según cuenta la leyenda, Francisco Picio fue un zapatero oriundo de la población granadina de Alhendín que, durante la época de dominación napoleónica (1808-1813) fue condenado a muerte por una fechoría que cometió (aunque no ha trascendido en la Historia cuál fue su delito).

Esperando en la capilla recibió inesperadamente el indulto. Esto le causó tal impresión que se quedó sin pelo, cejas, pestañas y con la cara deforme y llena de tumores. Desde ese momento, este zapatero, nacido en Alhendín, fue tomado como ejemplo de fealdad en toda España. Así hasta nuestros días. Publicar este artículo y hacerlo de manera moderna permite rememorarlo a quienes lo recordaban y ponerlo al alcance de los nuevos lectores.

Por otra parte, en 1925 la escritora Pilar Millán Astray estrenó la obra teatral La tonta del bote, en la que una pobre huérfana llamada Susana consigue eludir la pobreza con mucho ingenio y salero. Años después este papel fue interpretado por la recientemente fallecida Lina Morgan llevándola al estrellato del celuloide español. Creo que todos recordamos esta película, pero pocos saben que su título está inspirado en otro tonto del bote que vivía a principios del siglo XIX. Se llamaba Julián y pedía limosnas sentado en una silla medio rota delante del convento de los capuchinos de San Antonio del Prado, situado en la Calle del Prado, y que fue derruido en 1890. Solía pedir la voluntad portando un bote y según el cronista madrileño Dionisio Chaluié lo hacía de una manera peculiar:

En Madrid los había tradicionales. Entre otros, un desgraciado imbécil a quien se le conocía con el nombre de «Tonto del bote», porque recogía la limosna en un bote de suela que agitaba en la mano, sentado en una silla a la puerta de San Antonio del Prado. Aún me parece verle en sus últimos años, inmóvil, con su sombrero de alas anchas, su ropón o túnica parda, limpio, y lanzando a intervalos una especie de sonido gutural para llamar la atención de los transeúntes.

Como se puede ver el escritor no le tenía mucho aprecio. En fin, un día un toro bravo se escapó de una plaza y según los cronistas el animal enfiló la calle Alcalá y acabó entrando en la Carrera de San Jerónimo. Siguió tratando y al poco llegó hasta donde estaba Julián, que como siempre estaba pidiendo limosna. Todo el mundo creía que lo iba a cornear pero el toro se acercó a él, lo olfateó, dio un bufido y sin hacerle nada se alejó de él en dirección a la calle Atocha. Al día siguiente todos los periódicos de la capital se hicieron eco de esta noticia y fueron muchos los que se acercaron al impávido torero para felicitarle. Pero todo fue estrella de un día pues al poco Julián se convirtió en motivo de burla debido a la simpleza con la que se había enfrentado al animal. De ahí que al poco tiempo se incorporara al refranero popular la expresión ser un tonto del bote, haciendo referencia a una persona de pocas luces que continuamente es objeto y diana de bromas pesadas.

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Creo que hemos dado con una persona que se encuentra a medio camino entre ser más fea que Picio y la tonta del bote como se desprende de la fotografía que se muestra en el encabezamiento de este artículo.

Autor

REDACCIÓN