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Muchas y muy importantes fueron las virtudes que adornaron al Generalísimo, sin duda hombre excepcional. De entre ellas la prudencia, que es la capacidad de pensar, ante ciertos acontecimientos o actividades, sobre los riesgos posibles que estos conllevan, y adecuar o modificar la conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios; o dicho de otra forma: capacidad de discernir en cada momento lo que conviene y lo que no. La prudencia es por demás esencial y seña de identidad del buen estadista, imprescindible para conducir a la nación al logro de las mayores cotas posibles de paz, justicia y prosperidad.

Franco, ya siendo joven Oficial en Marruecos, demostró ser jefe prudente, porque en vez de empecinarse, como era la costumbre, en ganar combates mediante el valor y a costa de bajas, analizó hasta el extremo cada situación táctica, estudió en profundidad el terreno, al enemigo en presencia y los medios con que disponía para alcanzar la victoria ahorrando bajas hasta lo imposible; de ahí el nacimiento de su enorme prestigio militar que ya nunca le abandonaría. ¿La baraka? También, pero menos.

Ante las tremendas convulsiones de su época, su prudencia le mantuvo al margen, pero sin inhibirse, pasar o acomodarse; por ejemplo: ante la caída de la monarquía y la implantación de la ilegal e ilegítima II República aceptada por la mayoría al poco o ante el golpe tan mal preparado como peor ejecutado de Sanjurjo.

Ante el deterioro ya irrecuperable de la Patria, se alistó en los conciliábulos contra el Gobierno del Frente Popular –no contra la República– ilegal e ilegítimo por manifiesto pucherazo electoral, pero guardando una prudencia extrema pues bien sabía que tan grave como difícil empresa podía conllevar sufrimientos sin cuento a España y a los españoles.

Durante la guerra, su genio militar indiscutible, muy superior por las adversas circunstancias con que tuvo que lidiar a cualquier otro General en Jefe del siglo XX, y de muchos otros de siglos pasados, se basó en su prudencia: no llevo a cabo una guerra de destrucción y muerte porque no olvidaba que los enemigos, aún con todo sus errores, eran también españoles; nunca cedió a la tentación de echarse en manos extranjeras, fueran alemanas o italianas por mucho que tuviera que agradecerles; ante la posibilidad, aunque fuera mínima, de que Francia interviniera militarmente, prefirió desviarse hacia Valencia y sólo cuando tan grave amenaza cesó se dirigió a Cataluña.

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Al terminar la guerra, impuso su prudencia para que se hiciera justicia, sí, pero se impidiera la venganza y la revancha, de ahí la conmutación de tantas penas de muerte y las de cárcel por el trabajo voluntario y remunerado que hizo que para 1945 no quedara en prisión nadie con penas derivadas de la Cruzada.

Durante la II Guerra Mundial, su prudencia evitó que cayera en la tentación de unirse a los victoriosos alemanes como Hitler y buena parte de Falange deseaban con fruición, como tampoco hacerse con las colonias francesas que Berlín le ofrecía a cambio o recuperar Gibraltar aprovechando la debilidad británica como muchos le insinuaban; su prudentísima neutralidad, nunca mínimamente agradecida por los aliados, fue providencial.

Fruto de su prudencia fue el sostenimiento de un dificilísimo equilibrio diplomático tras la guerra mundial a pesar de su posición extremadamente débil; equilibrio que requirió de enormes dosis de prudencia para no caer en las mil y una trampas que los vencedores le pusieron.

Su prudencia dio sus frutos cuando ante la evidencia de la guerra fría pudo colocarse en el lado que, aún con su carga negativa como el tiempo ha demostrado, supuso para España los mayores beneficios del momento y conforme a las circunstancias.

Prudente fue al no dejarse arrastra a la guerra del Vietnam por el presidente Johnson; quien imprudentemente no hizo caso de sus prudentes consejos con los resultados que todos sabemos.

Su prudencia increíble consiguió que durante cuatro décadas los españoles, siempre díscolos, levantiscos, volubles, inconstantes, criticones compulsivos, individualista, soberbios, orgullosos y bastante envidiosos se mantuvieran unidos, en paz y en orden, disfrutando de verdadera libertad y justicia, y alcanzando una igualdad y prosperidad en comparación y proporción nunca superada ni siquiera ahora por mucho que los avances tecnológicos parezcan decir otra cosa.

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Su prudencia le llevó, ante la imposibilidad de implantar en España una república y democracia liberales cuyos nefastos resultados históricos conocía de sobra –y hoy vemos de nuevo–, a saltarse a Don Juan por su demostrada falta de todo para acceder a la Corona, intentando con Juan Carlos que la nueva monarquía fuera sucesión, nunca ruptura y destrucción, de todo lo que su prudencia había hecho y logrado durante su etapa de Gobierno; lástima que por desgracia el ADN borbónico lo haya malogrado todo.

Por último, su prudencia le llevó durante toda su vida a valorar que la fidelidad personal, como la colectiva, ojalá, a Cristo Jesús, es la única garantía para sobrellevar los sinsabores de esta vida y conseguir las alegrías eternas de la única y verdadera vida.

Ojalá nuestros indescriptibles e impresentables dirigentes y autoridades de toda clase y condición, del rey incluido al más bajo todos de estos últimos cuarenta años, hubieran tenido siquiera un ápice de la prudencia de Francisco Franco; y ojalá los que vengan la tengan más aún, porque falta va a hacer.

PD.- Mejor aún: ojalá los españoles hiciéramos todo lo posible por aprender de la virtud de la prudencia que adornó al Generalísimo y eligiéramos mejor.

Autor

Francisco Bendala Ayuso