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Hemos llegado a la última lección del Curso sobre «Los ejes y el Sis­tema”. En esta lección nos vamos a ocupar del quehacer político, pues de nada sirve una exposición doctrinal, por acertada y brillante que sea, si no se encarna y encuentra servidores que se entreguen a su puesta en ejercicio. Pues bien; la puesta en práctica, es decir, la tarea de construir el Sistema sobre los ejes, se llama quehacer político.

En torno al quehacer político, las posiciones son muy diversas y «son posibles muchas confusiones que deben ser esclarecidas», como señala la «Octogésima adveniens» (nº 46). Así, Sardá y Salvany, el autor de «El liberalismo es pecado», llegó a decir: «Nada, ni un pensamiento para la política. Todo, hasta el último aliento, para la Religión». Para otros, el quehacer político es una tarea nobilísima, que merece admiración y respeto. La realidad es que ambas actitudes son comprensibles, toda vez que se hallan en función de un quehacer político diferente; y tan diferente que, en un caso, el primero, se trata del politiqueo de los politicastros, de la política pequeña y de tono menor, de la polí­tica que suele ser habitual, y en el segundo, de la gran política, de la Política verdadera y con mayúscula.

En cualquier caso, lo que resulta evidente a todas luces, es que nos encontramos, más que en la era atómica, en la era de la política, toda vez que la política, desbordando sus propios límites, lo ha invadido todo. Si se ha di­cho que nuestra época aparece signada por la erotización, podemos afirmar, sin ningún género de dudas, que a ese signo acompaña el de la politización. La cul­tura, el arte, el deporte y la Iglesia misma, padecen el zarandeo pasional de la política y están, con todas sus graves consecuencias, politizados.

No vale, pues, desentendernos de la política, pues, de una parte, la política, como señalara Vegas Latapié, nos sigue y nos acucia, y de otra, como indicaba Balmes, nos interesa a todos, porque con todo se roza.

Para nosotros, que nos acercamos al quehacer político con una visión cristiana, el planteamiento hay que esbozarlo en todas sus dimensiones partien­do de la frase, no por conocida menos cierta, de Donoso Cortés, sobre el problema teológico subyacente en todo problema político. En ese sentido hay que fijar las ideas para no incurrir en confusiones: una cosa es la «Teología de la polí­tica» como deseo de respaldar un quehacer político concreto, y otra rastrear, descubrir y proponer el fundamento teológico de la Política y de su puesta en práctica. La Política, así contemplada, se inclina -y es curioso- a la opinión de Emilio Castelar, que, replicando a Juan Valera, escribió: «El reino del cristianismo es también de este mundo, porque o el cristianismo no es religión o el cristianismo (por ser religión) encierra en sí la verdad política y la verdad social».

De aquí que el Magisterio auténtico incite y estimule a los cristianos a asumir el quehacer político. Así, en «Pacern in terris» (nº 146), Juan  XXIII dice: «exhortamos a nuestros hijos a participar activamente en la vida pública y a colaborar en el progreso del bien común de todo el género humano y de su propia nación», y Pablo VI, en «Populorum progressio” (nº 81), escribe que “los seglares deben asumir como tarea propia la renovación del orden temporal… (y) a ellos pertenece, mediante sus iniciativas, y sin esperar pasivamente con­signas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y costumbres, las leyes y las estructuras de su comunidad… y en «Octogesima adveniens” (nº 34), asegura que «la política ofrece un camino serio y difícil para cumplir el deber grave que el cristiano tiene de servir a los demás».

 

Por su parte, pueden traerse a colación los textos siguientes del Se­gundo Concilio Vaticano: pertenece a la vocación de los seglares «la renovación del orden temporal, de tal modo que respetadas íntegramente sus propias leyes -incluso las de las instituciones políticas-, se haga más conforme con los Principios superiores de la vida cristiana» (Decreto «Apostolicam actuasitatem», nº 5 y 7); «a los laicos corresponde, por su propia vocación, tratar de obte­ner el Reino de Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios (pues) de manera singular a ellos corresponde iluminar y ordenar las reali­dades temporales, a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para gloria del Creador y Redentor» («Lumen gentium», nº 31), «la Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan los cargos de este oficio. (Por ello) quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política, prepáren­se para ello y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal». («Gaudiurn et spes», nº 75)

La Política y el quehacer político no pueden, en consecuencia, contemplarse con una mirada despectiva. El poder político es inherente a la comunidad. Sin el poder político no sólo no cabe el progreso y la perfección de aquélla, sino que se produce la disgregación social, como apuntábamos en una de las lecciones precedentes. En este aspecto, ha subrayado Gabriel Elorriaga, siguiendo a George Thomson, que el político es el enemigo del caos. El orden tiende a de­saparecer -afirma con acierto- hasta que alcanza el caos, y este principio físico lo es también en el plano social, de tal modo que cuando la tarea ordenadora del político desaparece, los instintos individuales se independizan de las fuerzas sociales integradoras.

Ahora bien; una cosa es que el cristianismo encierre una verdad polí­tica y otra es que la Iglesia como tal asuma un quehacer estrictamente político. Me interesa distinguir entre Iglesia y cristianismo, entre la “sponsa Christi» y los que, como jerarquía o fieles, constituimos la comunidad eclesial. Cuando esta distinción se mantiene, es imposible que surja una cuestión tan debatida como la que recoge y resuelve la Constitución «Gaudiurn et spes» (nº 43, p. 3º) al decir que «a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a su favor la autoridad de la Iglesia».

En efecto, si la afirmación conciliar es tajante, lo es igualmente la que, como explica Alfredo López («Iglesia, política y derechos de los laicos»: Conferencia en el Colegio de Abogados de la Coruña, 1.971, pág. 26), se deduce de la misma «a sensu contrario… es decir, que tampoco le es lícito a la autoridad de la Iglesia «ofrecer su apoyo, ni abierta ni ocultamente, a una entre las varias opciones temporales que legítimamente se ofrezcan a los fieles».

Sentado esto, y con la argumentación de autoridad expuesta, las conclusiones son muy sencillas: a la jerarquía de la Iglesia, por razón da magisterio o docencia, corresponde la misión de iluminar a los seglares acerca de los grandes principios de la política y de la rectitud moral del quehacer político; y a éstos, a los seglares, iluminados por la buena doctrina, poner en práctica con acierto la verdad que esa doctrina contiene en orden a la comunidad, no en cumplimiento y como mandatarios de la jerarquía, sino en su calidad de seglares católicos.

Es ridículo, por tanto, el debate sobre la confesionalidad de los movimientos y de los partidos políticos. El Cardenal Vicente Enrique y Tarancón («Los cristianos y la política», Servicio editorial del Arzobispado de Madrid-Alcalá, 1.977, pág. 116), siendo arzobispo de Madrid, calificó de funesta la confesionalidad mencionada, entendiendo, por otra parte, que era conveniente y lí­cita la constitución de partidos de inspiración cristiana. Los partidos políticos confesionalmente católicos comprometen a la jerarquía, lo que no ocurre con los partidos de inspiración cristiana, afirmaba el Cardenal.

El criterio de quien fuera nuestro arzobispo me parece, con todos los respetos, desacertado, porque: 1) los seglares que militan en un partido confesionalmente católico asumen la responsabilidad de su acción política católica concreta, del mismo modo que el médico que aprende la ciencia de curar es responsable del diagnóstico y del tratamiento específico que elabora para su paciente; 2) un partido católico lo es porque hace suya la doctrina iluminadora del Evangelio sobre la política y el quehacer político, pero jamás porque sea un partido de la jerarquía. De aquí que un partido confesionalmente católico pueda en ocasiones enfrentarse con quienes en la Iglesia tienen autoridad, cuando quienes en la Iglesia tienen autoridad quebrantan o invierten la doctrina o la táctica. Si un partido confesionalmente católico fuera un partido de la Iglesia, tal actitud sería incomprensible; 3) un partido de inspiración cristiana, o acepta de verdad dicha inspiración y es coherente «entre sus opciones y el Evangelio (dando) testimonio personal y colectivo de la seriedad de su fe” («Octogesima adveniens», nº 46), en cuyo caso se comporta como un partido confesionalmente católico, o a la hora de dar testimonio de su inspiración cristiana la olvida, como ha ocurrido en España con tales partidos, ante la reforma política, la Constitución y el divorcio, el aborto, la fecundación in vitro, en cuyo caso la inspiración cristiana, que encandila a nuestro citado cardenal, se convierte en estratagema para captar el voto y en motivo de escándalo para los electores.

En todo caso, la doctrina iluminadora a que se remiten los que con toda nitidez aspiran a no involucrar a la Iglesia en el quehacer político, marca unas líneas que han de tenerse muy en cuenta, por los que, animados por esa doctrina, quieren, con «integridad moral, prudencia, caridad y fortaleza» («Gaudium et spes», nº 75), consagrarse a la política. Quienes no se atengan a las mismas es evidente que falsean la verdad cuando alardean públicamente la inspi­ración cristiana del partido a que pertenecen. Tal sucede en aquellas supuestos en que el partido, no obstante su sedicente inspiración, hace suyos principios que se hallan enfrentados con la verdad política del cristianismo. A tal fin, es sumamente aleccionador recordar que aun cuando, como decía Pablo VI, en «Octogesima adveniens» (nº 50), «una misma fe cristiana puede conducir a compromi­sos diferentes», el mismo Pablo VI, en la misma Encíclica, dice que esa misma fe ha de evitar el peligro de «adhesión» a una ideología que no repose sobre una doctrina verdadera y orgánica» (nº 28), peligro en el que se incurre al su­marse a «sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales a la fe y a la concepción del hombre, (como son) la ideología marxista… (y) la ideología liberal».

Hay, evidentemente, un «pluralismo legítimo» («Octogésima adveniens», (nº 46), una «legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes» («Gaudium et spes», nº 75), pero tan solo sobre lo contingente y accidental, toda vez que el cristiano, también en la política, es la sal de la tierra y la luz del mundo, y aquélla no debe pudrirse ni ésta esconderse. El cristiano, en la brega del quehacer político, escribe Genta («Opción política del cristianismo», Editorial Cultural Argentina, 1.977, pág. 29), «debe sostener la verdad y combatir el error. (Por eso) en lo que se refiere a la esencia y al fin de las institucio­nes sociales, en les principios del orden natural, el pluralismo es ilegítimo». Precisamente porque el pluralismo en lo esencial es ilegitimo, Juan Pablo II (Alocución en Bahía, julio de 1.981) señala que el «pluralismo no exime a ningún cristiano… de afirmar la base necesaria, los principios indiscutibles que deben responder a las exigencias del hombre, tanto a nivel de los bienes materiales como al de los bienes espirituales y religiosos, y de una sociedad fundada sobre un sistema de valores que la defiendan del egoísmo individual y colec­tivo». «El pluralismo en lo esencial -asegura y completa Juan Pablo II- intenta, debilitar toda certeza, y sin certeza, el quehacer político es inestable, por­que carece de fundamento sólido.

Sólo la certeza de un fundamento doctrinal sólido permite al cristia­no «vivir su fe en una acción política concebida como servicio» («Octogesima adveniens») y no como un pacto permanente de convivencia con el mal, como una aceptación resignada de las situaciones dolorosas de «hipótesis», como una actitud pasiva, tolerante o cómplice de los crecientes deslizamientos de las estructuras temporales hacia una completa secularización, reñida a todas luces, como hemos indicado también en lecciones precedentes, con la «consecratio mundi» y el «instaurare omnia in Christo'», que debe perseguir toda acción política que sea verdaderamente cristiana. (Ve. Pío XII: Discurso al II Congreso mundial del Apostolado Seglar, 13-X-1.957)

Y es curioso que haya sido Maritain («Humanismo integral”, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1.947, pág. 293), defensor a ultranza del Estado aconfesional y de los partidos políticos de inspiración cristiana, el que, lue­go de aceptar el liberalismo democrático con todas sus consecuencias, y, entre las mismas, la colaboración leal con los partidos carentes de esa inspiración o enemigos de la misma, señale que los católicos pueden quedar «absorbidos o devorados por sus aliados de un día, como sucedió en Rusia a los elementos no marxistas que se unieron en un principio a Lenin. Porque en la buena práctica revo­lucionaria, el amigo se convierte pronto en el enemigo de hoy, y en el enemigo más odiado”.

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¡Qué bien dibujó nuestro Leopoldo Eulogio Palacios, en «El mito de la nueva Cristiandad»!, (Ediciones Rialp, S.A., 1.952, pág. 145), al llamado humanismo católico: «cobarde por naturaleza, confuso por procedimiento, acabará siendo el pasto de sus enemigos. Las posiciones mixtas son endebles, no duran, porque tanto en el terreno de la buena como de la mala doctrina, el pensamiento busca espontáneamente las posiciones claras, como las plantas buscan naturalmente la luz».

Aunque el Reino de Cristo no sea de este mundo ni como los de este mundo, lo cierto es que los reinos de este mundo no son ajenos, ni extraños, ni independientes de Cristo, pues sin extrañarse, ni exiliarse ni permanecer ajena a los reinos del mundo, en ellos transcurre la vida temporal del hombre, que conduce a la vida eterna. Cristo continúa presente en el mundo y en la Historia, pues está y estará con nosotros hasta el fin. Por eso, nada de la Historia o del mundo se halla al margen de la presencia de Cristo, y puede evadirse de su poder y señorío. «Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente (pues) buscamos la futura -Heb. 13,14-, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más exacto cumplimiento da todas ellas, según la voca­ción personal de cada uno».

Esta vocación personal, en cuanto incide en el quehacer político, no es universal. No todos los cristianos tienen la dotación imprescindible para ella, es decir, capacidad subjetiva y afición personal, que permitan convencer y mandar. El perfil de esta vocación se hace necesaria para definir al político verdadero y no confundirlo con quien le sustituye, a la manera como lo hace el producto sucedáneo con la mercancía auténtica. Ello nos lleva, lógicamente, pa­ra evitar todo confusionismo, a una fijación de límites entre la verdadera y la falsa política. Por eso, un esquema completo de la cuestión que nos ocupa nos obliga a hablar del sujeto activo del quehacer político, es decir, del político y de la tarea que se propone realizar con dicho quehacer y, por tanto, de la Política.

El político.

Las causas que mueven al quehacer político son muy diversas: respon­der a una vocación, hacer una carrera profesional, embarcarse en una aventura, procurarse una distracción. El quehacer político es, en el primer caso, respuesta a una llamada; en el segundo, un «modus vivendi»; en el tercero, oportunismo pragmático; y en el cuarto y último, un simple «divertimento» ocasional.

Solo en el primer caso se define el político auténtico, atraído por «la necesidad, fecundidad y nobleza de la acción política». (Pablo VI a la Unión Interparlamentaria europea», 23-IX-1.972)

Ahora bien; en tanto en cuanto la acción política es algo más que administración, orden público, abstracción ideológica, instrumentalización técni­ca o halago a la multitud, al político no puede reemplazar, so pena de que la acción política degenere, ni el burócrata, ni el policía, ni el intelectual, ni el técnico, ni el demagogo.

La acción política requiere a su servicio: una buena administración, pero no puede reducirse a pura burocracia mecanicista; orden en la calle, pero fruto del orden interno que surge de la justicia en la comunidad; ideas que presidan la tarea, como impulso y como meta, pero sin caer en el sueño engañoso y desmoralizante de una utopía imposible; técnica adecuada, como especialización operativa y nunca como ídolo que acaba convirtiendo al hombre en «robot»; poesía emocional que cautive al pueblo y lo incite a construir, pero nunca descargas pasionales que lo envilezcan o discursos o medidas de gobierno aduladoras y serviles para el logro de una simpatía y un aplauso ocasional y utilitario.

Si el político es el que tiene capacidad subjetiva para su quehacer propio, es decir, para la tarea de gobernar, aquélla requiere determinadas cualidades, sin las que resulta imposible que el hombre… que responde afirmativamente al llamamiento, satisfaga las exigencias de su vocación. Siguiendo en parte a Leopoldo-Eulogio Palacios en su libro «La prudencia política» (Editorial Gredos, Madrid, 1.978, págs. 119 y s.), las cualidades del político han de ser, en el orden cognoscitivo y en el preceptiva, las siguientes:

A) De orden cognoscitivo: buena memoria que le depare una información correcta del pasado; intuición, que le permita contemplar sin dificultades el presente; profetismo que le faculte para vislumbrar y gobernar de cara al futuro; docilidad que le haga prestar atención al magisterio de otros; agilidad mental que, sin perjuicio de ese magisterio, le habilite para el estudio; razón industriosa que le facilite el uso hábil de los conocimientos adquiridos.
B) De orden preceptivo: circunspección para atender a las múltiples y variantes circunstancias de tiempo y de lugar; cautela para evitar los obstáculos, distinguir el amigo del enemigo público, lo que es nocivo y lo que es útil a la república; valor sereno ante el peligro; voluntad para superarlo.

El político auténtico sabe conjugar, casi de un modo intuitivo, la mística con la acción sobre la materia fluida en que la misma acción se proyec­ta; y tal conjugación se produce porque la mística no se identifica con el mito, que es falso, sino con lo místico, que, no obstante permanecer oculto e invisi­ble, es verdadero. De esta forma, el político por vocación no deserta, aunque trepide su intimidad profundamente sensible, ante la obra ardua y jamás conseguida de informar plenamente y de conformar de un modo absoluto los materiales que se le ofrecen según el arquetipo doctrinal que admira y desea. El político puede y debe tener, en determinadas circunstancias, espíritu revolucionario, pero no debe ser tan sólo un revolucionario. El político que es tan sólo un revo­lucionario, no realiza jamás la revolución proyectada, porque, falto de visión: o su puesto lo ocupan quienes gozan de talento práctico, o, siguiendo al frente de la misma, la convierte en un caos, que acaba resolviéndose con la tiranía.

El político auténtico, y me refiero al político cristiano, conjuga igualmente el «finís operis» con el «finis operantis», es decir, el fin de la obra política, con sus leyes propias, que a veces permiten calificarla de neu­tral, como una ley de transportes que podría subscribir un político ateo, y el fin que el político se propone con esa ley, y que no es otro, en nuestro caso, que un servicio al bien común.

El político se entrega a su labor con ánimo de sacrificio. Sabe que aquél que se mete a redentor es crucificado y, no obstante, acepta de antemano la crucifixión, con tal, si es posible, de redimir. Ese espíritu de servicio y de sacrificio de que hablaba José Antonio, hace traspasar plenamente su voca­ción de las virtudes cardinales: de la fortaleza, que evita o frena el efecto desmoralizante de la incomprensión, de la ingratitud y de la traición; de la templanza, que evita o frena el orgullo que puede deparar el éxito y la desesperación que puede producir el fracaso; de la justicia, que evita o frena la ten­tación de inclinarse por lo útil, beneficioso o conveniente, sacrificando la obligación de dar a cada uno lo suyo; de la prudencia, en fin, que evita o fre­na al desbocamiento intemperante, que lo mismo precipita a la acción, que la anquilosa por abulia o cobardía.

El político cristiano, en fin, como ha escrito Leopoldo-Eulogio Pala­cios (ob. cit., pág. 161), «cuando alcanza el punto de su perfección, obra impelido por una ola espiritual en cuya cresta reluce el sol de la abnegación, renuncia al egoísmo en aras del bien común y hasta se entrega a la muerte por su pueblo». Tal es el caso, entre nosotros, de los que podríamos llamar héroes na­cionales, como Calvo Sotelo, que ante las amenazas de Casares Quiroga y de la Pasionaria, en una famosa sesión del Congreso, exclamó; «mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice; y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castella­no: ‘Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis. Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio´».

Tal es el caso también de José Antonio, que luego de haber hablado a los suyos del «sacramento heroico de la muerte» (10-II-1.934), se refirió a la propia, ya próxima, que esperó sin jactancia, escribiendo: «¡Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles! ¡Ojalá encontrara ya esa paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia!»

Tal es el caso, en fin, fuera de nosotros, para que no se crea que tenemos el monopolio del heroísmo político, de Cornelio Zelea Codreanu, Capitán de la Legión rumana de San Miguel Arcángel, asesinado en un rincón perdido del bosque de Jilava, que previendo su holocausto había escrito: «Enviarán para prendernos y matarnos. Huiremos; nos esconderemos; lucharemos; pero al fin seremos, seguramente, vencidos… recibiremos la muerte. Nuestra sangre… correrá. ¡Este momento será nuestro más grande discurso dirigido al pueblo rumano, y el último!…

La Política.

Si el quehacer político postula como sujeto estimulante un hombre con la dotación expuesta, conviene que ahora expongamos qué es y en qué consiste la Política con mayúscula para no confundirla con alguno de sus ingredientes, que al identificarla con ellos la transforma en farsa.

En esta línea, es preciso señalar que la Política puede contemplarse desde el plano filosófico, y entonces se define corno Ciencia; desde el punto de vista de la sensibilidad, y entonces se define como Arte; desde su operatividad instrumental, y entonces se define como Técnica; desde los valores que moviliza y entonces se define como Virtud; desde la participación que comporta en lo ta­rea superior de gobierno, y entonces se define como Providencia.

La Política como Ciencia descubre, enumera, da a conocer y estudia los principios en que se apoya y el objeto que con ella se persigue. En síntesis, y como ya tuvimos ocasión de decir, tales principios son: el del origen divino de la comunidad civil y del poder político; el de la naturaleza social del hombre; el de la consideración del gobernante como ministro de Dios; y el del bien común integral, inmanente y trascendente, como fin de la comunidad políti­ca, de la autoridad que la rige y del ordenamiento jurídico.

La Política, ciencia arquitectónica, según Aristóteles, es para Santo Tomás «la principal de todas las ciencias prácticas y la que dirige a todas, en cuanto considera el fin perfecto y último de las cosas humanas (pues) se ocupa del bien común, que es mejor y más divino que el bien de los particulares».

Ahora bien; no basta poseer la Ciencia política para ser político, como no basta ser un magnífico profesor de derecho para ser un gran abogado; y ello por la sencilla razón, como dijo Pablo VI (Discurso a la Asamblea de la Unión interparlamentaria, 23-IX-1.972), de que «la acción política no se desarrolla en abstracto, sino mediante el contacto con la realidad humana concreta… Una acción política separada y extraña a la realidad humana sobre la que pretende ejercerse, deja de ser acción política (y se queda) en una acción en el vacío, con todos los peligros que este vacío encierra».

Ello quiere decir que la Política, además de Ciencia, y por ser Ciencia práctica, que pone en acción los principios para conseguir los fines, se comporta como Arte y como Técnica.

La Política como Arte

Acierta, pues, el cardenal Enrique y Tarancón (ob. ext., pág. 106), en una de sus «Cartas cristianas», cuando dice que «la política es principalmente un arte de realidades más que de principios. Existen principios que habrán de orientar toda actuación política, pero ésta deberá atemperarse por necesidad a las realidades de cada país, de cada época histórica y aun a las posibilidades de una gestión eficaz».

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Por ello la política -«arte difícil y noble» («Gaudium et spes», nº 75)- es una creación artística previa a la proyección exterior, y juega a modo de obra presentida, esbozada en la intimidad, a la manera del cuadro, de la escultura, del poema o de la música, que surgen de la sensibilidad herida y exci­tada, pero que aún no se han manifestado en el lienzo, la piedra, la estrofa o el violín; y precisamente porque a la luz de los principios, contemplando la realidad, la política demanda una manifestación que la haga tangible, hay que considerar también a

La Política como Técnica.

Una técnica que permite manejar hábilmente los recursos de la comuni­dad, como maneja el pintor pinceles y colores, a fin de dar vida al esquema alumbrado en su interior.

Ahora bien; reducida la Política a simple arte -desconectada de su Ciencia-, no tiene más explicación que el éxito, y al éxito se reconduce el es­quema interior aludido. La política así, como arte y como técnica, se convierte en maquiavelismo sin escrúpulos, que santifica la razón de Estado, o en activismo, que busca su justificación tan sólo en las obras, tanto más eficaces cuanto más sofisticado sea el rigor técnico empleado para lograrlas.

Identificada la política con el arte o con la técnica, o con ambas a un tiempo, la política se desarraiga de su territorio moral. Si la política es arte por el arte, éticamente se neutraliza, independizándose de toda preceptiva superior. Si la política es tan sólo instrumentalidad operativa, se hace tecno­cracia y burocratismo para el desarrollo, la acumulación de bienestar y el au­mento de la riqueza y del consumo. En cualquier caso, la política, vaciada de su propio contenido, es incapaz de cumplir con su tarea ordenadora de la nación cuando, como arte, no consigue el éxito de la obra perfecta o cuando, por fallar los elementos disponibles, el desarrollo se detiene o aniquila. Sólo la Política como haz de principios y de fines, es decir, como Ciencia, que pone en acción un temperamento artístico, sirviéndose de la técnica, puede ofrecer ga­rantías de estabilidad a un pueblo en los trances difíciles de su historia, apelando a la virtud -palabra que significa fuerza y también virilidad- que ha cultivado con esmero. De aquí la consideración de

La Política como Virtud

Como virtud cardinal o moral y como virtud teologal. La Política es una realidad moral que, como indica Leopoldo-Eulogio Palacios, debe moralizar el arte que la impulsa y la técnica que utiliza, toda vez que la moralidad de los principios y de los fines de la Política verdadera postula la moralidad de los medios empleados. Pues bien; sólo la prudencia permite que el arte y la técnica funcionan como medios al servicio de la Política, y que la Política se or­dene, no tanto al éxito o al desarrollo -que cuentan, naturalmente- como a la bondad intrínseca que proporciona a los súbditos.

Pero la Política verdadera es un desbordamiento de la caridad. Pío XI, en su discurso de 1.927 a la Federación Universitaria italiana, decía: «el dominio de la política… mira los intereses de la sociedad entera, y bajo este as­pecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, de la que podemos decir que ninguna otra le supera, salvo la de la religión. Y así -concluye Pío XI— deben considerar la política los católicos».

Esta inclusión de la Política en la caridad, la vislumbró Donoso Cortés, como explica Alberto Caturelli («El hombre y la historia», Editorial Guadalupe, Buenos Aires, págs.  183/4), al denunciar la progresiva, «represión exterior» que supone la fuerza física, representada por los Cuerpos de seguridad del Estado -cada día más numerosos, con más y mejores medios represivos- como único recurso para mantener un orden perturbado diaria y gravemente, por falta de aquel espíritu de apacible convivencia que produce y extiende la «charitas» política en el seno de la comunidad.

La tragedia que supone el Estado absorbente, socialista y planificador, que destroza hasta la intimidad del ciudadano, que extorsiona y publifica todo y que todo lo invade, no tiene más explicación que la ausencia de la «charitas». El desplazamiento y alejamiento de la política de la órbita que la vin­cula a la teología, la proyecta como una bola de nieve que se precipita al abismo y engloba y engulle en su descenso, cada vez más veloz, cuanto encuentra a su paso. Solamente una detención varonil al descenso degradatorio de la falsa política, y una corrección de su rumbo, puede situarla en la órbita que le corresponde y transformarla en Política verdadera, es decir, en política como prudencia y «charitas», y por ello, en

La Política como Providencia.

Si la política es gobernar, y gobernar es prever y proveer, previsión y provisión; si la política supone autoridad en la comunidad, y la comunidad y la autoridad pertenecen al orden querido por Dios, la política ha de comportar­se como participación humana -al modo de causa segunda- en el plan divino para el gobierno de la humanidad; como agente activo y promotor de la historia de cada pueblo; como adivinación programada o intuida en el momento preciso, de aquello que hace de lo futurible futuro y del futuro, presente dominado, con aquella dominación o soberanía que al hombre le fue concedida, conforme al relato del Génesis.

Quizá sea José Antonio, como hemos dicho en tantas ocasiones, quien ha esbozado en términos más sugestivos este encuadramiento teológico del queha­cer político. La referencia a la política como restauradora del sabor de la norma, indica ya su pensamiento clarividente acerca del papel subordinado de aqué­lla a una preceptiva superior. Pero donde este pensamiento alcanza la cima es cuando concibe la acción política como fruto del amor de perfección a la Patria, es decir, como un desbordamiento de la caridad. Para José Antonio, hay que distinguir entre «los que aman a su patria porque les gusta (y) la aman a golpe de instinto, por un oscuro amor a la tierra… con una voluntad de contacto… física y sensualmente» y los que -decía- «la amamos, aunque no nos gusta, con una voluntad de perfección».

Ese amor es el que ha de movilizarnos a nosotros, como movilizó a los héroes nacionales y a tantos españoles, conocidos o desconocidos, en el curso de su historia, tantas veces secular. Esa movilización, que la caridad urge, pretende la predicación -en una sociedad apática, corrompida o estragada- de la buena nueva, que mantiene la esperanza -que no la espera marxista- en un resurgimiento nacional. Con ese amor esperanzado, sobre una fe teologal robusta, hay que encender amor, y encenderlo, como quería José Antonio, no de una manara blanda y suave, sino resuelta, enérgica y viril, estando dispuestos, con ese amor y por amor a España, a ofrecer, incluso, el sacrificio del tiempo, del bienestar, de la fama y de la sangre.

Tal es la única interpretación auténtica desde el plano del quehacer político, de la estimación del hombre -que es, con la Nación, uno de los ejes del Sistema-, como un ser «portador de valores eternos». Tales valores, en el hombre, gobernante o gobernado, no se alojan en un equipaje que llevamos con nosotros. Se trata, más bien, de valores incorporados a nuestra esencia, por no decir que son nuestra esencia misma. Tales valores deben funcionar como los talentos de la parábola. No pueden enterrarse, para conservarlos. Hay que ponerlos en juego, de aquí que, como sugiere Horia Sima («El hombre cristiano y la acción política», Fuerza Nueva Editorial, Madrid, 1977, págs. 67 y s.), el alma no puede abandonarse a la mediocridad; ni el servicio a la Patria reducirse a una emoción lírica, pero inoperante; ni el amor a Dios, a una estratagema hábil para conciliarlo y hacerlo compatible con el amor a Belial. Tal es la predicación, que no la propaganda, que se precisa para cumplir el deseo de la «Gaudium et spes» (nº 75): de educar políticamente al pueblo y, sobre todo, a la juventud.

De otro lado, la consideración de la Política como Providencia, que la levanta a su mayar dignidad, la intuyó también José Antonio, cuando a partir de la dinámica de los valores eternos, que son los que definen al hombre, integra todos los quehaceres y, por tanto, el quehacer político, en el pálpito uni­versal de la obra divina, ya que con ese quehacer político, hasta en la más hu­milde de las tareas diarias que impone, «estamos sirviendo, al par que nuestro modesto destino individual, el destino de España, de Europa y del mundo, el destino total y armonioso de la Creación».

Las conclusiones que podernos formular, al término de nuestro estudio sobre el quehacer político, son las siguientes:

1) El quehacer político, por ser político, contempla unos princi­pios y unos fines que la Política ofrece como ciencia; pero por tratarse de un quehacer, de un «agere», se mueve en el terreno de las realidades y de las posibilidades, como arte y como técnica. Por hallarse amparada por una Ciencia, la política no convierte el quehacer político en arbitrariedad u oportunismo. Pe­ro por tratarse de una Ciencia práctica, no paraliza dicho quehacer, sublimándolo y elevándolo a la nube de la especulación teórica.

 2) El quehacer político, por encaminarse a la construcción y a la actividad de un Sistema al servicio del hombre y de la comunidad política, ha de regirse por la virtud moral de la prudencia ordenadora de los medios y los fines y por la virtud de la caridad, que aspira al mejoramiento perfectivo, en todos los órdenes, el material y el espiritual, del hombre, portador de valores eternos, y de la nación en que el hombre vive e incoa su destino trascendente.

3) El quehacer político es una participación del hombre que lo asu­me, en el plan divino o esquema providencial de la Historia.

4) El quehacer político no es cometido profesional estricto, ni aventura pragmática y ocasional, ni distracción o pasamiento de coyuntura, sino vocación sacrificada, compromiso servicial -para servir y no para ser servido-, y abnegación heroica.

5) El quehacer político no es astucia maquiavélica que permite aparentar virtudes, o una estrategia para engañar y triunfar, pero tampoco es fal­sa prudencia o «prudentia carnis», que induce dicho quehacer a un pacto consen­suante con el mal, a una cesión ideológica permanente, a una entrega concertada de posiciones al enemigo, a una adulación a la masa, que hace del político, no el conductor de un pueblo, sino el monigote de la plebe.

6) El quehacer político, inflexible en los principios, pragmático en sus aplicaciones, y moral en sus criterios,  buscará siempre la edificación de un Sistema que la razón práctica, la prudencia política, el saber histórico, el talante personal y nacional y la circunstancia externa, aconsejen como el más idóneo y apropiado para el hombre y la comunidad en que dicho quehacer político ha de proyectarse, rechazado el mimetismo importador y los esquemas uni­versales abstractos, y ateniéndose al lema de «revitalizar la tradición creando el futuro».

7) El quehacer político, por lo que a nosotros respecta, descarta la ideología marxista y el «statu que» del liberalismo, y nos exige aceptar la grandeza y la servidumbre de un movimiento que, de conformidad con las pautas expuestas en este curso, sin vacilaciones ni cobardías, se identifique, y comparezca ante la opinión, al modo de «Fuerza Nueva», como un Movimiento nacional-cristiano.

He preparado estas lecciones con el mayor cariño, porque entiendo que estamos en la hora de crecer hacia dentro, como crecen los árboles, aunque no lo parezca, en tiempo invernal, es decir, hundiendo sus raíces en la tierra pa­ra buscar el jugo que se convierta en savia. Solo los hombres que, como los árboles, encuentran el jugo de la buena doctrina, no se secan al sufrir el calor del verano, ni se desprenden al choque del huracán, ni se marchitan al caer de la helada. Si estas lecciones son para vosotros savia y vida para un quehacer político abnegado y constante, al servicio de Dios, de España y de la Justicia, quedaré compensado con creces del esfuerzo y de las horas que dediqué a las mismas.

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REDACCIÓN