10/05/2025 10:57

El Mal y el Bien se expresan hoy a través de estas dualidades:

-Técnica contra Fe.

-Máquina contra Hombre.

-Oscuridad contra Luz.

-Muerte contra vida.

-Tiranía frente a conciencia.

-Caos frente a orden.

-Ser frente a Nada

Ayer, el día 8 de Mayo de 2025, se eligió un nuevo Papa, León XIV, para un pontificado que se enroca como una incertidumbre. Y decisivo para los tiempos que corren. Se han contado demasiadas evidencias y se ha facilitado informaciones poco importantes en los medios de comunicación relegando lo que representa la cuestión nuclear: la función de la Iglesia en este tiempo, el nuestro, que pese a mejor calificación, denominaría de la era posmoderna.

La Modernidad se distingue por constituir un principio y un proyecto de organización de la sociedad compleja desde y por sí misma, sin la asistencia de un orden trascendente. Esa misma Modernidad elaboró novedosas y radicales categorías sobre el Hombre, sus derechos (los humanos), sobre sus aspiraciones en la tierra (el bienestar y la felicidad), el modelo político (de representación), etcétera. Incluso ese pensamiento elaboró o secretó su propia justificación ontológica (las ideologías) y su propia teleología (los fines de la historia a los que se dirigía el Hombre puro y abstracto).

Los medios de esa Modernidad lo constituyeron un potente aparato de producción en serie, usando las materias primas más diversas, conformando un nuevo mundo analógico basado en la información y en la materia. La peor de las consecuencias de ese nuevo orden no fueron los estragos que impactaron en eso que también secretó, el trabajo asalariado, sino el infernal vacío de la persona, la pérdida del punto de equilibrio en la existencia.

Pocas religiones, tal vez la protestante, han mostrado beneplácito a esa Modernidad y a su inmenso proceso de deglutir salvaje y de alteración in radice de unas sociedades estabilizadas en las tradiciones, asentadas en el orden regular establecido, en la indiferencia hacia el poder. La Iglesia se enfrentó a lo largo del siglo XIX, tenaz, a todo ese orden Moderno y su función y misión secular la situó en resaltar la primacía de lo sagrado, del carácter divino del Hombre sobre la concepción de Hombre como simple materialidad condicionada por las circunstancias.

La modernidad sabe perfectamente producir conciencia, qué debe contener y pone en el centro la falsa letanía de la lucha del Hombre con la Naturaleza. La imagen es perfecta: un Hombre dotado de la ciencia y de la tecnología domestica a la Naturaleza. Pero ese fue el lema de la modernidad temprana. Ahora, y desde hace pocas décadas, el sentido de toda proyección es la de la lucha del Hombre contra el mismo Hombre. La Iglesia en ese nuevo terreno parece desorientada.

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Si Naturaleza, por adoptar una definición, es el nombre con el que designamos lo que de algún modo hemos conquistado, era inevitable, cuando todo el universo de lo real estuviera conquistado, como ya ha sucedido, que llegaría un punto que el nuevo objetivo se centrara en el propio Hombre. Y, en efecto, al Hombre se le ha concebido por esta Modernidad como un organismo más, un objeto natural más. Y su desbordamiento se ha alcanzado mediante las tecnologías más refinadas que constituyen para ‘su’ Hombre un universo de síntesis desdoblado en una realidad virtual (donde está inserto el Hombre) y una inteligencia artificial (externa al Hombre).

El Hombre al concebirse como materia prima así se ha concebido y constituido. Y ya no es más que el objeto y el resultado de las manipulaciones de todas las ciencias y de las tecnologías que han sido engendradas y que proliferan en oferta incesante. Ya el condicionamiento del Hombre no procede de su antónimo, la Naturaleza, tampoco de su naturaleza íntima, sino de las técnicas de creación del subjetivismo radical y absoluto. Se crean humanos como se crean coches. Y en su fase final, esta Modernidad extrema, desde hace unas décadas ha mutado hacia un posmodernismo universal y su regla sería: eres según tu voluntad (conciencia pre-condicionada).

Todas ideologías modernas que conciben al humano como un ser dotado de conciencia y capacidad de autoproducirse, lo que resulta evidente, pero olvida que los límites, el contenido y la lógica que opera en esa ecuación vital está condicionada por la tecnología que define todas las variables, su ritmo, su comportamiento y sus propósitos. No hay más fines y orden telúrico que los de la propia máquina. Regresamos al categórico esse est percipi (ser es ser percibido), un principio radical que reduce al Hombre a los sentidos. Y son los sentidos, la percepción que emite y capta, el plano que alimenta el código de construcción de las subjetividades.

La Iglesia pudo defenderse de la Modernidad. Pero frente a esta posmodernidad profana queda muda, inquieta, desorientada. Toda construcción subjetiva del Hombre, que tiene como centro la tecnología de las conductas, no provocan felicidad, no son ‘liberadoras’ del hombre, no conciben el aspecto divino del hombre. Y esa es la cuestión central. ¿Cómo puede la Iglesia cuestionar el entorno de materialidades que esclavizan al hombre, que lo despojan de su trascendencia, que lo abocan al resplandor de la desolación sin ser reputada al mismo tiempo de retrógrada o de antihumana?

La Iglesia, si en verdad cree en sus predicados de valor con convicción, debe abstraerse de todas esas descalificaciones interesadas y superficiales y entenderlas como lo que son: la expresión estigmatizadora de una de las partes en el conflicto en curso que define la proclamación del mundo humano contra el orden de la máquina.

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El conflicto de la Modernidad fue entre Derechos Humanos y la concepción divina del Hombre. Ahora, trasladando el conflicto a nuevos términos, se sucede una batalla arquetípica a muerte con el universo posmoderno, es decir la expresión posmoderna de aquellas concepciones: la Agenda 2030 y el relativismo material que choca contra el sentido trascendental del Hombre y que busca erradicar toda conciencia sagrada y el mismo sentido de la vida como un valor axial y divino.

El conflicto, pues, discurre entre lo divino y lo material, entre lo sagrado y lo profano. Y lo empapa todo, se filtra por doquier. La posmodernidad, en efecto, no representa un orden de valores sagrado sino de sistema de disvalores terrenal concebido para neutralizar todas las potencias de lo infinito, de la eternidad, de la trascendencia que forma parte íntima, inherente, del hombre. La humanidad a diferencia de la animalidad es aquella en que se produce el hecho excepcional de conciencia que queda penetrada por lo infinito.

Podemos seguir con ejercicios bienintencionados con la finalidad de conciliar los postulados de la posmodernidad con la doctrina de la Iglesia invocando el respeto pero al precio de acabar, finalmente, integrada.

La Iglesia tiene un camino difícil, verdaderamente, y no la debe mover el miedo a su pulverización (Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris …). El reto está concebido como un desafío a muerte de modo que la Iglesia o se constituye en la religión profana de la posmodernidad triunfante (de los derechos humanos, de la Agenda 2030, del ecologismo, del bienestar material, etcétera) o la Iglesia se levanta egregia como la Iglesia de lo sagrado, aquella que concibe al Hombre como sustancia divina.

Lo que está en cuestión en este reto es el mismo ser del hombre y esa batalla contra la disolución acelerada de la divinidad del hombre, se hará sin, con o contra la Iglesia.

Autor

Jose Sierra Pama
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