26/04/2025 09:23

El extinto papa Bergoglio, ya en la otra vida, ciñendo el vestuario de las mortajas y en manos de la fatal flor del sueño eterno, responsable de su biografía -como todos lo somos de la propia-, garante de su estéril, para muchos, labor cristiana, amarga y oscura, representa un símbolo brutal más de estos tiempos cenagosos y tristes en que vivimos; un emblema del descomunal engaño en que nos han envuelto los Poderes Sombríos, los viles rectores y viles gobernantes instigadores del miedo y del vicio.

Unos tiempos en los que la vida del hombre está referida a una irreligiosidad y a una irracionalidad que le desborda y condiciona, incapaz de liberarse de su inclinación a dejarse absorber por los asuntos domésticos de su mundo cotidiano. Lo habitual es detener la mirada en los objetos particulares y olvidar el fondo de las cosas, es decir, la totalidad. Aunque en su día a día -consciente o no de ello-, el hombre actúa siempre dentro de una macroestructura, la misma dinámica de la acción lo empuja a desentenderse de este fondo ostensible y a ocuparse sólo de los aspectos menudos que de momento le interesan.

Pero, por desgracia, como el diablo no duerme, lo que le interesa al hombre contemporáneo viene marcado por los poderes de la elite globalista, la cual, enfatuada por el superdesarrollo de la ciencia y de la técnica, de las que es propietaria, va contra el orden natural de las cosas. Y fue a esta oligarquía odiadora de Cristo, a la que Francisco Bergoglio, en grotesca parodia de sí mismo, se acomodó durante sus años de pontificado, entre otros motivos porque era su rehén, pues su elevación al papado, lejos de ser inocente, fue cuidadosamente planificada, algo así como dejar carne al lobo.

En lo que concierne a sus altas jerarquías, la Iglesia, infelizmente, se ha quedado sin autoridad para levantar la bandera de la virtud, sea esta pública o privada, desprendiéndose voluntariamente de las obligaciones para con sus fieles. En nuestros días, gracias a no haber sido capaz de diagnosticar la confusa situación por la que atraviesa la humanidad bajo las botas del Gran Capital y de sus sectas, ni la de recomendar y defender la vida familiar y espiritual, la educación de los jóvenes o incluso la propiedad privada, cualquier indicación papal o episcopal ha perdido su supremacía.

La Iglesia, con Bergoglio en su cúspide, no ha sabido o no ha querido, en una época de enconadas turbulencias políticas y sociales, enfrentarse rotundamente contra el Mal, contra ese espíritu de la modernidad o de la posverdad ante el cual cualquier pensamiento de raíz cristiana debe reaccionar con durísima crítica. Ni ha fundamentado la moral cristiana, ni ha defendido con acierto a sus discípulos allí donde son perseguidos y asesinados, ni ha hecho de esta confesión religiosa el cimiento regenerativo mediante una profunda reflexión que controvirtiera el núcleo básico del Nuevo Orden.

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Y este no poner en cuestión los graves fenómenos de la vida política y moral de nuestra sociedad, hoy vigentes, como la cultura de la relativización, de la indiferencia, de la exaltación del dinero como único valor moral, de la permisividad corruptora y sexual donde todo vale con tal de saciar los más bajos instintos, unida a la nula sensibilidad ante los flagrantes casos de injusticia y desigualdad, han contribuido plenamente a crear una forma de entender la política, la economía y la convivencia como leyes inevitables que han de cumplirse a mayor gloria del poder despótico, sin oponerles ningún factor moral, más allá de un mero voluntarismo sin eficacia. Abandonismo que nace de la histórica mentalidad pragmática que tantas veces ha tiznado a la peor Iglesia, aquella para la cual el fin justifica los medios.

La Iglesia del papa Bergoglio y de sus cardenales, arzobispos, obispos, nuncios, presbíteros y demás traílla, colaboradora o complaciente con el economicismo, el pragmatismo, la desnaturalización de la persona, la subjetivización de la moral, la concepción de una existencia sin religiosidad, la corrupción en todos sus grados y ámbitos, fomentada desde los poderes públicos nacionales y globalistas, ha favorecido la aparición, primero, y la instalación, después, de una sociedad escéptica y desesperanzada, moralmente enferma, que se deja arrebatar sus raíces y tradiciones abrumada por la ociosa indiferencia, incapaz de construir un futuro de fe en sí misma y un objetivo humano digno.

Bergoglio y los suyos, cómplices del Consistorio Supremo según la opinión generalizada de los espíritus más libres y avisados, nos recuerdan que hay personas sin decencia contra las que es obligado combatir día y noche. Cooperar con los criminales para la consecución de sus malvados fines y para crear una sociedad confusa e indefensa, es delito, si nos atenemos a la ley, y es muy desconsolador si nos referimos al deber, ítem más al deber eclesiástico. Porque los criminales se aprovechan siempre de las sociedades negligentes.

Sabido es que el vulgo -el hombre de espíritu romo- escoge el yugo, en vez de la estrella, y bajo el yugo goza, y representa en la farsa el penoso papel de buey, y como manso buey hace el servicio a los señores y duerme en paja caliente, bien alimentado con dorada y abundante avena. El hombre que desprecia la estrella, el de alma esclava, el que ha elegido vivir como los bueyes, es feliz cargando con su amplio estómago toda la vida, pero la armonía del universo al contemplarlo se entristece y llora. Y el sangriento poder es con él más sangriento y poderoso cada día.

A todo esto, es a lo que no ha querido ni quiere oponerse la jerarquía eclesiástica de nuestra época, con sus pontífices a la cabeza. De tal modo que estos tiempos han abandonado el espíritu cristiano, y con dicha renuncia la cultura dominante, el pensamiento débil, desertor de toda verdad última y definitiva, ajeno a todo concepto de certeza y de totalidad, no ha tenido oposición en su empeño de desacreditar las grandes palabras, mostrando su despecho por las promesas de Cristo, al que han vuelto a crucificar de nuevo con premeditación y alevosía.

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Así, el resentimiento histórico de los Poderes Oscuros, enemigos de la humanidad, ha podido fraguar ahora bajo las garras de su dominio opresivo, y lo ha hecho como los cazadores furtivos, a hurtadillas, disfrazado de propuestas engañosas de liberación y fraternidad universales. «El fin de la historia», al menos como la hemos conocido hasta ahora es la pretensión de los nuevos demiurgos. Porque para ellos, todo lo que no sea contar, medir y ampliar la bolsa son milongas, cánticos a la alborada. Y necesitan esclavos y tontos útiles para el objetivo.

La aceptación, pues, de la democracia liberal capitalsocialista como ídolo irrefutable a quien se debe adorar sin excusa, salvo pena de ostracismo o muerte, es cierto que ha conducido al desenmascaramiento de los turbios cofrades y al descrédito de sus tramposas agendas. Pero los potentados financieros internacionales y sus esbirros políticos y mediáticos aún pueden mantener en pie el escenario de la nueva farsa, con sus sectas, cofradías y hermandades intactas, de momento.

La astucia de la Iglesia se cifra en aliarse con ellos o ponerse de lado, desprotegiendo a sus correligionarios, como siempre lo ha hecho en circunstancias similares, y esperar a que amaine el temporal, para ver cómo queda el proscenio después de la tormenta. Con ello demuestra que, en momentos puntuales de la historia, es incapaz para enfrentarse al Mal, además de su ausencia de espíritu martirial. Lo cual poco importa a quienes priorizan los goces temporales a los bienes espirituales.

Toda época, es cierto, fuerza una servidumbre y retrata a las instituciones y a los individuos. Mas llegará el momento, amparadas por los impulsos de la tradición y del tiempo, en que surjan desnudas y brillantes la espada y la voz del héroe y del creador magnánimos que supieron, como los profetas antiguos, traducir en canto y acción salvíficos el encuentro con su entorno, transformando el espanto de los hombres en esperanza y futuro libre. En tiempos como los actuales, regidos por insidiosos y capciosos, colmados de asechanzas, de mentira y de miedo, la verdad y la libertad constituyen el magma de la religión necesaria, venidera. Y con su luz esta religión iluminará y desarrollará el porvenir. Combate, esperanza y fe, ese es el camino.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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