21/04/2025 23:05

Tal vez mi antipatía por Mario Vargas Llosa comenzó el día en que su venerada pichula lo arrastró  hasta el espejismo dorado que fue Isabel Preysler. Abandonó a Patricia Llosa —la mujer que lo acompañó durante medio siglo de almuerzos tibios y manuscritos a medio corregir— por una reina del papel cuché, y al hacerlo, se permitió la grosería suprema: declarar que no había conocido el amor hasta tropezarse con la Preysler.

El mundo que aplaudía a Vargas Llosa en su juventud era otro. Una época en la que la pichula era poco menos que un cetro sagrado. El portador del falo era emperador por defecto, y sus desvaríos carnales se interpretaban como una consecuencia de la naturaleza masculina. La infidelidad era cosa de hombres, y la dignidad femenina un accesorio descartable. Las mujeres eran educadas en la resignación y los hombres en la impunidad. El varón infiel no era un traidor, era un bon vivant, y mientras más mujeres desfilaban por su cama, más se le aplaudía en las sobremesas. Todo, claro, en nombre de la pichula.

Que Vargas Llosa haya sido infiel no escandaliza a nadie en estos tiempos. Pero el comentario aquel —»nunca conocí el amor hasta Isabel»— no fue de enamorado, fue de traidor emocional, de narcisista que necesita justificar la estampida de su ego. Con una frase sepultó la imagen de caballero que tanto había cultivado. Hay cosas que un hombre decente no dice, ni ebrio ni enamorado. Esa fue la frase de su decadencia: un canto de cisne con autotune.

Llega un momento en que la vejez se vuelve un espejo implacable. Cincuenta años de matrimonio deben parecer, a ciertas alturas, una larga siesta sin sueños. Entonces aparece el último tren —el más brillante, el más lujoso, el Orient Express para ser exactos— y el octogenario ilustre se sube sin mirar atrás, sin considerar a quién deja en el andén, seguramente pensando que Preysler sería su última gran novela de amor,  que moriría entre sábanas de mil hilos pagadas por el ¡Hola! Pero ese amor que Mario proclamó tan groseramente, en realidad, tiene poco de amor y mucho de ilusión tardía. Es un fenómeno psicológico reconocible: hombres que, al envejecer, sienten la urgencia de reafirmar su virilidad, su valía, su capacidad de ser deseados. No buscan amor, sino espejo. La pareja no es una compañera: es una pantalla que devuelve una imagen joven, admirada, aún viva. No es el amor lo que se busca, sino el reflejo idealizado de uno mismo. Es una forma de narcisismo crepuscular disfrazada de pasión. Y cuando ese espejismo se resquebraja, cuando el deseo ya no alcanza para justificar el salto al vacío, ese amor, ese supuesto «amor verdadero», se deshace como la bruma cuando sale el sol.

Apenas saber que Mario Vargas Llosa había muerto, Isabel Preysler, que siempre ha sido la musa de porcelana y la emperatriz del silencio, que ha compuesto sobre sí misma un aria sublime sin una nota fuera de tono, se retira. No escapa, pero hace mutis por el foro con esa intuición de reina sin trono que sabe cuándo dejar la sala antes de que el público comience a inquietarse sobre sus sillas para lanzar sobre ella todo el peso de la culpa.

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Desde una perspectiva psicológica no es descabellado pensar que Isabel, experta en el arte de preservar su imagen, percibió que la figura de Vargas Llosa ya no le aportaba prestigio, sino desgaste. El escritor comenzaba a ser una sombra de sí mismo: gruñón, políticamente incorrecto, torpe frente a las cámaras, y con una vanidad desbocada. Isabel no rompe por escándalo —ella vive del escándalo controlado—. Rompe porque el guion ya no le favorece. Porque su identidad, cuidadosamente construida durante décadas como símbolo de belleza, clase y misterio, empezaba a peligrar al lado de un hombre que confundía senectud con romanticismo barato y arrogancia senil.

En el fondo, Isabel no es la mujer despechada ni la víctima que el público espera. Es estratega. Ella no necesita amor; necesita control. Necesita ser deseada, admirada, respetada. Vargas Llosa, convertido en un autorretrato difuso de sí mismo, ya no encajaba en ese marco. Ella entendió que la historia la escriben los que saben retirarse a tiempo, porque en el mundo del espectáculo, como en el de la política y también en el amor, no gana quien más ama, sino quien mejor cuida el encuadre.

Y en eso Isabel Preysler no tiene rival.

Autor

Yolanda Cabezuelo Arenas
Yolanda Cabezuelo Arenas
Articulista en ÑTV
Colaboradora de Las Nueve Musas, Ars Creatio, y ESdiario
Autora de la novela "La cala de San Antonio"
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