23/01/2025 04:14

Con la excusa de superar la guerra civil y de estrechar los vínculos entre el pueblo y los ejércitos, en mayo de 1978, en plena efervescencia de la transición democrática, se creó el denominado Día de las Fuerzas Armadas. Para justificar ambos objetivos, la propaganda disolvente manejó el uso de argumentos anecdóticos, como por ejemplo que las ocupaciones de los soldados que realizaban el servicio militar consistían en pintar la casa de su coronel, arreglar los grifos o construirle los muebles, aparte de que no pocas veces eran abofeteados en posición de firmes o insultados y vejados innecesaria e ilegalmente.

O que nadie, dentro de la cadena de mando jerárquica, se esforzara en ejercer su autoridad para separar de sus funciones a algún oficial superior que cursara órdenes controvertidas por escrito para autorizar incluso el empleo de las armas de fuego individuales. Se solicitaba la atención de los ciudadanos, recordándoles que eran ellos quienes sufragaban de su bolsillo el sostenimiento de la institución militar que les defendía de enemigos imprecisos, en cuyos mandos pervivía el recuerdo y la nostalgia franquista, con olvido de los usos y prácticas debidas a la actualidad democrática.

Se subrayaba la crisis del servicio militar, los problemas internos del Ejército (accidentes, muertes, huelga de aviadores, etc.) y el lamentable espectáculo del ascenso de varios oficiales implicados en el golpe del 23-F. Se subrayaba, en fin, los oscurantismos y turbiedades del secreto militar, del corporativismo de los oficiales, de la derogación de los derechos humanos del soldado en filas, de la cultura despreciativa y abusiva del inferior, caricaturizando la versión barriobajera y sexista del comportamiento del soldado, la degradación cuartelera de la convivencia que explicarían, entre otras razones, el alto índice de conflictividad, drogadicción y suicidios en el Ejército.

De este modo, sin defensores que se opusieran a este relato, consiguieron hacer aceptable en la opinión pública la transformación de las FF. AA en oenegés o lóbis feministas, como consiguieron de la misma manera enviar a nuestros soldados a guerras ajenas a nuestros intereses, bajo mando extranjero -y, en realidad, enemigo-, alegando que iban en tareas de reconstrucción, dentro de misiones de paz, con disposición dialogante, en aras del buenismo y de un equilibrio global, germen todo ello de una hipócrita e imposible alianza de civilizaciones.

Pero nuestros soldados no iban a regular el tráfico rodado ni a repartir chocolate y leche en las escuelas, entre otras razones porque según la ministra de la cosa, en la reciente catástrofe de la gota fría levantina, justificó la ausencia del ejército con estos mismos argumentos; si bien en este caso, que afecta a la patria propia, sí que los batallones deben acudir en ayuda de calamidades semejantes, independientemente de que sean específicas de otro tipo de organizaciones que, por cierto, tampoco acudieron en amparo de las víctimas. Pero no, en los cometidos de nuestras FF. AA en suelo extraño, los movilizados no iban ni van de guardias urbanos, sino a unas difíciles guerras, y se les metía y mete en arduos conflictos o en las madrigueras de peligrosos terroristas. Y, lógicamente, mueren, no por un constipado, sino por el fuego enemigo.

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Pero la conocida frase de que a España «no la iba a conocer ni la madre que la parió» necesitaba para su confirmación la transformación del Estado, en general, y la de sus instituciones, en particular. Y era prioritario amaestrar al Ejército por ser una de las primordiales. Y así, mediante unos políticos corruptos y traidores a la patria, se fueron enmascarando poco a poco los cambios internos precisos, como se fueron encubriendo unas situaciones de guerra con la apariencia de una operación pastoral. Y los españoles libres pueden lamentarse hoy con razón del ejército bardaje que ahora padecen, lo mismo que las madres y las abuelas de los soldados muertos en encargos pacíficos lamentaron y lamentan la muerte de sus hijos y nietos entre sollozos.

 Porque los delincuentes, en su inadmisible impunidad, se han cargado instituciones y vidas y, para mayor escarnio de la justicia, les ha salido y les está saliendo gratis. En nombre todo ello de la democracia y de la paz, conceptos que en su boca resultan diabólicos, pero cuya perfidia se oculta siempre disfrazando la verdad con lenguajes inclusivos, expresiones falaces que pretenden engañar a los ciudadanos. El caso es que los militares, sobornados en su mayoría los de altas gradaciones, sobre todo, mediante diversas sinecuras y chantajes, no constituyen ya unas fuerzas armadas genuinas, capaces de llevar la iniciativa, algo que, hasta la fecha, siempre ha resultado frustrante para un guerrero de verdad. Y el caso, además, es que muchos soldados que acudieron a la paz extranjera, ahora duermen la paz eterna en el camposanto donde les lloran sus familiares y amigos.

El problema, resumiéndolo para el que lo quiera ver, es que la gente responsable de administrar los asuntos patrios durante la Transición, nunca ha mirado por el bien de España y de sus ciudadanos, sino por su demolición y ruina, gracias a la cual se apropian y benefician de un Estado desprestigiado, sin esencia. Y como resultado de ello se muestran prósperos, cobran sustanciosas gabelas y pueden pasearse ufanos y orondos por foros internacionales, halagados y lucrados por nuestros enemigos.

La cuestión es que, con ellos al mando, ni tendremos patria ni tendremos libertad ni tendremos vida, porque les preocupa más el relato que la realidad; les inquieta más que los ciudadanos perciban los acontecimientos adversos y perjudiciales como algo extraño que nunca ocurre o, si ocurre, no nos incumbe. De este modo, cada vez que un enemigo extranjero nos humilla, o cada vez que ha muerto y muere un militar español, en La Moncloa tratan de ocultarlo o hacen filigranas lingüísticas para que el suceso parezca un error del azar o una conspiración de los opositores ideológicos.

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El caso es que nos han dejado sin ejército. O peor aún: tenemos un ejército aliado con los enemigos de la patria, que consiente el saqueo de ésta y el del pueblo y que sirve de botín de los enemigos. Y, así, indefensos, nos han metido en una guerra, que es de lo que se trataba. Una guerra interior y otra exterior. Y ambas se están cobrando vidas españolas, mientras los desleales florecen. A esos batallones españoles domesticados, a los que según las reales ordenanzas compete el «alto honor de servir a la patria con las armas», tanto estas ideas como la situación parecen traerle al pairo. Y hoy son sólo sonoras palabras que ocultan una vergonzosa sordidez. Pero, aunque lo nieguen, estamos en guerra; una guerra dura y difícil para los espíritus libres, que hay que resolver.

España y los españoles -al menos los españoles de bien- necesitan protegerse. Y si la patria tuviera voz, sin duda recordaría las palabras de Lope de Vega en El alcalde de Zalamea: «El que es de veras soldado también es de veras bueno». Y manifestaría a sus supuestos guerreros: «¿Qué?, hijos míos, ¿me abandonaréis en este amargo trance? ¿Consentiréis que se os tilde de llevar más oropeles y medallas en vuestros uniformes, más comisiones en vuestros bolsillos, más prebendas en vuestras personas, que valor y virtud en vuestros corazones? ¿Os gusta que la historia os recuerde como soldados de día de fiesta, o como meros secuaces de unos renegados?».

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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