15/11/2024 03:45

Tras el freudomarxismo y, más acá, tras el Mayo del 68, una tropa de leninistas revenidos y de liberales totalitarios autoproclamados demócratas, se dedicaron, financiados por el proyecto que los nuevos demiurgos, acogidos al club de Bilderberg y a otros foros similares, habían pergeñado para cambiar el mundo, a promover la estupidez mediante un activismo intelectual a la violeta, siempre asentado en la consiguiente estrategia propagandística y legislativa de los medios e instituciones corruptibles, para condicionar las conductas sociales, idiotizando la manera de actuar y la manera de hablar.

Desde la pasada década de los sesenta, numerosos universitarios jugaron a ser material humano a disposición del movimiento capital-comunista. Jóvenes mayoritariamente burgueses que se tomaban el marxismo, y posteriormente la socialdemocracia o el liberalismo, como una aventura reivindicativa y democrática, algo que justificaba la comodidad económica y social en que se desenvolvía su vida.

Ni tenían madera de héroes, ni tenían nostalgia por la acción, ni siquiera inquietudes solidarias. Mera pose. Nada de lucha, nada de peligro. Nada. Pequeños burgueses avergonzados de ser burgueses, que salvo excepciones nunca convivieron con los supuestos problemas del proletariado ni aceptaron el destino de los obreros, una clase social que ya por entonces tendía a desaparecer.

Pero, luego, algunos de ellos, acogidos al paraguas de la plutocracia transformadora, descubrieron el camino de la política. Una profesión provechosa que, dando poco trabajo, producía beneficios sociales y económicos abundantes. Si la aventura hubiera seguido otro camino similar, estos jóvenes se hubieran mostrado indecisos en la elección, sólo pendientes de por dónde soplaba el viento corredor, qué sendero era el del éxito y el del beneficio para recorrerlo.

Fue una generación que verbalmente apelaba al diálogo, a la solidaridad, al sacrificio y a la libertad sin estar en posesión de tales cualidades y a la cual han sucedido desde entonces otras generaciones tan oportunistas como diletantes, y tan prendadas del rencor hacia la humanidad y hacia la vida como la originaria. Y así, amparadas en la poderosa estructura liberal-marxista, tan adaptable a lo contingente como la de la Iglesia, es decir, tan superviviente, sus integrantes se saben impunes, esto es, poderosos.

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La filosofía de estos arribistas tiznados de intelectualidad consiste en ser los cachorros del Gran Poder. Ellos conocen bien las fronteras de su impostado cartesianismo, la falacia de esa razón desnaturalizadora tan venerada, y dado que las agendas de las que son ejecutores precisan de pasos bien medidos y coordinados, los obstáculos para su seguridad y pervivencia, empeñados como están en idolatrar a la razón tiñéndola de relativismo y demagogia, se hallan en la propia actitud desmedida.

Se trata, pues, de no despertar al populacho, no sobrepasando no sólo los límites de la corrección y del buenismo, sino sobre todo no excediendo sin suficiente cobertura la brutalidad de sus crímenes y engaños. No extralimitándose, por ejemplo, sin la debida protección mediática e institucional, en la creación de desastres artificiales. O también manteniéndose alerta ante la siempre inextricable naturaleza, capaz de emplear su fuerza de modo súbito, alterando con ello las mediciones y ordenanzas de los calendarios, y capacitando instintivamente a las muchedumbres para movilizarse y rebelarse contra éstos.

Tanto a los «putos amos» como a sus jefes y protectores, psicópatas todos ellos, esto es, crueles y amorales, les mueve la codicia, el egotismo, la voluntad de poder y las ventajas que éste genera, y en función de esos vicios y de esos intereses llevan décadas implantando la estructura bélica, sociopolítica, financiera, geofísica, comercial y ecológica adecuadas. Y en todos estos sucesos, como ahora con el genocidio de la Gota Fría, el «tempo» de la tragedia se va acelerando, y sus notas se van haciendo más graves, letales para la supervivencia de una clase media antaño vigorosa y digna y, en definitiva, para la conservación de una sociedad libre y con derecho a la vida, a la que también pretenden arrebatar el agua en beneficio propio.

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Frente a esta lacra de parásitos, corruptos, corruptores y meretrices que atiborran el Estado y pululan por la «corte», España debe desprenderse urgentísimamente de la costra hedonista y abúlica con la que ha llegado hasta aquí y recobrar su ADN, es decir, su esencia y su pasado, para disponer así de su presente y, sobre todo, de su futuro. España necesita desaferrarse de todos los trapaceros y traidores que en sonando la alarma no encuentran agujero donde meterse, y juzgarlos y encarcelarlos como merecen sus vandalismos.

Y tras verlos bajo la espada de la justicia, con las espaldas bien decoradas con latigazos y con el fruto de sus saqueos reintegrados a la bolsa común, España debe volver a amar su historia, su lengua, sus tierras y sus costumbres, así como a la nutrida estirpe de hijos ilustres que la han ennoblecido. España, en fin, debe recobrar la prudencia y amarse a sí misma. Y los españoles de bien tienen ante sí una emocionante y bella aventura hasta lograrlo. El inmenso espanto causado por el genocidio de la Gota Fría, que ha servido para desenmascarar por enésima vez a los «putos amos» y a sus padrinos y mentores, ofrece una nueva oportunidad. ¿Se aprovechará?

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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