No hay que darle muchas vueltas. Trump concebido por sus adversarios como el mal reencarnado en humano, la bestia del apocalipsis, no ha ganado las elecciones de 2024 porque sus adeptos sean tan malos como él o peores. Visión simplista, infantil, para alimentar a una población inane y progre que no está habituada a utilizar el ‘sentido común’.
La población se ha convertido en un recurso biótico para la política. Esto es básico. Y esa concepción ensombrece cualquier análisis que no tenga en cuenta las nuevas convulsiones que condicionan los fenómenos individuales y colectivos, locales y mundiales, a los que asistimos pero también a las formas de su interpretación. Todas las expresiones del universo analítico humano quedan determinadas por ese hecho.
Cuando la población era una masa informe de sufrimiento y desesperación, y estaba organizada por agrupaciones políticas, sindicales o religiosas, era preciso la existencia de un líder que encabezara sus aspiraciones. Las masas organizadas sirvieron para cualquier finalidad política: para tomar el Palacio de Invierno, para una revolución nacional o para alcanzar el perdón y la salvación de Dios.
Eran unas masas estultas pero había un pastor o un líder que sabía, perfectamente, a dónde conducirlas, cómo seducirlas y qué hacer con ellas. Los primeros medios de comunicación (la prensa primero y la radio después), sirvieron para estructurar esas multitudes sin nombre y que se ordenaban por imantación ante la voz del líder.
Ciertos saberes se han interrogado a lo largo de las últimas décadas sobre cómo explicar o justificar la existencia de líderes políticos, sin irnos más lejos en la cronología histórica, durante la primera mitad del siglo XX. Y toda su producción teórica se limita en formular un análisis al revés: no son los líderes los que han condicionado a las masas.
En efecto, son las masas quienes han parido a los líderes porque éstos son epifenómenos de las masas organizadas y éstas se han podido organizar no tanto porque hubiera un pegamento milagroso o material (el hambre, las sevicias del poder, etcétera) que las cohesionara sino porque los medios de comunicación facilitaban la goma arábiga que obraba el resultado: un líder como epítome de las masas. El líder, sin duda, fue una consecuencia del estado de las técnicas de los medios de comunicación de masas.
Ahora estamos ante otra situación radicalmente distinta. La población se ha convertido en recurso biótico y ha dejado de ser un fin para convertirse en un medio de los fenómenos que antes confluían en ella como su justificación colectiva.
No vendrá ningún líder que salve a una población porque no aspira a tener ni las virtudes ni los atributos del Hombre Nuevo que inventó la Ilustración. Precisamente lo que tenemos que debatir sería esto: desentrañar cómo y por qué la población (convertida en demanda, en votante, en enfermo, en creyente, en educando, en reproductor sexual, en soldado, en espectador, etcétera) ya no aspira a otra cosa que no sea desaparecer de la dinámica de las dualidades: dejar de formar parte de la ecuación dual que define el funcionamiento ordinario del mundo para transformarse en un elemento neutro.
Debemos ser conscientes de que el Hombre Viejo (tradicional) y el Hombre Nuevo (Ilustrado) ya no representan más que una dualidad inexistente. Una fantástica mistificación inventada por la doctrina política decimonónica. Y toda la efervescencia que contemplamos no es tanto el choque entre las viejas y las nuevas concepciones sino, más bien, cómo explicarnos la desaparición radical y absoluta de toda perspectiva sobre el hombre que se base como ente biológico determinado por sus condiciones de naturaleza.
Ahora, al parecer, tenemos al hombre sintético definido por lo digital que constituyen las condiciones de su nueva naturaleza. ¿Y dónde quedan sus instintos, sus pasiones, sus emociones, ese piélago maravilloso de imponderables en cuya virtud es derrotado y le empuja a levantarse de nuevo sin cesar como un Sísifo moderno?
La versión tradicional del hombre invocaba su sometimiento a Dios (a sus textos sagrados y a sus iglesias). Y la nueva versión del hombre, ya sin referencias interiores ni exteriores, no es más que la permanente obligación de ser él mismo su único auto referente (eso del auto percibimiento como fórmula sintética de definición de su condición del ser, despreciando las servidumbres y limitaciones de la naturaleza humana).
Desgraciadamente esas dos versiones, con sus distintas formas de manifestación del hombre, son falsas por coyunturales y nos remiten a un problema mucho más radical: la inexistencia de opciones distintas sobre el hombre ante un universo regido por lo digital donde el hombre desaparece en el sujeto y es absorbido por la máquina …
No vendrán nuevos líderes que salven al mundo. ¿Estamos condenados? No, porque no son necesarios nuevos líderes ni para salvar el mundo ni para transformarlo. Nos encontramos ante una situación completamente inédita de parálisis extrema: ya no hay ni líderes ni ideas que regeneren las esperanzas marchitas sobre el hombre, sea un hombre viejo o un hombre nuevo.
El triunfo de Trump no es la victoria sobre el mal sino sobre ideas precarias respecto del hombre viejo que están en el límite de la indigencia. Los medios de comunicación contrarios a Trump, como en el caso de Sánchez, se prodigan en adjetivos injuriosos y en improperios sin fin sobre Trump (vale cualquier cosa) y sus escritos se parecen más a libelos rancios que a dosis concentradas de análisis. Son como nubes que impiden el sol.
No es ese el problema ni el motivo, que pienso, ha llevado a Trump a la presidencia. Su ascenso se debe a su pretensión de que los valores cristianos tradicionales y conservadores sean elevados a la única categoría humana suprema. Es decir, Trump representa la resistencia desesperada para evitar que desaparezca el hombre viejo, tradicional, sus valores y sus bases materiales, sobre la faz de la tierra frente al relativismo salvaje, radical de Biden/Harris y de los demócratas, en general, con su hombre nuevo.
Y aquí estamos. Desde hace al menos cincuenta años la contradicción principal que agita las poblaciones de occidente radica en el conflicto entre los valores conservadores o pre ilustrados (la religión, la familia, la vida sana, la solidaridad …) y los valores post ilustrados (el baldón religioso, la anamorfosis de la familia, la vida de excesos y tóxica, el individualismo, la autopercepción como centro de la definición de ser …).
Pero estamos más allá de un mero choque analógico entre valores conservadores y progresistas sobre la concepción del hombre. Se trata, pese a todo, del desenlace de un conflicto analógico. Estamos en una situación de tránsito donde la versión post-ilustrada del hombre nuevo se constituye en la antesala de lo digital (ya no digo del ‘hombre’ digital porque en ese orden ya no existirán hombres).
La propia textura de esa imponente deriva operativa hacia lo digital, leitmotiv contra la que choca Trump (incluso como prolongación de su conflicto con la versión progresista de los demócratas), impide que surjan nuevos líderes por varios motivos:
1.- Las matrices de uniformidad de las poblaciones no proceden de los relatos metafísicos;
2.- El universo digital ni produce ni expele ‘ideologías de cohesión’ sino conexiones o ‘enlaces digitales’ para el tránsito de la información (se emite, se recibe, se produce y se acumula);
3.- Al no circular ‘ideas’ por las redes digitales (lo que circulan son flujos de ‘información’) queda impedido que puedan aparecer líderes;
4.- Lo digital representa una concepción total y completa de la existencia que abarca desde el principio al fin de las condiciones del individuo y que se instala, en términos absolutos, en todos los intersticios del sujeto.
La premisa es, pues, la siguiente: en un mundo sin ideas, sin duda, es imposible que se erijan nuevos líderes. ¿Y Trump no es un nuevo líder? No. Porque Trump carece de ideas nuevas más allá representar una oposición, una resistencia tenaz a la versión del hombre nuevo (progresista). No defiende nuevas ideas que no sean una estricta remisión al hombre viejo. Un líder sin ideas no es un líder sino un eunuco político.
Ciertamente, ya no estamos analizando a masas inanes sino a poblaciones convertidas en recurso biótico, poblaciones devastadas por los fenómenos digitales, atomizadas, desgarradas, filtradas por una quiebra irreversible en que cada uno se cree y se piensa como su propio dios menor. La parusía digital.
La pregunta desde nuestra atalaya: ¿ qué hacer ante un mundo analógico que entra en fase de extinción? Sí, no se equivoca, la réplica se llama, en política y en EE.UU., Ronald Trump. Bien. ¿Y después? Nada.
Otra cosa es la efectividad de Trump y de sus seguidores para impedir aquello que nos viene como un cataclismo: el infinito encadenamiento a los bits y a la conversión definitivo del humano como siervo de la máquina. Digámoslo sin tapujos: la desaparición del Hombre.
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¿No le queda ya tiempo al reciente ganador de iniciar la última batalla contra la Máquina? ¿Es invencible? Entonces asistamos a la imparable parusía digital