A pocos kilómetros de Ávila. A la vera de Solosancho, en su anejo de Villaviciosa existe un castillo de cuyo edificio original sólo quedan sus muros principales, aunque las sucesivas reconstrucciones llevadas a término por los renovados propietarios, aspiren a darle un aire remozado y funcional.
El barranco que le enmarca, los grajos y los cuervos que en sus piedras habitan, los dos burros que pastan las hierbas que a sus paredes circundan; todo el castillo, en fin, emana soledad y olvido.
Ni las mansiones modernas que sus actuales dueños han edificado en lo que su patio de armas fuera, convirtiendo la fortaleza en lujoso hotel, han podido borrar la presencia del silencio.
Silencio, soledad y olvido son los protagonistas de la obra dramática que en el seno del castillo de Villaviciosa, hace cinco siglos, se representa.
Allí, cuando a Granada le quedaban pocos meses de morería, cuando la nación española pugnaba por renacer en la Historia pletórica y unida, vivía tan solo una simpar doncella. Beatriz era su nombre. Unas dueñas y unos fieles palpitaban junto a ella en la fortaleza. Su madre muerta. Su padre, don Tello, en la guerra a las puertas de Granada, donde la castellana cristiandad, tejiendo la historia, consumía sus hombres.
Aire granadino respiró don Tello por última vez, antes de que una flecha sarracena encontrara en su pecho cobijo.
El purísimo espacio, la recoleta fortaleza, el anárquico revolotear de las palomas con las que Beatriz solía jugar; todo quedó como paralizado, oscuro, quieto y frio, cuando un jinete, habiendo penetrado los portones del castillo de Villaviciosa anunció la muerte de don Tello.
Pocos instantes permaneció el jinete ante Beatriz. De poco tiempo dispuso en amor para hacer presa en ambos.
Descansada la cabalgadura, repuestas las fuerzas del caballero, su imagen se perdió camino de Menga, con su meta en Granada.
El dolor por la fúnebre noticia y el amor por el mensajero pugnaron en el corazón de Beatriz. Y el segundo logró la primacía.
Recuerdo, pasión y sentimiento se aliaron en el alma del caballero, consiguiendo que en sus adentros surgiera el amoroso sentimiento más profundo e intenso que la imaginación humana pueda haber concebido.
Habían pasado nueve semanas. Y a las puertas del castillo, a voces, alguien anunciaba que, desde Granada, era portador de una misiva. Una carta del amante caballero llegaba a las manos de Beatriz. Una carta en la que las temblorosas letras escritas denotaban la agonía de su autor, una carta en la que junto con la declaración amorosa se incluía la despedida hasta la eternidad. El caballero había sido mortalmente herido en la guerra de Granada y antes de morir había escrito en aquellas líneas que ahora leía su amada: “Muero doña Beatriz no por tantas heridas, como por el dolor de no volveros a ver”.
Un suceso grande se produjo, según la leyenda cuenta. Leída la carta, a Beatriz le abandonó su alma. Y dicen que, de su pecho, en forma de paloma llameante salió su corazón, el cual voló hasta los lugares que la existencia no conoce, yendo tras él las palomas con las que Beatriz jugaba, junto con el amor que inundaba su espíritu, la ilusión que en su interior habitaba y la amenidad de la fortaleza toda, quedando en ella únicamente la soledad, el silencio y el frio.
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