Jesús Aguilar Marina y la impronta de la Poesía Universal
La poesía de Jesús Aguilar Marina, asiduo colaborador de ÑTV España, debiera ser un referente no sólo de su generación, también de la actual lírica española. El que no lo haya sido se debe a su trayectoria poética, ajena a cualquier interés por alcanzar el escalafón poético, es decir, ajena a todo oficialismo y a toda influencia o relación editorial, grupal, tertuliana o política, circunstancias éstas que le han condenado a ser ignorado por la crítica al uso, casi siempre dependiente de intereses ajenos al fenómeno puramente literario.
Desde sus comienzos, allá por la década de los 70, su práctica poética ha ido al hilo de los más firmes postulados humanistas y cívicos, expuestos siempre con convicción y brillantez. Ha sido la suya una escritura en continua progresión, acreditada por los quince libros editados hasta ahora, doce de ellos refrendados por premios de alcance internacional.
Si, como suele opinarse, el trabajo de un poeta se mide por la sensibilidad y la trascendencia de su obra lírica, la suya ha sido depurada, significativa e incesante. El sentido ético de su canto, siempre preocupado por las circunstancias que rodean al ser humano y siempre comprometido con el entorno histórico, se hace a menudo oración o visión y se impregna de intimidad, angustia existencial e idealismo.
A partir del fundamento humanista y cívico, JAM, sin renunciar nunca al fulgor de las imágenes ni a la musicalidad del ritmo, ha tratado de reincorporar a la poesía su multiplicidad de registros, diversidad que las últimas generaciones líricas han ido paulatinamente abandonando, de manera que en sus poemas nos encontramos tanto los acentos figurativos, sociales, historicistas, existenciales o de la experiencia, como los simbolistas los románticos o los clásicos.
Ahora, en concreto, tengo ante mí su último libro de poemas titulado Danzas de sombras. Lo publica la editorial cántabra «El Desvelo», en una muy cuidada edición, y con él Jesús Aguilar Marina obtuvo el premio Rubén Darío-Ciudad de Palma del pasado año, uno de los certámenes poéticos de ámbito internacional más prestigiosos. Creemos que en Danzas de sombras se conjugan historia e imaginación, sucesos reales con episodios verosímiles. Una auténtica fórmula de poesía dramática, brotada al calor de la teoría lírica realista e imaginativa que JAM defiende en su poemario con elocuente lenguaje. El poeta reflexivo y hondo que es el autor, trasparece en este poemario en el que se dan peripecias que bordean o caen de lleno en lo escénico, con preocupaciones o crónicas de la mejor estirpe literaria y un modo de poetizar a veces clásico, natural y sencillo y a veces visionario y romántico, propio todo ello de una ostensible madurez espiritual o intelectual.
Aprovechando la eventualidad de esta reciente publicación, hemos hablado con el autor para que nos ofrezca alguna de sus ideas, nos desvele sus intenciones y nos informe acerca del libro en particular y de su obra y recorrido poético en general.
ÑTV-¿Qué es Danzas de sombras y qué va a encontrar el lector en este libro y en el conjunto de su poesía?
JAM-Los hechos esenciales, en efecto, son puramente imaginarios, pero muy a menudo se apoyan en algún episodio histórico o algún personaje real. Asocian historia y fantasía, afiliando una acción poético-novelesca (narrativa) en un cuadro de realidad histórica en la que personajes ilusorios (legendarios o apócrifos) y verídicos (históricos o literarios) entretejen la acción poemática y conviven y participan por igual en ambas acciones: la histórica y la fantástica o poética.
De este modo, Danzas de sombras viene a ser una crónica sobre la humanidad, ordenada cronológicamente y narrada por dichos sujetos poéticos, cuyos monólogos dramáticos inscriben estampas históricas o expresan experiencias, decepciones, sueños o perplejidades, sean éstas anímicas, amorosas o sociales. En algunos casos, los protagonistas son personajes máscara, de los que me valgo para exponer mi propio punto de vista respecto a la fugacidad de las cosas y los seres, a la impotencia ante la fuerza del destino y a su insignificancia frente a la grandeza de la Creación.
El libro está dividido en dos partes, que delimitan dos épocas y dos estilos, la época antigua, oriental y clásica, y la romántica que acoge desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Basándome en dichas preocupaciones (clásica y romántica) que informan y dan coherencia al conjunto de poemas, intento, mediante tal repertorio de figuras y sucesos, trazar un mundo inspirado en la melancolía del sentimiento y en la mágica sugestión de las palabras y de las imágenes. En el hechizo que hace de lo insólito, de lo fantástico y de lo maravilloso, tanto como de la moderación y de la entereza, lugares literarios deseables.
Se trata de reproducir, en suma, la serenidad fatalista de los pueblos antiguos ante el infortunio individual y colectivo, por un lado; y por otro, el descontento romántico, representado, por ejemplo, en los poemas de Byron y Shelley, ese desengaño de la vida que lleva a buscar un refugio en la estética de lo fúnebre. Amor, fugacidad y muerte, magia y misterio, pasado y presente, en definitiva. Ámbitos exóticos o reconocibles, escenarios ideales para que acontezca lo pintoresco y lo cotidiano. Seres familiares o sobrenaturales, evocaciones y estampas arcaicas y vigentes nacidas del rechazo a la vulgaridad del presente. Y siempre mostrando la soledad del hombre enfrentado a su destino, la errante soledad, la desolación vital. Más las ascuas correspondientes de perplejidad, de rebeldía y de descontento, y la presencia de la inevitable contienda entre los rescoldos luciferinos y la fe en la providencia.
Aunque no pocos de estos poemas parecen delatar al hombre de libros, no es esa la intención. He procurado atenderlos en su contenido y en su forma para que sean, ante todo, reveladores de una poesía intimista, visionaria e imaginativa. Procuro conseguir textos emotivos y de una atrayente, mejor que amena, sensibilidad y delicadeza. El culturalismo existe, pero es un culturalismo que pone el foco en el profundo conocimiento del alma humana, no en la corteza libresca.
Esto en cuanto a Danzas de sombras. Respecto a mi poesía en general, puedo añadir que está escrita con el convencimiento de la insignificancia del individuo frente a la inmensidad de «lo otro»., frente al enigma del mundo. Es una poesía concebida como una manera de indagar en la «naturaleza herida» del hombre. En ella, pues, la presencia del ser humano se halla omnipresente y, con él, su constante movimiento de búsqueda y de huida, de amor y de rechazo, siempre al acecho de la felicidad inalcanzable. Es la lucha eterna entre la realidad y el deseo. También encontramos una inclinación hacia lo extraño o, al menos, hacia lo dolorosamente paradójico, hacia lo problemático y absurdo de la existencia. Una existencia que no se plantea sólo como una disyuntiva vida-muerte, sino como una amalgama que agrupa a ambas con el horror y la alegría en una sola realidad indivisible. Un mundo poético en el que mito y existencia se conjugan, en el que se inmiscuyen tanto los ideales como los conflictos; conceptos idealizados y conceptos escrutadores de la realidad, es decir, existenciales.
Una realidad, por consiguiente, perfeccionada mediante el sentido de la trascendencia, elevaciones del espíritu hacia realidades sobrenaturales, porque la intención de fondo de mi obra es moral. En esa magnitud se mezclan sentimiento, conocimiento, categorías visionarias y contextura metafórica, y lo hacen a través de un lirismo que aspira a ser poderoso y que entraña melancolía. Porque es inevitable que la nostalgia nazca, como hemos dicho, del brusco contraste entre lo ideal y lo real, del abismo insalvable que se abre entre las aspiraciones del alma y las concesiones de la vida. Y que se proyecta, por ejemplo, sobre el paisaje, o contemplando las ruinas de fenecidas grandezas que sugieren añorantes comparaciones con la miseria del presente. O mediante la perpetuidad del amor recompensado o la brevedad del amor esquivo. O a través del tema del tiempo que declina, de la fugacidad de los seres y las cosas, de la constante presencia de la muerte. Una poesía, en suma, que nos habla de una eternidad hecha de caducidades.
ÑTV-¿Qué influencias admite en su obra?
JAM-Creo que las diversas influencias están en mi obra asimiladas de tal modo, tan profundamente absorbidas y reconstruidas, que la transformación sufrida equivale a una creación propia. Dicho lo cual, soy un devoto de la cultura clásica: los escritores griegos y latinos, (Hesíodo, Homero, Píndaro, Platón, Lucrecio, Propercio, Horacio, Persio, Séneca…) y los de nuestro Siglo de Oro (Mateo Alemán, Cervantes, Quevedo…) sin olvidarme de Jorge Manrique ni de Ausiàs March, ni del francés Montaigne, ni, por supuesto, de Shakespeare. Luego están las literaturas orientales, china, persa y árabe, sobre todo. Por ejemplo, Omar Khayyam, pensador tan pesimista como Schopenhauer, obsesionado por la indigencia de la condición humana, cuyo pensamiento se concentra en tres problemas principales: la relatividad del conocimiento, el destino del hombre y la muerte.
A través de Schopenhauer, uno de mis escritores míticos, y también de Leopardi, me familiaricé con la sensibilidad del pesimismo que en el escritor alemán aparece frecuentemente teñida de pérdida y de caducidad, lejos de la idealización del vitalismo social. También el inglés John Donne refleja en sus creaciones un interminable desasosiego vital. Múltiple y versátil, Donne transcribe en su lírica los vuelcos de un temple anímico inquieto, apasionado, desconcertante. Me veo expresado en su sensibilidad poética, particularmente aguzada por un intelectualismo que no la endureció o resecó, gracias precisamente a su apasionamiento, y si sus poemas son a veces difíciles de descifrar a la primera lectura, es más por la sutileza del razonamiento que por la complicación del lenguaje.
Guardo, así mismo, un especial afecto por los románticos ingleses (Byron, Shelley) y por los poetas alemanes de la última gran época, hasta 1850, (Goethe, Hölderlin, Kleist). Y ya más próximos a nosotros no puedo olvidar al portugués Pessoa, con tanto o más desasosiego vital que Donne, ni omitir mi devoción por Luis Cernuda, un maestro de la Generación del 27. Cernuda es el eslabón español clásico más cercano que nos une a la gran tradición elegíaca, y respecto a mi modo de entender la poesía, coincido con él en el concepto moral del poema, en el rigor moral en general y en la exigencia ética; en la actitud de insociabilidad profunda, existencial, una suerte de desalentado escepticismo, de serena desesperación que lleva al poeta a replegarse indefinidamente tanto en lo humano como en lo ético y en lo literario.
Un desarraigo que, si en Cernuda fue absoluto, en mí aún conserva sus últimos apoyos en la innata religiosidad -no religión- y en la propia dignidad. Pero que, en cualquier caso, la conmovida desolación sí es semejante. Y esta actitud y este énfasis, el desencanto general por el mundo, son los que -al margen de la aptitud- potencia sobre todo la poesía de ambos. Cernuda se creía rechazado por una humanidad necia y banal, la cual, separada de los dioses, despreciaba a su enviado, el poeta. Como desagravio, el poeta sevillano mostraba un profundo y sarcástico desprecio hacia la sociedad burguesa, materialista y de hipócrita catolicismo.
Y de la mano de Cernuda, mi afinidad también con otro elegíaco y moralista, melancólico y solitario, el alicantino Gil-Albert, contemplador y gozador de la naturaleza, cuya poesía encierra, así mismo, una honda meditación sobre el hombre y su destino, sobre la vida, su esplendor y caducidad. Era, a su vez, profundo seguidor de Cernuda, cernudiano él mismo, pero sin la acritud ni el desprecio de éste. Es la suya una poesía en la que la sensibilidad y la inteligencia forman una alianza, en la que se equilibran el fulgor y la serenidad, la sensualidad y la reflexión.
Afinidad la mía, en definitiva, con aquellos autores cuyas obras son siempre perfectas; incluso cuando ya no corresponden a nuestros sentimientos y problemas actuales, porque son creaciones completas, independientes del tiempo. Estas obras me han enseñado a amar la poesía, la creación, la libertad y la justicia; para mí son tan naturales como el aire. Me esfuerzo en aproximarme a estos hermosos modelos y en animar a los demás a que lo intenten, para que lo que escribimos hoy en día y escribiremos durante mucho tiempo pueda crear una forma, un estilo excelso, lo que se dice un clásico, y que en nuestra zozobra no tengamos otro refugio que el de la máxima sinceridad.
Entre esta necesidad de ser sinceros, de entregarnos a la lucha por la belleza y la justicia, y aquella otra necesidad de algunos grupos, la de la manifestación entregada al poder, oscila toda la literatura (toda la creación), no sólo la de nuestra época. Pero, aunque estemos dispuestos a la sinceridad última, hasta la entrega de nosotros mismos, ¿ cómo encontrar el modo de expresarla? Libros aislados, llenos de sabiduría o desesperación, como casi toda la obra de Nietzsche o del propio Cernuda, parecen enseñarnos un camino, pero al final sólo nos enseñan con más claridad la inexistencia de un camino.
ÑTV-¿Qué busca con su literatura, con su poesía? ¿Por qué y para qué escribe?
JAM-Cada escritor, en lo que escribe, retrata su inclinación y su ánimo. Y en mi ánimo está el fervor por la justicia. Y en esa devoción por lo justo va implícita mi defensa del ser humano, de su albedrío, de su naturaleza innata. La gran revolución, la más noble, sería la que lograra aproximarse a esa naturaleza original, congénita. Contradictoriamente, no creo en el hombre, al menos en el hombre-masa, pero intercedo por su arbitrio, por su religiosidad, por su civismo. Abogo por una humanidad redimida, armonizada con la Creación, porque lo que no está en el hombre, lo que en el mundo no está con lo humano no tiene sentido, no está en ninguna parte en el plano de la Historia.
Dicho lo cual, supongo que escribo para compartir esa sed de eternidad que todo ser humano alienta, aun sabiendo que va a morir. Pero, aparte de este afán de trascendencia, mi escritura nace de la insatisfacción producida por la realidad contingente, de la incapacidad para frenar en su caída un mundo forjado por intereses materialistas; de la hostilidad social; del abuso de quienes poseyendo jurisdicción la utilizan en beneficio propio. Escribo, pues, para sobrepasar lo material, y de paso para denunciar a los tramposos que cuantifican y miden, a los que apuestan siempre a la carta más segura y al mando más firme; para rechazar los atropellos del poder y a sus siervos.
ÑTV-¿Cree que ha encontrado su camino como escritor? ¿Qué es según usted un escritor? ¿Cómo se conjugan los términos escritor y sociedad?
JAM-El poeta choca siempre con su entorno, porque todos los tiempos son míseros. El poeta sabe que su única verdad consiste en caminar solo, en permanente búsqueda y diálogo con su propia conciencia; sabe que lo auténtico aspira a lo intemporal. Por eso me he mantenido al margen de la plaza pública, donde todo se compravende, en especial la propia dignidad. Cuando un poeta hace de la poesía, de la escritura, una industria, deja de contar con mi respeto. En España, al dictado de la programática vigente, el canon literario lo establecen, como tantas otras cosas, los medios de comunicación, ese grupo de censores oficializados que reparten certificados de calidad o de idoneidad al amparo de sus atribuciones. Y si no apareces en esos medios no existes. De ahí que los escritores honrados se tengan que conformar irónicamente con su virtud.
A veces el escritor -el creador- es la conciencia de la sociedad y a veces es un bufón, dependiendo de la sociedad y del escritor. Lo peor viene cuando la sociedad toma al escritor-conciencia como bufón, y al escritor-bufón como conciencia. Que es esto último lo que está ocurriendo en nuestra época por culpa de los comederos culturales. Siempre ha sido así, pero especialmente hoy día los escritores de mezquina fama, como dijo alguien cuyo nombre no recuerdo, se han hecho con sus migajas de gloria como se hacía antes el chocolate: a brazo, dando vueltas todo el día. Así, más los correspondientes ejercicios de genuflexión.
El escritor, como todo verdadero intelectual, debe interesarse por la política, pero sólo como ciudadano. En este sentido, debe ser un lobo solitario, un francotirador, siempre ajeno y crítico, incluso opuesto al poder. Porque el poder, ciertamente, corrompe, y una de las labores primordiales del intelectual es la denuncia de la corrupción. Por mi parte, quisiera ser la virtud en lucha contra la tormentosa injusticia. Creo que, en cierto modo, he pagado con el ostracismo crítico mi austero derecho a oponerle a las furias oficialistas un rechazo solitario. La libertad está en la lucha por la libertad, y la justicia en luchar por la justicia, aun a sabiendas de que nunca alcanzaremos plenamente ni la una ni la otra.
Los poetas, los creadores. deben combatir por sus dioses: la verdad, la belleza, el amor y la justicia. La gran venganza de un escritor ante la injusticia es la de seguir escribiendo.
ÑTV-¿Cuál es la situación de la literatura, sobre todo de la poesía en la España actual?
JAM-Lo primero que hay que aclarar es que no hay mundo literario o artístico que no sea una casa de fieras. Lo segundo, que la cultura, en sus menudencias administrativas se halla en manos de las comunidades autónomas, diputaciones y ayuntamientos, con su correspondiente cohorte de ruines y supuestos artistas, literatos, periodistas y demás advenedizos y culturetas varios, organizados en capillitas prontas a manifestarse en cuanto ven peligrar su bocado, o a ir de acá para allá con sus ventajismos y sus cuchicheos. A partir de estas dos puntualizaciones tendremos una aproximada fotografía de la situación.
El caso es que nuestra intrahistoria cultural está configurada, además de por oportunismos, sobre todo por intereses ideológicos que, defendiéndolos con habilidad, garantizan becas y subsistencias múltiples sin sobresaltos. Lo normal es que se pida el carné de partido, pero algunos pueden librarse de ello según qué circunstancias. Los borregos no sólo están entre la masa, también por los pasillos institucionales hay mucho ternasco feliz, dispuesto a levantar las pancartas en cuanto se lo pidan. Y así, los que las alzan, despreciando su propia libertad, pueden seguir obteniendo sus sinecuras: más medios, más promoción, más notoriedad…
Tras lo antedicho, y aunque algunos optimistas adviertan que la actualidad, al faltarle perspectiva, puede ser engañosa, es cierto que la poesía española actual, como la cultura en su totalidad, está mayoritariamente, desde hace varias décadas, en manos de personas irresponsables, de gente que deambula por los comederos del Sistema, dedicada a una serie de actividades signadas por la postración ante la secta o ante los «putos amos». Esta imagen, por desgracia, ya ha cristalizado, porque el tiempo nos ha dado ocasión para reflexionar al respecto. Se trata de un entretenimiento de vagos, de arribistas que pretenden justificar de cualquier manera que hacen algo, aparte de palmear a quienes les llenan el pesebre. Nada que ver, por supuesto, con la verdadera poesía ni con la verdadera cultura. Ni, por supuesto, con la integridad.
La literatura, la labor creativa española, en su mayoría, lleva muchos años secuestrada por unos cuantos incapaces que dicen lo que hay que leer, lo que hay que escuchar y lo que hay que ver. Proliferan los mangantes de la cultura que camuflan su falta de ideas y de historias amparados en las agendas del nuevo orden, mientras ignoran los verdaderos contenidos culturales, sean éstos literarios, sociológicos, estéticos o incluso económicos. El mundo literario español está agusanado. La industria editorial se inventa a los autores basándose en el pensamiento débil o correcto. En este mundillo, si no perteneces a algún grupo más o menos oficializado, es muy difícil llegar a nada. El individualista suele acabar en el ostracismo. Una inmensa burbuja de intereses envuelve los círculos intelectuales, los cenáculos donde alienta la inteligencia áulica. El corporativismo actual de los editores, autores y medios instalados se ha hecho omnipresente. Existen redes de intereses que, como en lo político, han suplantado el verdadero debate.
La moda literaria es un producto impuesto al mercado por el poder político, es decir, por las necesidades globalistas y por los intereses de sus lacayos. ¿Y qué papel desempeñan los autores en el escenario de esta «industria cultural»? Pues, ninguno, porque los autores, como la crítica, hace tiempo que dejaron de serlo y sólo ofician y actúan ya como comparsas. El mundo de la crítica, por su parte, es un mundo sórdido y obsceno que se ha replegado en sí mismo. Todos los en él integrados miran a su alrededor midiendo, pesando, calculando la dirección y la velocidad del viento corredor, diciendo y desdiciéndose, guiñando a los compadres con intenciones de abaceros.
La crisis que aqueja a dicha «industria cultural» es de talento y de cultura, pero sobre todo es de rectitud. En la España actual hablar de cultura es referirse a una sociedad machacada por las consignas ideológicas de quienes odian al ser humano, en cuanto a sujeto religioso y capaz de arbitrio, y anhelan la destrucción de la civilización Occidental, que ha procurado enaltecer ambas cualidades. Porque en el ejercicio creativo lo más importante no son los temas tratados, sino la visión de las cosas; en una palabra, la concepción filosófica del mundo, las cuestiones últimas de la humanidad. Materias que se encuentran en todos los temas posibles, pero que sólo los grandes creadores han sido capaces de trascender y hacérnoslas sentir con emoción y profundidad.
Por eso, pese a que muchos escritores de hoy no emplean la mano para escribir, sino para mendigar, como dijo Cela, el poeta auténtico seguirá escribiendo versos pese a todo. El poeta no narra, evoca; no describe, canta; no conoce, sabe. El poeta desdeña el poder. Por el contrario, esos poetas progres, unos supuestamente rebeldes y ardorosos en su juventud y otros ya adoctrinados desde su nacimiento, que acaban convirtiéndose en caballeros mesurados, muy en su papel buenista, de correctos hombres de mundo, capaces de apagar cualquier entusiasmo con una buena insidia, resultan patéticos en su actual complacencia mundana y política.
El que hayan desaparecido el latín o la filosofía, por ejemplo, de los planes de estudio constituye un flagrante ataque a la cultura, una aberración más de las numerosísimas cometidas por nuestros gobernantes. Son decisiones indicativas de quiénes son ellos, moral e intelectualmente, y por qué caminos quieren llevarnos. Por desgracia, tampoco veo en la sociedad grupos apasionados que luchen fuertemente a favor de su restitución. Perder el latín es perder el propio idioma; perder la filosofía es desaprovechar el conocimiento. Que es, en definitiva, lo que pretenden los dirigentes desleales que padecemos. Incluso la Iglesia ha abandonado el latín, y no por eso ha ganado parroquianos.
Lo cierto es que en nuestra actual actividad creadora falta veracidad e independencia. Y sobra mimetismo y, sobre todo, un utilitarismo moral donde el fin justifica los medios. La ignorancia, la menudencia intelectual de los protagonistas se traduce, como es lógico, en halagos a quien les calienta la pocilga. No hay caminos personales, valores propios, que es lo que al final se reconoce. Se ha caído en la cultura de la indignidad, del feísmo, y las actuales generaciones se encuentran ahí muy a gusto, sin percatarse de que los malos poetas han acabado estrellándose en todos los ismos.
En esta atmósfera, la omisión de la verdad es aceptada por pupilos ideológicamente sumisos o subsidiados que contribuyen a eliminar o estigmatizar a los discrepantes. Los gestores de esta sociedad quieren inanidad, engaño o silencio, y para todos estos fines deben destruir algo: la verdad, la realidad. La poesía institucional hoy en España tiene respecto a los en ella instalados un nivel cultural de esclavos ideológicos, sin lucidez ni criterio, de infames súbditos. Existe en ella una ausencia absoluta de sentido crítico y, más allá, de sentido autocrítico. Un poeta que no sienta necesidad de expresarse auténticamente, ni sienta la exigencia de tratar de encontrar verdades definitivas es un fraude.
Prohibiendo, como sucede, la libertad de expresión, tan precisa e indispensable para el ejercicio del libre examen, se está contribuyendo a la decadencia de la cultura y a la imperfección del libre albedrío, de la humanidad. Las izquierdas rojas siempre están dispuestas a ejercer el desdén sectario contra todas aquellas obras que cuestionen sus doctrinas. Toda la cultura que no salga de sus cavernas la desdeñan, anatematizan y proscriben. Saben que sin independencia no puede haber veracidad. De ahí se deduce que, en estos tiempos, con intelectuales de corral, la cultura tiende a halagar los gustos y las agendas de los que llenan el dornajo.
España, que necesita una profunda regeneración en todos los órdenes, también necesita poetas verídicos, creadores que no estén sujetos a las necesidades de la secta o a las de escribir loas o imágenes correctas para comer; y sí a quienes les mueve una necesidad profunda, trascendente, espiritual. Pero también necesita lectores. Por eso es imperativa la batalla cultural. La poesía, salvo casos excepcionales, no es una manera de ganarse la vida, sino una forma de realizarse el poeta y sus lectores, porque la creación es cosa de dos. De nada nos sirve el autor si no encuentra el receptáculo del lector.
ÑTV-¿Concita hoy la poesía la atención lectora?
JAM-La gente no suele acercarse a la poesía. Algunos suelen decir, si se les pregunta, que les gusta o, al menos, que la respetan. Pero eso es supuestamente; en la práctica recelan de ella, unos porque la ven inalcanzable para sus condiciones y ello les frustra o incluso les aburre, y otros porque directamente la menosprecian. ¿Para qué sirve la poesía?, inquieren o se dicen a sí mismos. En esa pregunta va implícito el concepto vulgar del valor. A quienes así piensan sólo les vale lo útil, lo material, sin comprender que lo que verdaderamente tiene valor es lo inútil, lo intemporal. La existencia de los crepúsculos y el sentimiento producido por ellos posee más valor que la de los automóviles, por ejemplo, pero la muchedumbre fácilmente tildará de loco a quien sustente tal opinión.
Resulta amargo aceptar que hoy día la multitud no es consciente de lo necesaria que es la poesía para la sociedad, para la convivencia cívica. Una sociedad que ignora a la poesía es una sociedad bárbara; y como todas las sociedades primitivas, sin futuro. La poesía, al igual que las religiones y las mitologías, es una tentativa de la humanidad para expresar en imágenes las cosas indecibles que tratamos, en vano, de traducir a lo racional. La poesía es un antídoto contra la ignorancia, la vulgaridad y el cinismo que nos abruman. Vivimos tiempos oscuros. El mal que nos aqueja es la extensión de nuestra inmoralidad pública y privada. El espíritu busca un refugio para no morir. La poesía es uno de esos refugios.
Debiera ser fundamental la presencia viva de verdaderos creadores en las universidades, no de intelectuales áulicos como en su mayoría es ahora el caso, profesores que son meros funcionarios o fanáticos adoctrinadores de turbias ideologías, a ninguno de los cuales les importa la vida, la belleza, la trascendencia. La educación actual está dedicada a instruir sobre la vulgaridad, la suciedad, la perversión, el temor y la muerte, para justificar los diversos desenfrenos y genocidios que contemplamos alrededor.
La creatividad, por el contrario, es una forma de vida esencial, pero en estos tiempos en los que la ciencia y la técnica se están elevando a la categoría de dioses, los nuevos demiurgos no quieren que haya espacio para el humanismo ni para la religiosidad. Mas sin ellos, sin el buen conocimiento, la vida es pobre, gris y fría, angustiosa, porque amputa todo aspecto espiritual. La materia sola no puede nunca ofrecer venturanza. Sólo el bienestar del alma puede combatir el miedo… y superarlo.
Todo lector auténtico, no sólo los críticos profesionales, tiene una indeclinable responsabilidad crítica. Es en el ánimo del lector (espectador, oyente) donde el escritor (creador) debe encontrar la gloria y el prestigio; no en el éxito mediático, en la fama o en la notoriedad social que muchos creadores persiguen. La necesaria batalla cultural está obligada a recuperar el diálogo permanente entre dos realidades: poeta y lector.
ÑTV-Usted es también narrador y un articulista prolífico, ¿le influye la poesía a la hora de crear prosa o artículos periodísticos?
JAM-Sin duda alguna. Me influye en cuanto al fondo y en cuanto a la forma. Si mi visión del mundo es poética, como lo es también mi técnica, la influencia es inevitable. La prosa de un poeta suele ir implícitamente adornada con la musicalidad del verso. Una musicalidad que no tiene por qué cantarle al lector, pero que se siente, porque va incluida en lo expresado.
ÑTV-¿Qué importancia tienen la técnica y el estilo en sus poemarios? ¿Cuál es la métrica más utilizada en sus versos?
JAM-Suele decirse que el estilo es el hombre, la personalidad del autor impregnada en su obra, su sello individual. El estilo es una concepción del mundo, forma parte de la misma persona y tanto la refleja como la genera. El símbolo es un elemento estilístico que empleo en mi poesía como puente de la abstracción a la realidad.
En cuanto a la técnica, la considero muy valiosa, y sería un grave error menospreciarla. Pero no es lo esencial de la obra. La técnica debe ir encaminada a conseguir que la palabra exprese el pensamiento y que este vaya ordenado hacia su conclusión. Periódicamente surgen escuelas sólo preocupadas por la técnica y eso es grave porque se la coloca en un primer plano que no le corresponde. La técnica es un instrumento conveniente para la evolución creativa, pero nunca es esencial. Más crucial es el estilo. Pero por encima incluso de éste se halla el ángel, la sublimidad, esa milagrosa perfección que sólo los grandes creadores han logrado para comunicarse con los lectores de todas las épocas.
Se puede hacer buena poesía en verso medido y rimado, o sin métrica ni rima, o sólo con métrica, como se quiera, a condición de poseer autenticidad y tener algo que decir. Mayoritariamente, mis versos los concibo en verso blanco, es decir, con métrica, pero sin rima, aunque también utilizo esporádicamente ésta y el verso libre. Suelo utilizar un tipo de verso alejandrino o endecasílabo, muy narrativo y lleno de encabalgamientos, y por supuesto la armonía rítmica del heptasílabo, sin olvidarme del tradicional octosílabo, del tetradecasílabo no alejandrino, ni de la cadencia tremulante del eneasílabo. Por su parte, el ritmo es para mí un vehículo poético esencial que sirve para poner música de fondo a mis textos.
Ciertamente, un poeta no se deshumaniza por formalista o por esteticista, pues cada poeta tiene su propio camino y la estética puede ser su forma de humanidad, pero si no acaba dotando a su poesía de fundamentación ética o de inquietud metafísica, y se queda en meras implicaciones estéticas, prolongando artesanalmente la facilidad formal, esa poesía será siempre una poesía deudora, desasistida de la mensuración secreta que el tiempo pone en toda obra humana de plenitud.
ÑTV-¿Cuál es su visión del mundo actual como creador?
JAM-Desalentadora; como creador y como simple ciudadano. Pero a su vez la veo como un pretexto para la esperanza, porque es en los momentos críticos cuando más logros positivos se consiguen. Es esta una de esas épocas históricas en las que al hombre no le permiten ser individuo, porque le son impuestas formas de comportamiento dictadas por las oligarquías plutocráticas y, más allá, por la colectividad. Algo que se ha podido comprobar, aun por las personas cívicamente más ciegas, durante la pasada pandemia covidiana. Tal vez la vida se haya politizado en exceso, y la politización, manejada por los partidos y por sus amos, dificulta o impide al hombre conducirse según su particular gobierno, pensar, sentir y actuar por cuenta propia.
El mundo actual se ha convertido en un escenario en el que diariamente se representa el espectáculo de los sufrimientos humanos motivados por la maldad y la sinrazón. Queremos ser dioses, pero somos sólo su náusea. Somos creaciones de la divinidad, castigadas por ella, que ignoramos las razones de nuestra pena. Hay tristeza en mis palabras, en mis versos, pero la tristeza no tiene por qué ser desdichada. Tampoco hay en ellos pesimismo, en absoluto; sólo que lo que veo no me hace ser optimista. Veo al ser humano como un animal descontento, menesteroso, y contemplo desencantado su actitud delirante. Pero sigo teniendo deseos de luchar por sus deseos de trascendencia, para reivindicar y redimir su dignidad, para encontrar el camino hacia la justicia, para recordar que el universo es bello.
Es esta una época hipócrita, de corrupción generalizada, de relativismo moral, de degradación social; una degradación que no es sólo moral, también lo es en cuanto al uso del lenguaje: términos como «democracia, «libertad», «solidaridad», «diálogo», «progreso», etc. lo ejemplifican. Antes las palabras nombraban a las cosas; ahora, gracias a las agendas globalistas y a su intelectualidad áulica, las palabras no significan nada: carece de importancia lo que se diga con tal de estar bien dicho, dirigido a la diana. Lo mismo da decir una solemne verdad que una solemne tontería, como lo mismo da cometer un crimen de Estado que un asesinato terrorista, porque ninguna de las dos cosas tiene consecuencias. Una nación, un mundo, en el que la justicia y la poesía (el lenguaje) están secuestradas está condenado a la más absoluta oscuridad.
Una época, digo, donde la justicia no enfrenta a los poderosos ni a sus instalados con las duras consecuencias de sus actos irresponsables. Una época donde prácticamente te obligan a matar o a morir; una época de ataques a la familia (célula básica de la sociedad), a la educación (permisividad insensata, humillación al buen educador); una época de ataques a la juventud y a la infancia, al esfuerzo, a la abnegación, al humanismo, a la preparación intelectual; a la virtud y a la excelencia, en definitiva, porque se trata de igualar a todos al nivel de la indecencia, cuando no al del crimen. Una época, por supuesto, de ataques a la justicia y a la nación.
Proliferan las religiones, los credos, las sectas, las cofradías…, sin embargo, cada vez hay más violencia, más fanatismo y más suicidios; cada vez hay más ídolos a los que reverenciar y cada vez hay más farsantes que, con palabras hábiles, señalan los cauces ideológicos, culturales o comerciales por donde tiene que caminar el hombre de la calle, el tibio, necio, confuso o imprudente ciudadano. Y -¡qué casualidad!- esos caminos que muestran a la plebe acaban precisamente en la bolsa de sus beneficios. Porque el cinismo de hogaño ha suplantado a los idealismos de antaño. Ahora no es la gracia ni la virtud, sino la fealdad y la vileza de la condición humana lo que domina en los efímeros acontecimientos multimedia.
Sufrimos una crisis de valores que no afecta sólo a lo espiritual; también a lo económico, mediante el despilfarro o el latrocinio directo, es decir, mediante la utilización bastarda del dinero público por parte de políticos y electores sectarios movidos por el interés particular y partidista. Una sociedad estructurada en Gobiernos de malhechores y mentirosos compulsivos, en separatismos y terrorismos, en redes clientelares, votos cautivos, subvenciones, amiguismos…, configuración que acaba desembocando en la absoluta inseguridad ciudadana, en familias desestructuradas, rotas por la droga, por el aborto, por la disipación moral, por la falta de virtud y por la falta de respeto entre sus integrantes. Una sociedad acomodada a la vileza, una época, en fin, terrorista, delictiva, confusa, ignorante y embrutecida.
Hay que estar alerta para evitar el definitivo descenso de la convivencia hasta la abyección, como para evitar el descenso de la poesía (la belleza, la cultura) a poesía adjetiva. La poesía, como el lenguaje, no puede perder la sensibilidad para los substantivos. Debe ser substantiva. Hoy día se pide que deje de ser lenguaje y canto trascendente y se convierta en música ideológica. Se pide desde el poder que se hable o escriba de una manera políticamente correcta, renunciando a la verdad. Este propósito del poder no es un rasgo frívolo, sino una intención siniestra, la de crear una atmósfera decadente, es decir, buenista, débil, despreciable, en la que el ciudadano pierda su albedrío, su individualidad, para hacerlo fácilmente manipulable, un mero siervo deshumanizado, esclavo del poder.
Siempre ha sido innato en el hombre el afán de expresar la belleza, de transmitir esa íntima vibración suya que le convierte en espejo de cuanto le rodea. El hombre ha sentido siempre la urgencia de comunicar su idea de las cosas, sus estados de espíritu, sus preocupaciones y sentimientos. Sólo ahora la sociedad moderna, con sus agendas, ha decidido prescindir de su dignidad. Por eso, los espíritus libres, el poeta, deben recuperar el elemento misterioso inseparable de la vida humana, desvelando cualesquiera zonas de tiniebla que constituyen los refugios de esos poderes demoníacos que tratan de manejar nuestros destinos.
Hoy no hay nada más transgresor que la religiosidad, que el tradicionalismo. De ahí que la muerte, por ejemplo -de la cual los amos quieren hacer un objeto más para su beneficio, es decir, una cultura humillante-, las gentes de bien, los poetas, deben transformarla en un pendón de victoria, en un símbolo a veces sentido como culminación y a veces como regeneración. Ahora que no está de moda el compromiso moral ni el compromiso cívico, hemos de seguir reivindicándolos con mayor firmeza si cabe, hasta hacer que esta reivindicación signifique una resonante disidencia social.
El caso es que, enfrentados a esta coyuntura, las gentes de bien se encuentran tanto con el mito de la libertad como con el mito de la responsabilidad. Dos mitos básicamente tradicionales o conservadores que a veces las fuerzas disolventes tratan de oponer dialécticamente entre sí, sin aceptar que ambos forman parte del mismo envoltorio. Por un lado, el mito de la libertad engendra actitudes críticas que conducen a la denuncia de la hipocresía, de la corrupción, del fracaso en la adaptación de las normas, y de otras inadecuaciones entre la irrealidad o realidad impostada y el ideal. Por otra parte, el mito de la responsabilidad pretende mantener unida a la sociedad en la medida en que las palabras pueden servir para eso, lo cual quiere decir que hay que saber qué se lee y cómo y por qué. Al contrario que cuando lo social, entendido bajo ideologías capital-socialcomunistas, es capaz de determinar incondicionales filias y fobias, aceptaciones y rechazos meramente doctrinales.
Nada debemos aborrecer más en esta hora que la pervertida ideologización o el estéril esteticismo en que se ha debatido desde hace más de un siglo la sociedad y, con ella, la política y el arte contemporáneos. Hoy, el Sistema se ha propuesto que los grandes escritores, que los hay, permanezcan ocultos. Porque el gran escritor debe ser un portavoz de su época, dispuesto a denunciar lo insatisfactorio. Y su sitio ha de estar con quienes aman la libertad.
La apuesta de todo espíritu libre debe ser por lo trascendente en pugna con lo superficial. Tener siempre a mano el afán indagador, la intención de cuestionar, porque el alma y los asuntos del hombre están mal, pero, aunque estuvieran bien, nuestra dignidad de seres humanos nos obliga a mejorarlos. Hoy es sólo la religiosidad y el albedrío del ser humano lo que debe interesarnos: reconquistar con la debida abnegación y firmeza el alma de la humanidad, sus anhelos de justicia. Llegar a ella por caminos de belleza o de cruzada.
ÑTV-¿Existe la inspiración, nos avisa de su presencia? Y en su caso particular, triunfador en numerosos premios, ¿es la musa o es el método el recurso para ganarlos?
JAM-Cuando se habla de poesía resulta ya un tópico referirse a la «musa». Pero, al menos en mi caso, ese numen nunca me ha visitado. Mi diosa inspiradora es el trabajo. Tal vez a los creadores geniales la naturaleza les dotó de un estímulo sobrenatural, de un estro; pero, insisto, no es mi caso. Mi ánimo es el esfuerzo; mi impulso, la voluntad.
Tal vez los escritores no escriben los libros que deberían o que quisieran escribir, sino los que pueden escribir. En esto de la literatura, muy a menudo la intención y el resultado van disparejos. Escribir poemas o historias o incluso artículos es para mí una pulsión natural, algo así como un deber. Escribo porque creo que tengo algo que decir, porque debo hacerlo, porque siento un compromiso con mi conciencia, como si una voz interior me lo ordenara. Y porque puedo y sé hacerlo. Que lo haga bien o mal, que haya dado con la forma correcta de expresarlo, esa es otra historia. Y desconozco si a esa voz anónima hay que llamarla inspiración, aunque pienso que es sólo responsabilidad.
No sé qué impulsa a los genios, pero creo que quienes abordamos la creación desde la normalidad más humilde, no lograríamos una obra con un mínimo de lucidez, sin el trabajo exhaustivo. La creatividad requiere esfuerzo, y a todo esfuerzo es imprescindible que le acompañe el método. Método respecto al trabajo creativo, no respecto a la obtención de galardones. Otra cosa es que el resultado de ese denuedo más o menos metódico obtenga premio. Mi experiencia, pues, como ganador de premios, es ajena a la inspiración y a cualquier fórmula dirigida al triunfo en sí. Desde mi particularidad, todo premio es un albur, una moneda con cientos de caras lanzada al aire, expuesta a múltiples vicisitudes antes de caer al suelo y mostrar la faz definitiva.
Paradójicamente, no confío demasiado en los premios. La concesión de cualquier galardón -en este caso, literario- siempre resulta polémica, discutible, muchas veces sospechosa y, en algunas ocasiones claramente oportunista. Frecuentes han sido los escándalos a cuenta de los jurados que nombra el ministro, el concejal o el consejero de turno y que, año tras año, van premiando a los previamente designados, a los amigos, en ocasiones miembros del jurado del año anterior. Porque ni siquiera se trata de distinguir a un simpatizante ideológico, sino de pasarle el dinero a un miembro del clan, no necesariamente escritor cualificado.
Si yo acudo a los premios es porque -dado mi aislamiento literario-, para defender mi poesía, en la que creo, y para publicarla, no tengo otra opción que la de acudir anónimamente a los certámenes poéticos y esperar a ver cómo cae el dado. Es obvio que si el escritor se ve obligado a presentarse a concursos para publicar es que algo no marcha bien en el ámbito cultural español. Parece inverosímil que después de más de sesenta años escribiendo y publicando tenga que actuar de este modo, un cauce anormal, porque el procedimiento acostumbrado para un escritor es la editorial, pero así es la realidad literaria, a nivel personal y a nivel nacional.
El poeta verdadero es un experto en lo inútil, y eso significa que no es transformable en objeto de beneficio; y en esta sociedad todo lo que no sea capitalizable, está condenado al olvido. Por eso el poeta que no pasea por la plaza pública tiene que recurrir, para ver publicados sus versos, al albur de los premios. Los premios, como digo, son, en resumen, un azar al que se ven empujados los marginados de la industria política ideológica y de la industria editorial.
ÑTV-Por último, desde la altura de su ya largo itinerario poético, ¿ qué nuevas obras prepara?, ¿cómo ve su futuro literario?
JAM-Mi deseo se cifra en publicar los cuatro poemarios que aún andan cogiendo polvo por mis gavetas. Con ellos, salvo milagro, se acabará mi obra poética. Y, tal vez, también, si mi destino lo permite, quisiera dar forma narrativa a los miles de notas no líricas que he ido acopiando durante más de sesenta años de vocación literaria.
Aspiro a ser siempre moderno por no haber estado nunca de moda. Más que para este presente, secuestrado por oportunistas y meritorios, escribo para mí, para algunos escasísimos lectores y para el futuro. A mis años, mi único deseo es tener la suficiente salud para poder seguir trabajando, leyendo y admirando a los maestros. No aspiro a nada más. No creo en eso de la gloria literaria, esa incauta pretensión juvenil. Y me fatiga la fama, por fugaz y exigua que sea. Quizá por eso he tratado siempre huir de ella y, afortunadamente, me ha despreciado. Lo cierto es que la obra de uno acaba sosteniéndose o hundiéndose por ella misma.
Epílogo.
Esto ha sido todo. Como alguno de sus protagonistas poemáticos, JAM hace tiempo que parece haber cruzado la frontera del conocimiento, y mientras dice esperar trabajando el final de ese silencio que ya ha empezado para todos los vivos, se pregunta si lo vivido es real, si esta ceniza de hoy son las hogueras sobre las que, audaz, él saltaba ayer. Lo evidente es que JAM, con una obra sólida y coherente para demostrarlo, es un poeta auténtico, universal. Su palabra tiene la cualidad de esencial palabra poética, poseedora de esa verdad imprescindible para afrontar con sereno optimismo el juicio de la historia literaria.
Ignacio Fernández Candela
Editor de ÑTV España
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