No es ningún descubrimiento afirmar que Cervantes es uno de los grandes de la literatura universal, habitante olímpico de una alta cumbre en la que muy pocos moran. Por si esto fuera poco, el autor de El Quijote es también el protagonista de una de las vidas más intensas e interesantes de las vividas por cualquier autor de cualquier época.
Esta mezcla de azar, carácter y destino que, según Dilthey, es la vida humana, ha dado en Cervantes una combinación prodigiosa que tuvo casi de todo: amor y desamor, fracaso y –llegado muy tardíamente- éxito, dolor, cautiverio, injusticias, amplios conocimientos de gestes, lugares, culturas. La vida no ahorró a Cervantes sus gozos, pero tampoco sus lados más oscuros: la cárcel (varias veces), las penurias económicas, el fracaso.
Sin embargo, a pesar de las pesadumbres que presionaron su vida, no deja de mostrar en su obra una actitud de delectación en la realidad, de valoración positiva de todas las realidades, en especial las humanas. Puede atisbarse en su obra algún rasgo de tristeza o desilusión; pero, entre las miles de páginas que escribió, algunas sobre temas ciertamente dramáticos, falta la amargura de un Quevedo, el sarcasmo de un Switf, la nausea de un Sartre; falta esa actitud de “estar de vuelta”, tan frecuente en los intelectuales de todas las épocas.
Cervantes es el autor de una preciosa (en el doble sentido de belleza y de valor) página que resume su actitud vital, que explica no pocos aspectos de su obra y que, de alguna manera, puede considerarse su testamento. Se trata del prólogo, que dedica a su protector el Conde de Lemos, a su última y póstuma obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Leyendo este par de páginas sin prejuicios y empapándose de toda la autenticidad personal que encierran, se puede conocer más de Cervantes que a través de sesudas investigaciones o biografías plagadas de datos. Las escribió al final de su vida, justamente el 19 de abril de 1617, tres días antes de su muerte, que él ya sabe cercana; y a la que mira sin tapujos, aunque sin deseo:
“Ayer me dieron la Extremaunción; y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir”.
Repárese en esta última frase que subrayo. La vida es para Cervantes un deseo continuo hacia el futuro, un deseo que no cesa siquiera a las puertas de la muerte. La filosofía moderna (los existencialistas, Ortega, Marías) ha insistido mucho en este carácter proyectivo (vectorial, dice Marías) de la existencia humana. Cervantes lo intuye hace de él una de las claves de su vida. Esta actitud cervantina podría arrojar luz sobre el personaje del Quijote, que mantiene tercamente su proyecto vital hasta el final, en contra de todo y de todos. Lo mismo que el viejo y enfermo Alonso Quijano hacía proyectos, que tanto ilusionaban a su amigo Sancho, de dedicarse a la vida pastoril, una vez experimentada y agotada la vida caballeresca, también Cervantes tiene aún sus proyectos, cuando se encuentra, como él mismo dice, con un pie en el estribo: promete la segunda parte de La Galatea, Las semanas del jardín y el Bernardo, aunque sabe que, más que suerte, sería “milagro” el tener tiempo de terminarlas. Este hombre que ha sufrido tanto moral y físicamente, que ha pasado una considerable parte de su vida en cárceles, que sólo vio reconocida su valía al final de su asendereada existencia, se despide del mundo (de “este” mundo) con estas palabras que fueron las últimas que salieron de su pluma:
“¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós regocijados amigos; que me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida!”
Como homenaje a este gran español en el aniversario de su muerte, bien vale la pena volver a leer las breves páginas de este “testamento”.
¿»Uno de los grandes»? ¡No, hombre, el más grande entre los grandes!