Cuando en cierta ocasión un periodista le preguntó a Willie Sutton:
– ¿Por qué solo roba bancos?
Encogiéndose de hombros, el célebre ladrón de guante blanco estadounidense, le contestó con una obviedad:
– Porque es ahí donde está el dinero…
Algo similar le pasa en la ficción al protagonista de La Casa de Papel que lleva años planeando minuciosamente el atraco del siglo donde uno podría ahogarse en el vil metal: la Fábrica de la Moneda.
Sin embargo, lo que se propone el misterioso Profesor, rizando el rizo de la originalidad, es más difícil todavía: no robar el dinero, sino crearlo.
Para esa misión imposible recluta a ocho personas que no tienen nada que perder.
Hay veces en la vida que la única salida es la mejor salida…
Así pues, los integrantes de esa banda, enfundados en monos rojos y con los rostros ocultos tras máscaras con la imagen del genial Salvador Dalí -los ojos exoftálmicos y un bigote con las guías erectas-, asaltan la Fábrica Nacional de la Moneda y Timbre, donde permanecerán encerrados once días, con el objetivo de producir contra reloj 2.400 millones de euros mientras afuera les aguardan los cuerpos de élite de la policía.
Galardonada con el Premio Emmy al mejor drama internacional, la exitosa serie de Antena 3, inspirada en Willie Sutton -alias «El Actor» porque daba sus golpes disfrazado de cartero, policía o carpintero-, ha puesto de moda la institución que posee una de las más altas prerrogativas del Estado moderno: acuñar dinero.
Y de la que el padre del autor de estas líneas fue presidente a principios de los sesenta.
Recuerdo que cuando yo era un niño pensaba que él tenía la suerte de ser el jefe de una fábrica que producía dinero a porrillo, como quien manufactura piruletas, gominolas o chocolatinas.
Allí lo llevaba cada mañana, a bordo de un Seat 1.500, Higinio, un chófer palentino, entrañable, parlanchín y distraído, que a veces se pasaba de largo.
-¿A donde va, por favor, Higinio?- se desesperaba mi padre- ¡Páreme aquí!
– ¡Disculpe, Don Juan José!- se excusaba el bueno de Higinio, frenando en seco, con su sempiterno puro en la comisura de los labios-. Se me había ido el santo al cielo…
Y eso que la Fábrica de la Moneda no pasaba precisamente inadvertida.
Entonces se hallaba en un palacete del siglo XVIII sito en la Plaza de Colón que fue inaugurado por la Reina lsabel ll cuando presidía el Gobierno Leopoldo O’Donnell, hasta que a mediados de los sesenta, como no daba abasto para atender las necesidades del Estado, se mudó a un edificio moderno y funcional, en la calle Jorge Juan, donde permanece hoy en día y numerosos turistas, atraídos por la aclamada serie que ha traspasado nuestras fronteras, se fotografían junto al frontispicio, creyendo que ese es el escenario donde El Profesor y su banda dan el «golpe perfecto», cuando en realidad se trata de un trampantojo puesto que la película se rodó, por evidentes motivos de seguridad, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
No hay que olvidar que la Fábrica de la Moneda, además de imprimir billetes de banco, emite, entre otros documentos oficiales, el D.N.I, el pasaporte o cupones de Lotería y, desde el advenimiento de la democracia, también cartones de bingo, ya que, como es sabido, el juego en el Franquismo no estaba permitido.
Inspector del Timbre desde el año 42, mi padre formó parte de la primera promoción de aquellas duras oposiciones convocadas tras la Guerra Civil y fue también el primer miembro del cuerpo en ser Ministro de Hacienda, abriendo paso a otros colegas -y buenos amigos suyos- como Antonio Barrera de Irimo y Francisco Fernández Ordoñez, el artífice de la Reforma Fiscal.
Una fría y luminosa mañana de sábado del mes de enero -corría el año 82-, mientras paseaba con él por los Jardines del Descubrimiento, entre cedros, pinos y olivos, mi padre se detuvo un instante frente al estanque donde se reflejan las tres moles de hormigón esculpidas por Joaquín Vaquero Turcios en una de las cuales figura la profecía maya que anuncia la inminente llegada de los conquistadores españoles.
– Justo ahí estaba la Fábrica de la Moneda- me dijo con un brillo de melancolía en la mirada.
A continuación, me pidió que nos sentáramos un momento en un banco -habíamos hecho unas compras navideñas y estaba algo fatigado-, cruzó las piernas y me explicó una curiosa historia mientras se oía de fondo el murmullo de la cascada:
– Cuando yo estaba en el Gobierno, el entonces alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, suspiraba por convertir la Plaza de Colón en una de las más grandes de Europa.
Lo que serviría además para descongestionar una zona de tanto tráfico. Eso sí, todo pasaba por demoler la antigua Casa de la Moneda que pertenecía al Ministerio de Hacienda y desde el año 64 estaba deshabitada. Arias me lo había comentado más de una vez y yo le prometí estudiarlo.
Sin embargo, cuando se lo planteé a Franco en El Pardo, se mostró reacio.
«Luego no tendrá usted solares para los edificios que necesita la Administración en Madrid», me dijo.
Tras darle vueltas, se me ocurrió una solución: ceder gratuitamente al Ayuntamiento el solar de de 20.000 metros cuadrados para hacer una plaza ajardinada, a cambio de que el Ayuntamiento, en el término municipal, cediera al Estado la misma cantidad de metros cuadrados.
-¿Y qué pasó?- le pregunté.
Entonces mi padre entornó la mirada y esbozando una sonrisa, me contestó:
– Franco dio el visto bueno y luego me dijo: «Se nota que es usted madrileño».
Sólo unos meses después, la piqueta entró en la vieja Casa de la Moneda…
A lo lejos nos contemplaban las Torres de Jerez.
Todavía se llamaban así. Pero por poco tiempo…
Después de la aplastante victoria de Felipe González en las elecciones del 28 de octubre, celebradas ese mismo año, el Gobierno socialista, el 23 de febrero de 1983, expropió Rumasa.
Y también por aquellas fechas, muy cerca de allí, en el edificio que se yergue sobre el número13 de la calle Génova, desembarcó Alianza Popular, ya que el modesto inmueble de la calle Silva se les había quedado pequeño tras crecer como la espuma sobre los escombros de UCD.
Desde entonces, la Plaza de Colón ha recibido la visita de nuevos e ilustres moradores: la estatua de Blas de Lezo, que rinde homenaje al almirante «Pata de palo» -el lobo de mar curtido en mil batallas navales contra Inglaterra-, tullido, manco y tuerto, a cuya bizarra defensa de Cartagena de Indias -la llave de América-, le debemos que hoy se hable español en la mitad del «Nuevo Mundo»; la rolliza y voluptuosa «Mujer con espejo» de Fernando Botero, compuesta por mil kilos de bronce, un obsequio del escultor colombiano a la capital; y «Julia», la cabeza gigante con los ojos cerrados tallada por el artista catalán Jaume Plensa, que irradia serenidad en medio del trasiego y la vorágine de la gran ciudad .
Aunque para uno, la Plaza de Colón, irá asociada siempre a aquel último paseo que di con mi padre por los Jardines del Descubrimiento, poco antes de morir.
A fin de cuentas, como dice Tokio, una de las protagonistas -y narradora- de La Casa de Papel: «Eso es la nostalgia, descubrir que las cosas del pasado que entonces ni siquiera sospechabas que eran la felicidad, sí lo eran…»
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor
Autor
-
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
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