Parece más que probable que el motivo oculto por el cual Sócrates fue condenado a muerte tuvo un trasfondo político. Quienes le juzgaron fueron los líderes democráticos del momento como Anito, Meleto y Licón, que veían en el filósofo una amenaza contra el régimen. La muerte del maestro fue vista por Platón como un crimen horrendo, cometido contra el hombre más sabio, justo, prudente e íntegro de los atenienses; injusticia que por sí sola justificaría su animadversión contra el régimen que perpetró semejante ignominia. A partir de este crimen, la democracia necesariamente quedaba bajo sospecha, pero no sería solo éste el motivo que explicaría el desprecio que Platón siente por ella, sino que había otras razones. Como fácilmente puede verse en el diálogo de “Alcibíades” y sobre todo en el dialogo de la “República”.
De forma serena, reflexiva y crítica, Platón enjuicia a este sistema político y lo hace cerebralmente y sin apasionamientos, como corresponde a un filósofo de su talla. Comenzará el filósofo ateniense, resaltando que la función de gobernar un estado requiere una alta capacitación moral e intelectual, de la que no todo el mundo puede hacer gala y lo mismo podría decirse de quienes son llamados a designar la persona elegida para cumplir este ministerio con garantía. Algo que el papa Benedicto XVI parece compartir cuando dice “La democracia opera con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e injustas. La razón y el derecho son condiciones necesarias para conservar la salud de la democracia y de las instituciones”.
Para poner de manifiesto que no todas las personas valen para todo, es suficiente apelar al sentido común, de aquí que no le parezca acertado a Platón, que sea el ciudadano común y corriente quien decida sobre cuestiones de economía, de sanidad, de relaciones exteriores y de otros asuntos complejos, de los que no tiene un juicio bien formado. La opinión de los ciudadanos puede resultar válida, pero solamente cuando se refieren a los asuntos de su competencia. El zapatero puede saber de zapatos, el jardinero de plantas, pero su dictamen sobre asuntos políticos no tiene por qué ser fiable, ya que no es lo suyo. Considerar que todos los ciudadanos estamos igualmente dotados, suena bien y no deja de tener un cierto atractivo popular, lo que sucede, según Platón, es que el vulgo no posee las mismas capacidades, ni dispone de un criterio bien fundado sobre cuestiones de política y de gobernabilidad, reservado para personas sabias y prudentes. ¿Cómo justificar que la opinión de un filautero valga lo mismo que la de una persona docta y responsable, que conoce y sabe perfectamente de qué va la cosa?
De aquí que Platón llegue a pensar que el estado comete un fallo institucional al colocar en el mismo plano al ignorante que al sabio virtuoso, conocedor de todos los entresijos de las cuestiones relacionadas con la gobernabilidad de “la polis”. Todo esto queda expuesto de forma admirable en el diálogo de “la Republica”, sirviéndose de la metáfora del barco, como recurso literario: “Imagínate que respecto de muchas naves o bien de una sola sucede esto: hay un patrón, más alto y más fuerte que todos los que están en ella, pero algo sordo, del mismo modo corto de vista y otro tanto de conocimientos náuticos, mientras los marineros están en disputa sobre el gobierno de la nave, cada uno pensando que debe pilotar él, aunque jamás haya aprendido el arte del timonel y no pueda mostrar cuál fue su maestro ni el tiempo en que lo aprendió; declarando, además, que no es un arte que pueda enseñarse, e incluso están dispuestos a descuartizar al que diga que se puede enseñar…No perciben que el verdadero piloto necesariamente presta atención al momento del año, a las estaciones, al cielo, a los astros, a los vientos y a cuantas cosas conciernen a su arte, si es que realmente ha de ser soberano de su nave; y, respecto de cómo pilotar, con el consentimiento de otros o sin él, piensan que no es posible adquirir el arte del timonel ni en cuanto a conocimientos técnicos ni en cuanto a la práctica. Si suceden tales cosas en la nave, ¿no estimas que el verdadero piloto será llamado observador de las cosas que están en lo alto’, ‘charlatán e inútil’ por los tripulantes de una nave en tal estado? (La República, libro VI, 488a-489ª– Diálogos. Biblioteca Clásica Gredos 94. Madrid: Editorial Gredos. pp. 301-302. ¿Quién en su sano juicio, encontrándose en un barco sacudido por la tormenta y a punto de perder la vida, no prefiere que éste sea pilotado por el más entendido en la materia y no por el más arrogante o charlatán?
Otro peligro que acecha a la práctica democrática es la figura del embaucador, que encuentra en esta forma de gobierno el terreno ideal para hacerse con el poder. Antes de seguir adelante preciso es reparar en que la democracia griega era participativa, mientras que las actuales democracias son representativas. Aun así, el hecho es, que los malos liderazgos encuentran en ambas formas, un inmejorable caldo de cultivo, por lo que bien puede decirse que el político capaz de seducir y embaucar a los demás es el que tiene la partida ganada. El sofista que llena de lisonjas los oídos de los ciudadanos con palabras que estos quieren oír, logrará hacerse con su afecto y con su apoyo, porque sabe muy bien que este tipo de personas no se mueve por juicios bien formados, sino más bien por impulsos emotivos. «A la democracia, según dice Platón, no le importa cuáles son los hábitos o las acciones pasadas de sus políticos, siempre y cuando se comprometan a ser los amigos del pueblo,»
Tampoco se le oculta a Platón que la democracia se presenta con el atractivo de estar a favor de la libertad ilimitada, pero en todo esto hay mucho de apariencia, según el filósofo griego. La realidad es, que más que de libertad, lo que en este sistema se da, es un abuso de la libertad, que origina caos y desorden, que acaba empañándolo todo y poniendo de manifiesto sus internas contradicciones, es decir, el proceso democrático llega a un punto en que se convierte en campo abonado para que surjan peligrosos demagogos. Ese relativismo democrático, que conduce a los ciudadanos a hacer y pensar lo que quieran y como quieran, a primera vista, puede resultar atractivo, pero cuando se conocen sus efectos, deja de serlo.
El deseo insaciable de libertad conduce inexorablemente a una anarquía desbordante, que hace saltar por los aires la convivencia pacífica, momento que aprovecha el demagogo de turno para revertir la situación, es entonces cuando aparece el tirano con la apariencia de un protector del rebaño, al que sigue una masa sumisa y obediente, tal como ha sucedido en la reciente historia de la humanidad, cumpliéndose las predicciones de Platón. De modo y manera que, la democracia llamada a liberar al pueblo de las fuerzas opresoras, degenera con frecuencia en demagogia, convirtiéndose en semillero de sátrapas y dictadores. En la memoria de todos están los nombres de líderes políticos del pasado siglo que, aprovechándose de la democracia, dieron un salto hacia un régimen de terror y muerte. Más recientemente los analistas políticos, como Andrew Sullivan viene detectando, déspotas de toda condición, disfrazados de demócratas, que se hacen pasar como tales. ¿Acaso los españoles no debiéramos estar preocupados por lo que está pasando hoy día en nuestra nación?
No deja de ser altamente revelador que, papas de nuestro tiempo nos vengan advirtiendo de este peligro ya detectado por Platón hace 24 siglos. De Juan Pablo II es la frase: “El sistema democrático que pierde de vista la referencia a los valores se transforma en una dictadura”. De forma parecida se expresaba Benedicto XVI al decir que “La democracia solo puede florecer cuando los líderes políticos son guiados por la verdad. Una democracia sin valores puede perder su propia alma”.
En la mente de Platón estaba la idea de que “la polis” tenía que estar gobernada por los mejores y no por oportunistas, que lo que buscan no es precisamente servir al bien común sino servirse a sí mismos. Ahora bien, en un sistema democrático son precisamente estos últimos los que llevan las de ganar. ¿Por qué? Pues sencillamente porque la razón y la virtud no crea adhesiones ni clientelismos y el político oportunista lo sabe muy bien, por eso aprovechará todas las artimañas que sean necesarias para lograr su propósito: mentirás, promesas, palabras que halagan los sentimientos del vulgo, mientras que la persona honesta, al ir con la verdad por delante y no saber decir otra cosa que no sea la que se corresponda con la realidad, estaría en desventaja a la hora de atraer voluntades. Es, valga la comparación, como si se disputara una partida de naipes en la que el truhan se sintiera libre para jugar con las cartas marcadas y hacer todo tipo de trampas, mientras que el jugador honrado se atuviera estrictamente a las reglas de juego. En estas condiciones, fácil es adivinar, de quien sería la partida jugada en el terreno democrático.
En resumen, la crítica platónica sobre la democracia de hace ya muchos siglos, sigue vigente y puede ser clarificadora para nuestra sociedad virtual. Como en los tiempos de Platón, el gran problema hoy es que la mayoría de la gente se guía por la “doxa” no por la “episteme”, de aquí que de las urnas podrán salir, no los que más lo merecen, sino los que mejor sepan acariciar el capricho de las mayorías, demagogos ambiciosos, sedientos de poder, es por esto por lo que Platón pensaba que la democracia es producto de una degeneración, que se corresponde con la tiranía de la mayoría. Es verdad que nunca como ahora ha habido tanta información: periódicos, radio, televisión, etc., pero tristemente hay que reconocer que los medios de comunicación sirven al sistema y forman parte de la opinión pública, fuera de la cual no hay espacio para ellos.
Autor
- Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, habiendo obtenido la máxima calificación de “Sobresaliente cum laude”. Catedrático de esta misma asignatura, actualmente jubilado. Ha simultaneado la docencia con trabajos de investigación, fruto de los cuales han sido la publicación de varios libros y numerosos artículos. Sigue comprometido con el mundo de la cultura a través de la publicación de sus escritos e impartiendo conferencias en foros de interés cultural, como puede ser el Ateneo de Madrid. Su próxima obra en la que lleva trabajando bastante tiempo será “El Humanismo cristiano en el contexto de una Antropología General".
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Al término «democracia» no siempre le subyace el mismo concepto. La propia democracia liberal contemporánea es no ya sólo marcadamente distinta de las «democracias populares» comunistas sino, directamente, de la ateniense. Para la democracia ateniense, el demos era un ser orgánico; no masas desharrapadas cuya fuerza bruta e irreflexiva se expresaba en el voto. Las democracias contemporáneas son sistemas de manipulación del consentimiento ofuscado y de fabricación artera de la «opinión» (afirmaciones estereotipadas, convulsas y mecánicas) prevalente, mientras que, para la democracia ateniense, el derecho al voto se obtenía tras haber sido educado en la paideia. El sistema educativo, inspirado por las ideas de Isócrates, desarrollaba, ante todo, el arte de la persuasión en cuestiones morales y políticas. No era la barbarie anglo del STEAM. Por tanto, si quisiésemos de algún modo redimir eso que hoy llaman democracia, tendríamos que hacerla una democracia censitaria para todos aquellos que superen un psicotécnico, un examen de derecho básico y un examen de economía básico. Los telecreyentes no debieran poder votar.
San Juan Pablo II tenía razón pero pecó de moderado en su expresión. O quizá, si no, se mantuvo en el importante papel político del papado dejando para otros abundar en la verdadera caracterización de eso que llaman democracia hoy.
La «legitimidad democrática» no existe como tal. La única legitimidad procede del derecho natural, en última instancia, y de como la teleología institucional le sirva. Para la sabiduría perenne, las instituciones fundamentales y el bien o el mal no son una cuestión de opinión. No es ser «antidemocrático» sino relegar la democracia y la autonomía de la voluntad colectiva al papel que le corresponde. No hay «democracia» (¿qué?) que valga en una sociedad sin un ideal jurídico y moral común previo. Las constituciones al uso no sirven para tal fin.
Los que vociferan en favor de la «democracia» ciega y bruta actual se dividen en dos grupos: 1) los que dan rienda suelta a su rebelión enferma contra el orden sobrenatural y natural en sociedad, los relativistas cognitivos y morales y 2) los que sibilina y pérfidamente manipulan a los anteriores sabiendo que a río revuelto ganancia de pescadores y prefieren ejercer el poder en la sombra. Por ejemplo, para esquilmar a las naciones con deuda pública de la que el votonto no es ni medio consciente.
Para tener una hipotética democracia tendría que existir un pueblo. Hoy no hay pueblo, hay masa alienada, ni siquiera rebaño, somos piara. ¿Qué democracia va a haber?
Es increíble Platón y cómo «ñtvespaña» divulga esta información. No soy un bot.
Al término «democracia» no siempre le subyace el mismo concepto. La propia democracia liberal contemporánea es no ya sólo marcadamente distinta de las «democracias populares» comunistas sino, directamente, de la ateniense. Para la democracia ateniense, el demos era un ser orgánico; no masas desharrapadas cuya fuerza bruta e irreflexiva se expresaba en el voto. Las democracias contemporáneas son sistemas de manipulación del consentimiento ofuscado y de fabricación artera de la «opinión» (afirmaciones estereotipadas, convulsas y mecánicas) prevalente, mientras que, para la democracia ateniense, el derecho al voto se obtenía tras haber sido educado en la paideia. El sistema educativo, inspirado por las ideas de Isócrates, desarrollaba, ante todo, el arte de la persuasión en cuestiones morales y políticas. No era la barbarie anglo del STEAM. Por tanto, si quisiésemos de algún modo redimir eso que hoy llaman democracia, tendríamos que hacerla una democracia censitaria para todos aquellos que superen un psicotécnico, un examen de derecho básico y un examen de economía básico. Los telecreyentes no debieran poder votar.
San Juan Pablo II tenía razón pero pecó de moderado en su expresión. O quizá, si no, se mantuvo en el importante papel político del papado dejando para otros abundar en la verdadera caracterización de eso que llaman democracia hoy.
La «legitimidad democrática» no existe como tal. La única legitimidad procede del derecho natural, en última instancia, y de como la teleología institucional le sirva. Para la sabiduría perenne, las instituciones fundamentales y el bien o el mal no son una cuestión de opinión. No es ser «antidemocrático» sino relegar la democracia y la autonomía de la voluntad colectiva al papel que le corresponde. No hay «democracia» (¿qué?) que valga en una sociedad sin un ideal jurídico y moral común previo. Las constituciones al uso no sirven para tal fin.
Los que vociferan en favor de la «democracia» ciega y bruta actual se dividen en dos grupos: 1) los que dan rienda suelta a su rebelión enferma contra el orden sobrenatural y natural en sociedad, los relativistas cognitivos y morales y 2) los que sibilina y pérfidamente manipulan a los anteriores sabiendo que a río revuelto ganancia de pescadores y prefieren ejercer el poder en la sombra. Por ejemplo, para esquilmar a las naciones con deuda pública de la que el votonto no es ni medio consciente.
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