Yo tenía un amigo que era cura. Hablo en pasado porque ya ni es mi amigo ni es cura. El hombre colgó los hábitos pronto porque, según él, eso de “id y anunciad el Evangelio” (que se supone que es el lema de los sacerdotes), en realidad era un rollo, pues el Evangelio según la criatura, después de más de veinte siglos de cristianismo, está más que anunciado y lo que tienen que hacer los cristianos es cumplirlo, si quieren, y si no quieren que no lo hagan. Sostenía este viejo amigo mío que el lema de la Iglesia actual debería ser, “id y cumplid el Evangelio”, pero que para eso no hacían falta los curas. Detrás de este argumento, de dudoso rigor teológico, había otra razón más concreta y tangible: esta razón tenía forma de señora, con falda corta y escote generoso. Ya me entienden ustedes. Eso fue lo que llevó a mi viejo colega a abandonar el clero. Lo otro, fue una simple excusa.
He hecho esta introducción porque con el juez de menores, Emilio Calatayud, pasa algo parecido. Este señor dice cosas muy coherentes, expone verdades como templos y refleja el disloque de la sociedad actual con mucho acierto y, además, con gracia, porque el hombre es chistoso. Por donde va, con sus famosas conferencias, llena los salones de actos, o lo que se tercie, y se supone que hasta se ganará un dinerillo con ello. Y yo me alegro. Pero ya está bien de montar el circo. El señor Calatayud siempre dice lo mismo (la anécdota del niño pequeño que va a meter los dedos en el enchufe de la luz, y las alternativas que tienen los padres ante ello, se la he oído un montón de veces). Lo que tiene que hacer la gente es cumplir los sabios consejos que el juez da en materia de educación de los hijos, pues, en caso contrario, todo será un burdo negocio, es decir, una farsa.
No obstante, hace poco he leído una frase entresacada de una entrevista que le han hecho a Emilio Calatayud, que me ha llegado a lo más hondo del alma, y por eso me van a permitir ustedes que se lo cuente, no porque sea algo mío, pues al fin y al cabo todos acumulamos vivencias personales que son interesantes, sino porque lo que voy a contar tiene que ver con la educación, con la desquiciada sociedad en la que nos ha tocado vivir y, por consiguiente, con el propio Calatayud.
Según el señor juez, cuando un niño le pregunta a su madre que qué hay de comer, ésta debe responder: “lo que haya”. Pues bien, esa expresión, la misma, se la escuché yo a mi pobre madre muchas veces, pero por motivos muy diferentes a los actuales. Y es que mi padre era un humilde transportista que con una vieja furgoneta se ganaba la vida dando portes entre nuestro pueblo natal, Sabiote (Jaén), y las localidades vecinas, como Úbeda o Torreperogil. Cuando, poco a poco, la gente se fue haciendo con su propio coche, mi padre empezó a quedarse sin trabajo, pues sus servicios ya no eran necesarios ya que el personal se buscaba la vida con sus propios medios de transporte. Aquélla época complicada le pilló a mi padre con cierta edad, es decir, que ya era tarde para buscarse otro trabajo, o para emigrar fuera del pueblo, cosa que sí hicieron algunos familiares míos.
Mentiría, y no suelo hacerlo, si dijera que en mi casa pasamos hambre porque eso no es verdad, pero sí es cierto que vivimos una situación difícil, que a mí me pilló en plena infancia y los primeros años de la adolescencia. Cuando yo le decía a mi madre que qué había de comer, la pobre siempre me respondía: “lo que haya”; y si lo que yo le preguntaba era que qué íbamos a cenar, su respuesta era invariable: “cualquier cosa”. Ese fue el menú en mi casa durante mucho tiempo: “lo que haya”, al mediodía, y “cualquier cosa”, por la noche.
Voy a poner un ejemplo culinario concreto: si mi madre hacía cocido para comer al mediodía, echaba en el mismo más garbanzos de la cuenta y esos garbanzos que sobraban de la comida, por la noche mi madre los machacaba con un tenedor, le picaba una cebolleta y luego lo mezclaba todo con aceite de oliva y le echaba una poca sal, resultando una masa sabrosa que mi madre presentaba en un plato, y que nosotros (mi padre, mi madre, mi hermana y yo) comíamos untando con ella el pan que había sobrado a mediodía. Esa era nuestra cena. Mi madre llamaba a aquella masa que ella con tanto cariño preparaba como “moje”. Ahora he sabido que algunos cursis de la cocina, llaman a esa masa, aderezada con otros ingredientes, como “morrococo”, y que en algunos sitios se cotiza bien. Pero en mi ya lejana niñez, aquello no tenía nada de cursilería gastronómica; sencillamente era un plato de subsistencia.
En aquella época recibí yo las mejores lecciones de mi vida, pues aprendí que sólo a través del estudio y con mucho esfuerzo y sacrificio por mi parte, podía yo salir de aquella situación dolorosa que se vivía en mi casa, y abrirme camino en la vida de forma digna. Por eso me “comí” los libros, primero en la escuela, luego en el instituto y finalmente en la universidad y, gracias a mi constancia como estudiante, terminé la carrera y conseguí mi plaza como funcionario y, por eso mismo, he podido vivir razonablemente bien, sin tener que agradecerle nada a nadie, pues lo poco que he conseguido en la vida lo he logrado gracias a mi esfuerzo personal.
Elegí dedicarme a la docencia por varias razones, siendo una de ellas la siguiente: creía que a través de la educación, podía ayudarles a otros alumnos a superar situaciones de desigualdad como las que yo había padecido, y a que se abrieran camino en la vida a través del estudio. Por eso al final de mi carrera como docente lo he pasado tan mal: envuelto en unos niños caprichosos y desmotivados, además de presionado por unos padres desvergonzados y estúpidos para los que yo era un maestro muy malo, porque no me gustaba disfrazar a los alumnos en Halloween, ni hacer bailes en las fiestas de fin de curso, ni celebrar cumpleaños en la clase, por citar sólo tres disparates de los que se dan actualmente en la escuela. Unos padres que me aborrecían abiertamente porque yo era un maestro muy serio y chapado a la antigua, al que sólo le gustaba enseñar Lengua, Matemáticas e inculcar a sus alumnos unas normas básicas de comportamiento basadas en el respeto hacia los demás.
Recuerdo que el último año de mi vida laboral convoqué una reunión general de padres de alumnos, cosa que se hace cada principio de curso, en el transcurso de la cual les dije a dichos padres lo que les tenía que decir. La casualidad quiso que, justo a la semana siguiente, el juez Calatayud viniera a Úbeda a dar una de sus célebres charlas, que se celebraron en el salón de actos de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia, con lleno absoluto. Yo asistí a la conferencia y les puedo asegurar a ustedes que el señor juez le dijo a su nutrido auditorio, más o menos lo mismo que yo les había dicho a los padres de mis alumnos en la reunión celebrada la semana anterior, aunque eso sí, Calatayud adornó su disertación con chascarrillos muy graciosos que provocaron más de una vez las carcajadas del respetable público que allí había.
A juzgar por los acontecimientos que siguieron a lo largo del curso, los padres no me hicieron caso a mí, y a Emilio Calatayud tampoco. Entonces, ¿para qué seguir con el circo, es decir, con el señor juez de estrella, dando charlas y haciéndose el gracioso?
Me consta que don Emilio ha escrito varios libros expresando lo que piensa sobre la educación de nuestros niños y jóvenes. Lo que tienen que hacer los padres es comprar esos libros, leer los sabios consejos que el juez da sobre la materia y, como decía mi viejo amigo el cura, que ya ni es mi amigo ni es cura, que cumplan los consejos (los padres, digo), si quieren, y si no quieren, que no lo hagan.
Pero que no siga el juez diciendo lo mismo una y otra vez, en un sitio y en otro. Sobre todo, por respeto a quienes nos hemos tirado toda una vida dedicándonos a la educación, y sabemos que, en las circunstancias actuales, en medio de esta sociedad de locos en la que nos ha tocado vivir, en la que las palabras respeto y autoridad han desaparecido del diccionario, las charlas no sirven para nada, ni las mías, ni tampoco las que imparte el juez don Emilio Calatayud. Por mucha gracia que tenga este hombre al contar las cosas.
Autor
- Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.
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Me alegro de que alguien en este medio proclame sin rubor que es funcionario, porque hay otros como Hakenkreuz y otros seguidores que nos odian obtusamente.
Y con razón. Enorgullecerse de tener «sueldo fijo» con la que está cayendo es de miserables.
Así es. Mira que pasarse media vida estudiando para coger un puesto fijo…. a quién se le ocurre tremenda barbaridad