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Entre los recuerdos juveniles que atesoro, me viene a la memoria una práctica a la que me vi sometido, en ocasiones, gracias a la inocente impertinencia, propia de aquellas abuelas que pastoreaban a sus vestales en los bailes de sociedad donde, una vez entrelazados los protagonistas, se movilizaba ese ejército invasor de diez miembros, que avanzaba por el dulce territorio femenino buscando el objetivo común para todos los hijos de Adán. Era entonces cuando del grupo de damas que descansaban sus abundantes posaderas en los sillones, dispuestos en lugar privilegiado a fin de que desde ellos ejerciesen como tribunal supremo, con la abuela de nuestra ninfa en calidad de presidente, asistida en el proceso de instrucción por alguna buena amiga conocedora del estatus familiar y profesional del audaz pretendiente, a quien la juzgadora citaba con un gesto bien perceptible de su autoritario dedo morcilloso y ensortijado, llamándolo a capítulo a fin de que expusiese razones que satisficiesen a la implacable inquisidora, y es entonces cuando, concluidos los preámbulos habituales, ante la vergüenza manifiesta de nuestra nena, surgía la pregunta que retumbaba en los oídos como una tormenta eléctrica primaveral: ¿Y TÚ QUIÉN VIENES SIENDO?, que uno contestaba como alumno destacado, ansiando alcanzar el premio mayor, celosamente guardado, en la intimidad de nuestra valquiria.

Y, volviendo a la Mayor, he de confesarles que, a raíz de los recientes acontecimientos, me siento como el viejo esclavo mandinga ya liberado por su amo de recolectar algodón, que pasaba sus días dormitando plácidamente protegido del sol abrasador por la sombra de un alpendre, y de repente se enteraba de que el “amo Álvaro” se había desembarazado de la plantación que un día fue objeto de sus amores, con ingenios, apeos de labranza, animales de trabajo y, como no, este pobre negro ya jubilado, inmerso ahora en una aventura que no esperaba dado su avanzada edad, cuando él sólo aspiraba a un plato de comida y un techo que lo protegiese de rigores climáticos. Pero el destino es juguetón, y aquí me tienen a mis setenta y cinco años empezando el juego de ¿y tú quién vienes siendo? Y Uds. se preguntarán a qué viene todo este largo preámbulo, y yo, obediente, trato de aclarárselo.

EXPOSIÓN DE LOS HECHOS

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Cuando ya creía haber alcanzado la estabilidad anhelada por toda mujer “de su casa”, me ha sorprendido un cambio capital en la cúpula del que considero mi diario cotidiano, entre los que afectan no sólo a la mancheta. Se materializa la figura de un personaje hasta ahora desconocido para mí, que parece adornado de todas las virtudes propias de un espíritu inquieto y renacentista, con más usos que una navaja suiza, lo cual lo sitúa notablemente entre mis preferencias. Felizmente, no tiene la apariencia de un estúpido Yupi moderno y amanerado. Poco sé de él, pero en ese tema gano yo, dado que dudo mucho que haya seguido mi modesta “carrera literaria” que sólo haría reír de satisfacción a mi querida madre, si aún estuviese en este mundo. Y aunque confieso tener un recuerdo almibarado de mi, hasta ahora, editor y siempre amigo Álvaro, soy leal y, aunque me arroje en brazos del recién llegado, no quiero llamarle Álvaro, por traición del subconsciente en un futuro momento de intimidad, aunque si manifiesto que conservaré su fotografía entre mis objetos más preciados. ¡En fin! como dicen los estúpidos habitantes de Gringolandia “No hay que llorar sobre la leche derramada” así que, el Rey ha muerto ¡Viva el Rey! Y aquí me tienen como una quinceañera ilusionada, con mi ropa interior de marca y totalmente embadurnada de crema hidratante, dispuesta a procurar felicidad a mi “nuevo amo”, dejando mi invitación a que se inquiera sobre mi persona (no tengo delitos de sangre) otorgándome, así mismo, el derecho a preguntar a la parte contratante de la primera parte, para que de ese olfateo reciproco salgan los cimientos de una futura amistad, mientras tanto

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Bienvenido Ignacio, y si todo va bien, ¡Hasta que la muerte nos separe!

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