21/11/2024 15:17
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Se hace obligado recordar, como introito, que la democrática Transición que venimos padeciendo es una mafia organizada para la maldad. Y toda maldad organizada se asienta en la pasividad social.

Dicho lo cual, aclaremos, así mismo, que la mayoría de la gente es incapaz de imaginarse un comportamiento social basado en la virtud. Saben, sí, que la virtud existe, pero ese entendimiento de su existencia es inútil, porque lo ignoran todo sobre ella y no aspiran a conocerla. Una sociedad, en la más habitual de sus versiones, es sólo un amasijo dominado por algunas inquietudes ancestrales, como el miedo al hambre y a la muerte, como lo hemos visto recientemente con el covid.

Los poderosos son conscientes de que basta con asegurar a los súbditos una vida más o menos confortable, para que sirvan al gobernante. El temor y el trigo son los mejores aliados de éste. El error de los que escriben sobre la virtud es confundir a esos millones de seres humanos con la imagen que ellos se hacen de lo noble. De ahí que tantas veces no puedan explicarse sus conductas.

Mientras ellos piensan en espíritus distinguidos, los más realistas observan a la marea más sucia, que es la que inunda la nación: la de los millones de envilecidos a los que se llama pueblo, y que debiera llamárseles masa. Mientras aquellos dan nombres ideales a la común vulgaridad y creen en la excelencia, éstos escuchan las voces que surgen de los infiernos cotidianos, allí donde las almas se confunden con el mal.

Nuestra sociedad se rige por una mentalidad pragmática para la cual el fin justifica los medios. La falta de sensibilidad ante la injusticia y la desigualdad van parejas a la exaltación del dinero y del éxito como únicos valores morales, y se vinculan a una cultura de la relativización y de la indiferencia, donde todo vale con tal de acumular un mayor capital y una gloria de pandereta que satisfaga nuestro hedonismo y nuestro ego.

La sociedad, más que un juguete en manos de los políticos de la casta, es decir, de los delincuentes, es su germen, su caldo de cultivo. Sólo se aprueban -socialmente hablando- aquellas ideas y conductas que cristalizan en algo práctico, que triunfan, y mejor aún si la victoria es a costa de denigrar al competidor. Pretender la libertad, ir siempre más allá en nuestro conocimiento y en el del mundo…, todo eso, por sí mismo, nada vale; sólo vale si de ello se extrae un fruto mensurable por la multitud.

Todo el mundo clama, pero casi nadie se aplica el cuento a sí mismo, y mientras clama contra la desvergüenza se dedica a practicar la que tiene a su alcance, convirtiéndose en una partícula de ese océano de excreciones que nos inunda. Un ejemplo sangrante es el de tantos padres que utilizan el colegio de sus hijos como forma de descanso, con absoluta despreocupación de las necesidades de su educación, aun a sabiendas de que estos Gobiernos están tratando de pervertir a la infancia, y que son incapaces de transmitir a los chicos el valor del sacrificio y del esfuerzo y de la honestidad como vía para lograr resultados razonables.

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La sociedad, en general, y la juventud educanda, en particular, desprecia la creatividad, ignora a Sócrates y a Schuman, a Rilke y a Cervantes, pero se entusiasman con cualquier actualidad estrambótica procedente del lumpen, sobre todo si este proviene de Anglolandia y de sus terminales. Y cualquier desviación natural, al hilo de las leyes LGTBI, es aceptada como la cosa más normal del mundo, o como si no fuera con el ser humano ni tuviera atroces consecuencias. Estas audacias públicas del sexo no son síntoma de libertad o tolerancia, como quieren hacernos creer, sino de degeneración; además de un recurso comercial y, sobre todo, un vulgar método de imponer una tiranía sexual abominable.

Perversión que acabará pagándose, como se está purgando ya la irracionalidad y el buenismo. Ni siquiera en época de comicios es posible razonar con la plebe; sólo admite las consignas imbuidas por la paranoia izquierdosa, por la publicidad y las agendas capitalistas, aparte de las pancistas elucubraciones de su malevolencia. Una ciudadanía escasa de disciplina, irrespetuosa con la rectitud y el esfuerzo, que espera más de la suerte que del trabajo, con unas elites mendaces encabezando sus actuaciones políticas, sociales y económicas, no puede dar de sí mucho más que lo que vemos, ni evitar el desastre.

La mostrenca comodidad o indiferencia del pueblo se siente más a gusto perteneciendo a una bandería, a una secta, que adhiriéndose a unos principios. El grupo es una idea reconfortante y protectora; no ya sólo porque siempre hay alguien dentro de él que decide y resuelve por nosotros y nos exime de pensar y de las responsabilidades, sino también porque nos ayuda a aprovecharnos de nuestros semejantes más débiles. Generalmente, como apuntó Maquiavelo, se hallan los hombres más prontos a acompañar y secundar al que temen que al que se hace amar.

En España, ni gusta el rebelde, porque evidencia la sumisión de la mayoría, ni gusta el profeta, porque revela otra cosa incómoda: la ceguera general. Para dirigir a los españoles no valen hoy la cordura, la responsabilidad ni la honradez. Aquí hay que ser veleidoso y criminal.

La muchedumbre se ha dejado envolver por el veneno dulzón del agitprop capitalsocialista, y en la actualidad es una masa blanda y amorfa inoculada de buenismo y progresismo, es decir, ausente del mínimo atisbo de capacidad crítica. En España, ahora, se elimina la filosofía, se humilla a la poesía, se quitan los nombres ilustres de las calles, de las universidades, de la cultura y de la historia por espíritu sectario, y se los sustituye por sectarios. España ha sido tomada por una raza tan vieja como el mundo -la del Mal- pero que ha ocultado sus rabos y sus cuernos con terciopelos y sedas y se dirige a la gente convenciéndola de las bondades del pensamiento débil y simplista.

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Esta raza renovada que ha surgido en Occidente, que invade las naciones y que lo envilece todo es la raza globalista, mezcla siniestra de capitalismo y marxismo que ejerce una perniciosa influencia social tratando de romper los lazos del pasado con el señuelo de la democracia y de la corrección política y social, que dispensa certificados de moralidad individual, y que elimina a quien se atreve a cuestionarla.

Y esa raza ha hincado el diente a una sociedad que no es ni proletaria ni burguesa, sino un ente artificioso que sustituye los principios por el desafuero y las ideas por la perversión. Una sociedad que ni sabe dónde va ni tiene interés por saberlo y que nos hace olvidar aquellos tiempos en los que al vulgo se le consideraba el «antiguo legislador». Una sociedad, en definitiva, que está muerta, pero que no lo sabe. «Cuando te mueres no sabes que estás muerto -comentó Einstein-, no sufres por ello, pero es duro para el resto. Lo mismo pasa cuando eres imbécil.

¿Qué puede aportar esta sociedad ante las urnas, amable lector? Durante unas vacaciones por Navarra me llamó la atención el sello de los infanzones de Obanos: «Pro libertate patria gens libera state». (Sed libres para conseguir una patria libre) ¿Dirá este lema algo a la sociedad electora española de hoy?

 

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Aliena

Un artículo soberbio, pero me temo que poco grato, pues la disección de la sociedad ( española pero no solamente, en particular en ese desagrado ante el profeta, objeto de irrisión primero, de cólera irracional cuando se demuestra que tenía razón ) es implacable y a todos nos resulta incómodo ver en nuestro interior. Pocos habrá que no se consideren, como mínimo, razonablemente virtuosos, ya por acción, ya por omisión. En cuanto al sello de los infanzones de Obanos ( aparte de agradecer la traducción, pues todo el mundo es víctima de su educación hasta cierto punto y yo no sé latín ), se me ocurren varias posibilidades que se mueven entre: «Qué casposo» y «¿Qué es un infanzón?»

Última edición: 1 año hace por Aliena
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