21/11/2024 15:13
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Recuerdo ver entusiasmado, en mi infancia, una película titulada El último samurái (2003). Formaba parte de una oleada difícilmente recuperable de cine que, más allá de su muy cuestionable categoría artística, fue capaz de hacer retornar para toda una generación de niños –algunos de ellos, como quien esto escribe, muy jóvenes entonces–, el arquetipo del héroe. Me refiero a títulos inolvidables como Gladiator (2000), Braveheart (1995), El último mohicano (1992), Cuando éramos soldados (2002) o El reino de los cielos (2005). Películas de ambientación histórica que pude ver en el cine, gracias a la permisividad de mis padres; o en la televisión, dada la buena selección gratuita de antaño. Y, sobre todo, al grado explícito de humanidad todavía existente entre el sujeto contemporáneo.

Todo lo que sabemos de Europa comienza en Homero, en el héroe tal y como aparece representado en la Ilíada y en la Odisea. El guerrero homérico encarna, con su ideal aristocrático de vida, el génesis de la idea de individuo que ha formado social, política y culturalmente a Occidente. Y mucho más allá: del gladiador romano de origen hispano que Ridley Scott inmortalizara para el cine en la película protagonizada por Russell Crowe; al bushidō samurái como código de honor por el que Yukio Mishima se quitó la vida; pasando por el Kshatriya de la casta guerrera hindú; los Berserker vikingos encurtidos en una piel de lobo como en las imágenes de The Northman (2022). El mitologema del guerrero estaba presente en el poema épico de Gilgamesh, en la ancestral cultura indoeuropea donde las fuerzas arquetípicas materna y paterna convivían en perfecta armonía, y posteriormente ha seguido vivo en las grandes obras de nuestra época, tales como Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

La cosmovisión que esconde tras de sí el guerrero bajo toda apariencia y circunstancia remite siempre a una verdad inmarcesible que nos impele a luchar por ella. No en vano, como se suele decir y la antropología más básica confirma, el hombre nació con dos brazos: uno para portar la espada y el otro para portar el escudo. Lo que hay que tener para viajar a un continente inhóspito o a la luna inscrita en la bóveda celeste: coraje, valor, honor, actitud. El camino del samurái, como el del hombre auténtico, es ser-para-la-muerte. Dicho camino, por supuesto, redunda en una travesía solitaria de auto-descubrimiento. Algo que el hombre moderno ha olvidado paulatinamente. Y que, apenas unos años atrás, un viejo sabio, de convicciones paganas, nos quiso recordar a todos escenificando un sacrificio ritual en una de las catedrales góticas más importantes del mundo.

Ocurrió el 21 de mayo de 2013. Hace exactamente diez años ahora. La Catedral de Notre Dame estaba llena ese día. Más de 1.500 personas vieron como un anciano de 78 años subía al altar armado, a continuación depositaba cuidadosamente un sobre sellado en el suelo y se descerrajaba un tiro en la boca. Rindiendo un homenaje a su admirado Yukio Mishima; al Áyax de Sófocles que a la vuelta de la Guerra de Troya se arrojó sobre su espada; y, al tiempo, representando ritualmente el suicidio de Occidente ante el empuje cultural de la posmodernidad, el islam y el liberalismo que han terminado por destruir los valores de la Tradición Sapiencial. Escribe Dominique Venner en su nota póstuma: “Me doy la muerte con el fin de despertar las conciencias adormecidas. Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen nuestros anclajes identitarios y especialmente la familia, base íntima de nuestra civilización milenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de todos los pueblos en su propia patria, me sublevo también contra el crimen encaminado a reemplazar nuestras poblaciones”.

Se trata del último samurái oficiando el antiguo ritual del seppuku. Un sacrificio final de una sociedad que abomina de los sacrificios y de la tragedia. Trágico destino de un hombre sabio, consagrado en su aliento final a purgar el fatalismo. Y nosotros, los europeos que desistimos de atender su llamada, somos los traidores que han transigido con el enemigo al devenir también bárbaros. En palabras del propio Venner: “La historia de los pueblos y de las sociedades no está regida por una ley de continuidad, sino por accidentes imprevisibles”. Porque, como también él mismo afirmó, “Antes de que nos impongan ese destino, los europeos no tienen otra opción que romper con la fatalidad y regresar a sus orígenes. Siguiendo el ejemplo de Perceval, deben, en el bosque de símbolos, redescubrir su tradición para buscar los valores vitales de una vida que aún pueden cambiar. Hacer una vida que merezca la pena, entender lo que uno es, encontrar la manera de vivir y actuar de acuerdo a nuestra tradición, esa es nuestra tarea. Esto no es sólo algo previo a la acción. El pensamiento es acción. Nuestro mundo no será salvado por sabios ciegos o eruditos impasibles; será salvado por poetas y guerreros”.

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Uno de los libros favoritos de Venner, como me dijo una vez su amigo y editor en España Javier Ruiz Portella, es el Martin Eden (1909), la novela autobiográfica del genial Jack London. Reconozco que es también uno de mis textos favoritos. Su protagonista decide asimismo suicidarse, en las páginas finales del libro. London lo describe con la acerada precisión y la parquedad estoica, tan brillantes en la suma, que lo caracterizan: “Y al fondo, en algún lugar, cayó en la oscuridad. Eso lo supo. Había caído en la oscuridad. Y en el instante en que lo supo, cesó de saber”. De ese estilo literario nacerían autores como Baroja, Hemingway o Mailer. Y de esa forma de vivir, con consecuencia hacia los principios fundamentales de cada uno, llegaría la muerte de Rommel, Mishima o Venner. Sabiendo que la larga memoria de Europa no puede vivir únicamente en su glorioso pretérito: “No es posible restaurar las formas del pasado. Nunca se puede volver atrás. Las estructuras del pasado no volverán. En cambio, el alma de una civilización puede renacer bajo otras apariencias, siempre y cuando se sepa interpretar su sustancia para convertirla en modelo de un renacimiento”.

La muerte de Venner, en ese sentido, es la consecuencia lógica, la llamada a la acción y el paso a los hechos, después de varias décadas de ahondamiento en el diagnóstico teórico. Su rito sólo puede ser solipsista porque cualquier acción política común que vaya en la dirección de lo postulado por Venner será perseguida públicamente por resultar “fascista”. A lo que nos impele el pensador francés es a realizar una revolución, en su sentido etimológico de reinstaurar una situación previa cercana el tiempo de origen, a la era mítica, donde Europa vuelva a ser la gran cultura identitaria de los tiempos pasados. Igual que en el “arqueofuturismo” de su compatriota y coetáneo, el también neopagano Guillaume Faye; también en las previsiones de futuro para Europa realizadas por Dominique Venner aparece con fuerza una única vía: aquella que asuma la técnica moderna para alcanzar fines propios de la tradición sapiencial europea. En sus propias palabras, “Se trata de reactualizar los principios vivos de un ideal de vida”. En un sentido puramente tecnológico, el tradicionalismo –tanto en su vertiente hispanista como en la continental– debe abandonar la minoría de edad.

Dominique Venner escribió que “Todas las grandes civilizaciones se apoyan en una antigua tradición que transcurre a través del tiempo. La tradición es la fuente de las energías fundadoras. La condición previa de todo renacimiento consiste en cultivar nuestra memoria, en transmitirla viva a nuestros hijos y comprender también las pruebas que la historia nos ha impuesto. Con la vuelta a los orígenes, la vida recobra sentido”. En un sentido similar, por supuesto, al señalado por su maestro Ernst Jünger: “El orden humano se parece al cosmos en que, para renacer, es preciso que se sumerja de vez en cuando en el fuego”. La resurrección pagana del Ave Fénix, como la resurrección cristiana del Hijo de Dios, es una operación alquímica necesaria para la transformación del cobre en oro. Para Venner, en la Tradición homérica la estética es superior a la moral porque lo bello es bueno, y esa suma compone lo verdadero. El mundo y la vida, así, serían entendidos como una obra de arte casi nietzscheana. Cada pincelada, por nimia que sea, debe rendir homenaje al conjunto. Porque lo mínimo está en correspondencia con el total. La belleza nos recuerda que todo está ordenado y, por lo tanto, tiene un sentido.

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Con 18 años, Venner se alistó en el ejército. Quiso seguir los pasos de su admirado Ernst Jünger. Entregando su vida y su alma al desengaño, por medio del pólemos que es padre de todas las cosas, y patria verdadera de la “persona singular soberana”. Coincidió con su contemporáneo Alain de Benoist –otro discípulo aventajado y amigo de Jünger– en el interés por la Historia al margen de los trasnochados parámetros académicos. Y con otro gran defensor francés de Europa, Guillaume Faye, en la defensa del neopaganismo homérico como verdadera identidad cultural. Fue encarcelado durante 18 meses en los años 60 por ser miembro del grupo nacionalista Jeune Nation en tiempos de conflicto en Argelia, y en prisión descubrió su pasión por la escritura. En ese particular bildungsroman o “camino de aprendizaje”, el francés descubrió la importancia de unas palabras inscritas en las páginas de La emboscadura (1951): “Librar de miedo al ser humano es mucho más importante que proporcionarle armas o medicamentos, pues el poder y la salud están en quien ha vencido al miedo”.

Tras su paso por prisión, Venner participó en distintos grupos orientados hacia la acción como GRECE, junto a algunos jóvenes de lo que se considera “extrema derecha”, como Pierre Vial. Era un hombre capacitado para la teoría pero estrictamente enfocado hacia las soluciones prácticas. Siempre desconfió de la política y sus posibilidades reales de transformación social, y por eso prefirió dedicarse al pensamiento en páginas tales como las publicadas en la revista Europe-Action, fundada en 1963 y finalizada en 1967. A pesar del paso del tiempo, Venner se mantuvo en esencia fiel a los principios que cristalizaron en dicha publicación. Precisamente por eso, nunca adquirió una postura fatalista frente a la decadencia europea. Su suicidio a la edad de 78 años, ahora hace una década, no fue una huida inútil, sino una invitación activa a la resistencia, a la reacción, a la revolución-conservadora que lucha por hallar una “tercera vía” para la vida en común.

En el siglo XVII, Yamamoto Tsunetomo escribió un texto fundamental titulado Hagakure. El camino del samurai. Un texto que contiene sorprendentes coincidencias con algunos manuales estoicos occidentales como las Meditaciones de Marco Aurelio. Sobre el texto de Tsunetomo, Yukio Mishima escribiría, bajo la forma de un comentario eminentemente práctico, uno de sus ensayos más celebres: La ética del samurái en el Japón moderno (1969), escrito tras la hecatombe que supuso la Segunda Guerra Mundial. Estos textos son auténticos bastiones de resistencia espiritual interior. Tan actuales hoy como en la fecha en la que fueron escritos: fruto de esa verdad inmarcesible a la que llamamos Tradición sapiencial.

En esos ejercicios espirituales para el ánima guerrera, puede leerse: “Si debes escoger entre la muerte y la vida, escoge sin dudar la muerte. Nada es más simple. Reúne tu valor y actúa. Si creemos a algunos, morir sin haber cumplido su misión sería morir en vano. Esa es una contradicción de la ética samurái. Todos preferimos vivir. Nada más natural, pues, que buscar una excusa para sobrevivir. Pero aquel que escoge vivir cuando ha fracasado en su misión, aquel incurrirá en el desprecio destinado hacia los cobardes y los miserables”. Abrazar el Destino de Europa, abrazar el Destino de cada uno de los europeos. Es un mandato póstumo, dictado hace diez años ante las ruinas de una Europa postrera, que puede ser sintetizado en una sola frase: hermano desconocido, no temas bailar con lobos para mejor vencer dragones.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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José Luis Fernández

Durante los Siglos XVIII y XIX las naciones europeas tuvieron la ambición, y la capacidad, de conquistar otras tierras en Africa y en Asia porque estaban seguras de sí mismas y de la superioridad de la Civilización Occidental, pero esa confianza desapareció con las dos Guerras Mundiales que, en realidad, fueron guerras civiles intra-europeas. La situación actual de las naciones europeas es la de una falta de vitalidad, de desesperanza en el futuro y, sobre todo, de una autocensura mental que les impide pensar en aventuras guerreras; los pueblos europeos están aceptando, mansamente, ser invadidos por gentes procedentes de otras culturas (alguna de ellas enemiga mortal de la cultura europea). La única forma de despertar de nuevo la confianza y la voluntad de lucha de los europeos es mediante una política que tenga dos objetivos: 1º. expulsar del suelo europeo a los que pretenden imponernos una religión contraria al Cristianismo, y 2º. proponer la recuperación para el Occidente cristiano de todos los territorios del Norte de Africa y de Oriente Medio que pertenecieron al Imperio Romano hasta el Siglo VII de nuestra era. Para llevar a cabo esa magna tarea histórica Europa necesitaría estar aliada con Rusia (y conseguir, al menos, la no-injerencia de Estados Unidos). En ese caso todos los traumas psicológicos de los europeos desaparecerían radicalmente.

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