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“Quien quisiere ser culto en sólo un día,
[…] Use mucho de líquido y de errante,
su poco de nocturno y de caverna, […]”[1]
Sucede con los cuentos y fábulas que, como los proverbios y refranes, son breves y fáciles de aprender. En muchos relatos, por su carácter mitológico o legendario, la mezcla de ficción y realidad y un origen remoto y misterioso son parte sustancial de su encanto y aceptación popular. Sin embargo, durante mucho tiempo, la ficción contada o cantada establecía un pacto tácito entre el artista y el público que respondía a un deseo de comunicación eficaz. Todo lo contrario a ese “arte” oscuro destinado, precisamente, a no ser entendido; es decir, concebido para distanciarse del receptor, interponiendo una barrera de “cultura”, que no lo es ni puede serlo, justamente, por su carácter hermético y solipsista.
Si en nuestra infancia se nos ha obligado a creer que un urinario es “arte”, entenderemos perfectamente por qué esos mitos de la modernidad no se cuestionan ni discuten, y sólo pueden “admirarse” bajo coacción. Pues para sostener esa absurda creencia y perpetuarla ha sido preciso ejercer una violencia sin límites contra la razón de forma constante en todas las etapas educativas, en lo que supone una deliberada y brutal operación de ingeniería social.
El problema es que esta farsa gigantesca es tan grotesca que incluso después de modelar las conciencias durante generaciones, y hacer innecesaria una argumentación imposible en defensa de toda suerte de garabatos, cachivaches y demás patrañas, la fe del lacayo hijo de su tiempo sólo atina a balbucear los estúpidos tópicos aprendidos en la niñez y con los que se le ha venido bombardeando en los últimos cien años.
Uno de los “argumentos” más divertidos para justificar los disparates de las vanguardias artísticas es, sin duda, la apelación a la formación rigurosa, clásica y académica de sus miembros. Chusquísimo recurso, teniendo en cuenta que las vanguardias se definieron abierta y unánimemente como antiacadémicas. ¡Cuántas veces habremos oído aquello de que las Academias eran esos “rígidos corsés” que oprimían los espíritus libres, cercenando su creatividad!
Recuérdese también cómo los adalides y corifeos de “la modernidad” etiquetaban de “anticuados” y “retrógrados” a los artistas más ilustres de su tiempo, y, por la misma regla, el público burgués que acudía a sus exposiciones o conciertos era calificado como un atajo de “filisteos” refractarios a todo avance.
Sin embargo, tras más de una centuria repitiendo el cliché según el cual la modernidad exige renegar del pasado y hacer escarnio de la tradición, resulta que un refugio muy socorrido para justificar las patochadas fauvistas, orfistas, cubistas, dadaístas, expresionistas, surrealistas, constructivistas o suprematistas sigue siendo… ¡La sólida formación de sus protagonistas! Que si la cultura de Cézanne; que si Picasso pintaba como Velázquez; que si la pericia de Mondrian en sus paisajes y molinos; que si la cantera criada bajo la tutela de Peter Behrens… Porque, en última instancia, la solidez de los vanguardistas residía en la formación académica recibida por parte de aquellos maestros “fósiles” a quienes desplazaron y, póstumamente, sepultaron en el olvido.
Por esa misma razón, y en buena lógica –entiéndase la ironía–, desde que los popes de las vanguardias impusieron su ortodoxia; o, dicho de otra manera, desde que los paladines de la modernidad se encaramaron a las cátedras universitarias para imponer sus dogmas revolucionarios, lo que se ha venido haciendo durante el último siglo ha sido repetir hasta el infinito las mismas fórmulas “originales”. Y, por supuesto, impedir que los nuevos alumnos pudieran recibir jamás la formación clásica y el conocimiento de los oficios que sí tuvieron algunos de los viejos bramanes de las vanguardias.
Como puede apreciarse, un maravilloso ejemplo de “coherencia” cuyos efectos son bien palpables en la posmodernidad.
En esta misma línea de “solidez argumental” en auxilio de las vanguardias, se da otro curioso fenómeno, que es alabar a los artistas de la modernidad por lo que pudieron ser y no fueron. Y no hay que irse muy lejos para explicar lo que esto quiere decir. Basta observar y atreverse a analizar, sin miedo, los tópicos y mitos que envuelven a algunas vacas sagradas; por citar a algunos desconocidos, véase, por ejemplo: Picasso, Kandinsky o Duchamp. El primero pudo aprender de un padre catedrático de Dibujo y, sin embargo… dando por cierto que a muy temprana edad pudiera compararse con el mismísimo Velázquez, la pregunta inmediata que al parecer nadie se hace es: ¿por qué no “siguió” pintando como Velázquez y se dedicó a hacer lo que hizo? ¿Por qué asumimos sin pestañear que la obra de don Diego Rodríguez de Silva se juzgue por sus méritos y la de Picasso por su firma?
Algo parecido sucede con Kandinsky. En el imaginario cultureta propio de las “elites” universitarias prendió aquello de que Kandinsky era músico, y la cantinela se ha repetido sin cesar para explicar su “genialidad”. Ahora bien ¿qué tiene que ver que Kandinsky fuese un músico mediocre para considerarle un gran pintor? Es como afirmar que un lanzador de martillo es buen atleta porque toca la guitarra. Cuando, quizá, saber que su maestro de la secesión muniquesa, Franz von Stuck, lo tenía por un mal dibujante, acaso debiera tener alguna relevancia a la hora de evaluar las cualidades artísticas del personaje. Sin embargo, lo cierto es que la poca destreza de Kandinsky con los pinceles se pasa por alto con alegría, como si careciese de importancia.
Y lo mismo pasa con Duchamp. Venga a repetir la matraca de que era un ajedrecista consumado, de lo cual, al parecer, se infiere, y todos debemos creerlo, que sus “ready- mades” son obras de arte. ¡Indudablemente! Un razonamiento “inapelable” a juzgar por su extensión, reiterado hasta la saciedad por sus devotos y esa caterva de mixtificadores que se hacen llamar “entendidos”.
Prohibido decir de Munch, Malevich, Kokoschka, Otto Dix, Chagall, Giacometti y tantos otros sancionados como “genios” que en realidad eran unos patanes, aunque sus obras se caigan a pedazos por el desconocimiento absoluto de las propiedades de los pigmentos, aglutinantes y secativos, sus composiciones carezcan de equilibrio y la destreza técnica brille por su ausencia.
Pero, ¿acaso la postración exigida ante los bodrios de las vanguardias no es la prueba más elocuente del poder de unos y el vasallaje de otros? ¿Existe un ejemplo mayor de sumisión que la ridícula humillación ante los falsos ídolos de la modernidad?
Lo que seguro jamás le contarán los Clement Greenberg, Arthur Coleman Danto, Meyer Schapiro ni ninguno de los chamanes y hechiceros encargados de levantar el mito de las vanguardias e interpretar “correctamente” sus arcanos, es que Kandinsky, Chagall o Malevich compartieron haber sido “comisarios de las artes” en la Unión Soviética… Y que su esfuerzo mancomunado en favor de un “arte” especulativo ha sido un factor decisivo en la manipulación y deconstrucción social propugnadas por la hidra bicéfala del internacionalismo comunista y liberal-capitalista. Una labor destructiva y, así mismo, impune, ya que la abrumadora pertenencia de los artífices y gestores de este inmenso fraude a la secta de los apátridas y su apropiación de “la cultura” en régimen de monopolio no se puede mencionar –ni mucho menos denunciar– bajo ningún concepto, so pena de incurrir en el tabú más peligroso y temido por quienes nos quieren esclavos: decir la verdad. Porque, como es sabido, “la verdad os hará libres”.
[1] Francisco de Quevedo. “Aguja de navegar cultos. Con receta para hacer soledades en un día”, 1613. Alusión crítica a las “Soledades” de Góngora por su oscura complejidad.
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Lo que seguro jamás le contarán los Clement Greenberg, Arthur Coleman Danto, Meyer Schapiro ni ninguno de los chamanes y hechiceros encargados de levantar el mito de las vanguardias e interpretar “correctamente” sus arcanos, es que Kandinsky, Chagall o Malevich compartieron haber sido “comisarios de las artes” en la Unión Soviética…
Lo que de seguro nunca, nadie se atreverá a apuntar es que los tres sujetos son judíos, y que ellos y otros judíos como ellos llevan haciendo lo que quieren con los mercados del arte europeo desde hace más de un siglo.