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Desde el 1812-14 hasta el de la “Operación roca” de la Transición
El experimento que más tiempo duró fue el de “La década de los moderados”
Y ahora les invito a leer lo que escribí y publiqué el 2 de noviembre de 1978, tan solo un mes antes del Referéndum que aprobó la Constitución que hoy, todavía, está en vigor:
“Ahora se nos habla de moderación y de democracia. Ahora se nos habla a todas horas de las maravillas que es la Unión del Centro Democrático como partido. Parece como si de la noche a la mañana se hubiese descubierto el Mediterráneo y el huevo de Colón al mismo tiempo. Dicen: Todo ha sido posible gracias a la UCD. Todo es posible gracias a la UCD. Y nada será posible sin la UCD. Y repiten: La UCD ha traído la Democracia. La UCD ha hecho la transición sin sangre. La UCD ha homologado la Monarquía con las otras monarquías europeas. La UCD domina la economía. La UCD ha doblegado al Ejército. La UCD ha conquistado a la Iglesia. La UCD controla para sí toda la prensa, toda la radio y toda la televisión. En fin, la UCD es hoy dueña y señora de los destinos de este viejo país.
Y, por ende, su mentor y domador, el señor Suárez, bien puede mirarse al espejo y decirse a sí mismo: «Soy el más guapo. Conmigo no hay quien pueda. Soy el amo, y los demás, mis esclavos. Soy el más inteligente. Soy el más astuto. Soy -¿y por qué no?- el Rey de este Milagro.»
Y, sin embargo, el señor Suárez no ha descubierto nada. Desgraciadamente, en este país todo está ya descubierto. En el parto, antes del parto y después del parto.
EL CENTRISMO DE FRAGA
Corrían los primeros años setenta y un buen día don Manuel Fraga se puso a hablar de la necesidad de una política de centro; una política que huyendo de los extremos hiciese posible la Reforma y salvase a España a la hora de cumplirse las «previsiones sucesorias».
Los extremos en esos momentos eran los comunistas Y los más recalcitrantes servidores del Movimiento Nacional.
¡Qué casualidad! Allí estaban don Santiago Carrillo y don Adolfo Suárez. Precisamente, los dos hombres que luego harían el «milagro». Fraga hizo la tarta y Suárez se la ha comido. Este es el quid.
Para nadie es un secreto que cuando aquel día del mes de julio del 76 la Corona aupó al entonces ministro secretario general del Movimiento a la Presidencia del Gobierno nadie, ni el propio interesado, daba un duro por su futuro. «¡Qué error, qué inmenso error!», dijeron unos. «¡Es un penene!», dijeron otros. Pero todos, tirios y troyanos, se llevaron las manos a la cabeza. ¿Cómo podría hacer la transición un hombre tan rematadamente significado entre los azules? ¿Cómo podría ser el ministro de la Falange el hombre que sentara a una misma mesa a los dirigentes de la perseguida y maltratada izquierda marxista?
Naturalmente, quienes así pensaban no tenían en cuenta dos factores o características personales del designado:
Primero, sus grandes conocimientos de la ciencia camaleónica y su increíble poder de adaptación. A este respecto, conviene recordar que no hay un animal más acomodaticio que el camaleón en todo el reino animal. Por cierto que no hace mucho el profesor Toole hacía en «El Imparcial» una descripción del «camaleón» político, que no me resisto a reproducir:
«Quizá una de las cualidades más necesarias, ¡absolutamente necesaria!, para el político es la de tragarse los sapos… Porque, ¡ay del político que no se trague cada mañana, junto con el desayuno, un buen sapo! Sobre él caerá el rayo del desprecio.»
Segundo, su falta de «cuarteles de invierno». Es decir, no tener a donde retirarse en caso de cese o dimisión. Pues es público y notorio que el señor Suárez, al margen de la política, sólo era un humilde licenciado en Derecho. Circunstancia ésta digna de tenerse en cuenta a la hora de enjuiciar a un político, pues al final resulta decisiva en toda su actuación pública. El hombre que tiene «cuarteles de invierno» puede permitirse el lujo de tener, aunque sólo sea una vez en su vida, dignidad y coraje para pegar un puñetazo en una mesa y marcharse. El hombre que, por el contrario, quemó las naves al hacer su primer juramento ya no tendrá otro remedio a lo largo de su vida que ceder. Ceder para conservar; ceder para trepar; ceder para traicionar; ceder para engañar… ¡Y por ceder, hasta su propia alma! Todo, antes de quedarse en la calle. ¡Ah, qué gran maestro fue en esto mi admirado Fouché!
Estas dos características iban -y van- a ser decisivas en el «currículum» de Suárez como presidente del Gobierno. Y en este marco hay que encuadrar todo lo que ha hecho en este tiempo o, incluso, lo que ha dejado de hacer.
Naturalmente, sus seguidores más cercanos o su gran aparato de propaganda lo plantearán de otra manera. Pero eso ya es política de partido… y yo estoy estudiando al hombre. (Es decir, al hombre que nos lleva al desastre.)
Una cosa está clara, sin embargo: Suárez no llega al Centro por el camino de las ideas o del convencimiento. Eso podría permitírselo Fraga, o Ruiz Jiménez, o Gil Robles, o Areilza… Pero nunca Adolfo Suárez. Suárez llegó al Centro (y así pudo nacer la UCD) por pura conveniencia política. Porque se da cuenta de que con la izquierda no tiene nada que hacer y en la derecha, por experiencias pasadas, se le conoce demasiado bien.
LOS CHANTAJES DE SUÁREZ
Entonces se agarra, como a un clavo ardiendo, al incipiente Centro (entonces todavía sólo Centro Democrático), defenestra a Areilza y empieza a hacer de las suyas. Es decir, hace un «Centro» extraño y sorprendente: una mezcolanza de antiguos seuistas, socialdemócratas, liberales, democratacristianos, falangistas arrepentidos, opus, chicos de acción católica, subsecretarios y directores generales, cachorros del franquismo, y cien aparatos más. Y con la maestría del admirado Chicote los mete a todos en la coctelera, los mezcla y los confunde. Y lo que de ahí sale se bautiza con el nombre rimbombante de «Unión de Centro Democrático». Todo, cualquier cosa, antes de perder el poder. Así no es de extrañar que compre voluntades, destroce famas o ceda ante el menor chantaje.
Pero, llegados a este punto, hay que preguntarse: ¿Sabía don Adolfo Suárez qué era el Centro? ¿Conocía don Adolfo Suárez los intentos de una política de centro que se han hecho en la España contemporánea? ¿Estaba preparado para encabezar y dirigir una operación que, por su trascendencia, podía y va a ser definitiva en esta ocasión histórica? ¿Medía el señor Suárez los riesgos que implica para la Monarquía complicar al Rey en esta operación? Y por último, ¿sabía, o sabe, don Adolfo cómo terminaron estos intentos de Centro en el pasado cuantas veces se llevaron a la práctica?
Esta es la cuestión. Y esto es para mí lo grave. Grave para la Democracia y grave para la Corona. Porque es demasiado lo que nos jugamos todos para dejar el juguete en manos de un político tan sobrado de audacias y tan falto de condiciones.
«El peor de los experimentos que puede hacerse -diría un día mi admirado Lucio Anneo Séneca, cuando era preceptor de Nerón- es aquel que se hace con la vida entera de un pueblo.» No, no ha sido inteligente dejar a una nación como España, en una etapa de transición tan difícil como ésta, de «conejillo de indias» de un político avispado y osadamente audaz, y con un pasado tan camaleónico. Hacer experimentos con un país que sale de una dictadura de cuarenta años y tras una espantosa guerra civil como fue la del 36, es demasiado arriesgado. Pero también de eso algún día el pueblo español exigirá cuentas.
LOS EXPERIMENTOS DE “CENTRO”
En fin, creo que merece la pena dar un ligero repaso a los antecedentes de la política de Centro que hoy quiere llevar a cabo la UCD del señor Suárez. Especialmente el gran intento del Centro que fue la llamada «Década de los Moderados» que gobernó España de 1844 a 1854.
Alguien ha dicho que la Historia de España del siglo XIX es la historia de un gran desastre, pues comienza con el desastre de Trafalgar y termina con el desastre del 98.
Lo cual, para empezar, no puede ser ya más pesimista.
Sin embargo, son los hechos. No hay que dar de lado a uno de los males que aquejan a España en esos comienzos de siglo. Es el estado enfermizo a que ha llegado la propia Monarquía. Tal vez, reconocer esto, para aquellos españoles, era demasiado. Pero no para el propio Napoleón Bonaparte, quien en su famoso mensaje de Bayona de 1808 dice:
«Españoles… Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas. Yo no quiero reinar sobre vuestras provincias, pero quiero adquirir títulos de amor y el reconocimiento de vuestra posteridad. Vuestra Monarquía se encuentra envejecida y es misión mía rejuvenecerla. Yo mejoraré todas vuestras instituciones, y os haré gozar, si me secundáis, sin convulsiones… Españoles… Acordaos de lo que fueron vuestros padres; mirad a lo que vosotros habéis llegado. La falta no está en vosotros, sino en la mala administración que os ha regido en los últimos años…»
Pero esto, dicho por el «enemigo invasor», naturalmente, no tenía -no tuvo- valor para los españoles. Y, sin embargo, los hechos posteriores darían la razón a Napoleón. La Monarquía española no sólo había envejecido, sino que había perdido totalmente la iniciativa y la creatividad.
Es curioso observar, aunque sea de pasada, cómo la historia entera del siglo XIX, y tal vez hasta el estallido de la guerra del 36, o tal vez hasta nuestros días, viene marcada por los acontecimientos de 1808. En los seis años que dura la guerra de la Independencia surgen los tres partidos que, con sus naturales variantes, van a llenar todo el siglo: los absolutistas, los liberales y los «afrancesados». Estos últimos, aunque parezca raro. Pero, ahí están las palabras de Artola sobre ellos: «Los afrancesados, que por su ideología ilustrada debían ocupar la transición, el centro, y hacer puente entre los otros dos, son combatidos encarnizadamente por ambos. Al desaparecer -sigue diciendo Artola- dejaron el país sometido a un movimiento pendular, a una oscilación periódica entre los dos extremismos triunfantes. En consecuencia, durante el siglo XIX, las pasiones demagógicas sucederán a los excesos reaccionarios, y éstos a aquéllas, sin que el país logre encontrar el equilibrio definitivamente perdido en estos años de guerra.»
Es decir, la derecha, la izquierda y el centro. Una derecha -los absolutistas- que no quiere ceder en nada y que se cierra en los privilegios ancestrales. Una izquierda -los liberales- naturalmente, aún burguesa, que tal vez influida por las nuevas ideas de la Revolución Francesa, quiere romper todos los moldes y saltar todas las barreras del pasado, incluso con el riesgo de perderlo todo; a veces insensata, a veces idealista y casi siempre poco realista. Por supuesto, muy patriótica. Y un centro -en este caso los llamados «afrancesados»- que agrupa a los moderados y que ya -y he aquí su característica clave- se muestra acomodaticia a las circunstancias, aunque sea sin honor y sin dignidad. Ni están con unos ni están con otros, ni comen ni dejan comer… pero, serviles siempre, se suben al carro del triunfador por aquello de las conveniencias.
PRIMERA “OPERACIÓN CENTRO”
Señores, estamos, pues, ante la primera «Operación Centro» de nuestra historia contemporánea. Y ya tenemos las características principales del Centro a la española: moderación, servilismo y acomodamiento.
Sin embargo, no fueron ellos los autores de aquella famosa Constitución de 1812, sino los liberales. Porque este primer intento de «centro» fracasa estrepitosamente.
Y los liberales, como luego se haría costumbre y casi ley, hacen la Constitución que les da la gana, sin contar para nada con las «minorías». Es el pecado de soberbia que van a cometer sistemáticamente a lo largo del siglo unos y otros. Y es que aquí quien gana hoy ya se siente vencedor para siempre. Sin tener en cuenta, desafortunadamente, los vuelcos que da la vida, y más, muchos más, la vida política.
Y comienza el reinado de don Fernando VII, el Rey de quien escribiera don Gregorio Marañón: «Pocas vidas humanas producen mayor repulsión que la de aquel traidor integral, sin asomos de responsabilidad y de conciencia, ni humana ni regia; y, por añadidura, para agravar sus culpas, no estúpido como sus hermanos, sino, ya que no inteligente, avispado.»
De 1814 a 1820 y de 1820 a 1823, así como de 1823 a 1833 (año éste en que muere el Rey) se sucede todo un recital político y pendular. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Dos pasos adelante y tres hacia atrás.
Pues el Rey vuelve de la mano del Ejército, al menos de los oficiales generales de más rango, y gracias a un golpe de Estado en toda regla, que borra de un plumazo (Decreto por el que se declara la Constitución y las Cortes «nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en ningún tiempo, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo») cualquier aire de apertura y de libertad.
Esto, naturalmente, hace que las posiciones se radicalicen y que los partidos se escindan. Los absolutistas, la derecha, se hacen más absolutistas. Los liberales, la izquierda, se hacen más liberales. Y el centro, recogiendo individuos rezagados de la derecha y de la izquierda (es decir, de los que tenían miedo de comprometerse demasiado).
La derecha, cerrilmente ofuscada, controla, domina, usurpa, aplasta y desgobierna la llamada primera etapa absolutista (1814-1820). La izquierda liberal, impaciente, soñadora, soberbia, fatua y tal vez insensata, controla y domina a su vez la etapa del trienio liberal o constitucional.
Son los años del «Trágala», que tanta guerra daría, y cuando Fernando VII pronuncia su famosa frase al aceptar por la fuerza la Constitución: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional.»
Vuelve la derecha absolutista en 1823 de la mano de otro ejército (el de los Cien Mil Hijos de San Luis) y vuelve -¡cómo no!- con espíritu de revancha. Pues, aunque el Rey había dicho por Decreto poco antes: «Prometo libre y espontáneamente, y he resuelto llevar y hacer llevar a efecto un olvido general completo y absoluto de todo lo pasado sin excepción alguna, para que de este modo se restablezca entre todos los españoles la tranquilidad, la confianza y la unión, tan necesarias para el bien común y que tanto anhela mi paternal corazón», en cuanto da la espalda y se ve otra vez en situación de guerra, no sólo anula esa «amnistía» oficialmente, sino que atiza el fuego de la división y de la lucha al convertirse en «el más implacable de los beligerantes».
Por lo que no es de extrañar que corra la sangre de los «vencedores» de ayer, que las cárceles se llenen y que salgan caravanas enteras de liberales camino del exilio. Es la Década Absolutista, conocida como la «Ominosa» y el momento cúspide del poder personal del Rey. Es -como dice Ricardo de la Cierva- «la marcha ciega a la guerra civil», la cerrazón reaccionaria completa -a veces hasta límites de sadismo- contra todo lo que oliese a liberal».
Es el desatino de las dos Españas.
Por eso no debe extrañar que se vaya a la guerra, es decir a resolver en el campo de batalla lo que por la vía del diálogo ya no tiene remedio, en cuanto muere el Rey Fernando VII, el verdadero artífice de la división y el más nefasto poder arbitral que ha existido jamás.
Y a la Guerra Civil se va a pesar de los esfuerzos de Cea Bermúdez por crear una «tercera fuerza» que sea capaz de salvar las diferencias radicales de absolutistas y liberales. La intención de Cea Bermúdez fue la de «buscar una tercera solución a la crisis española armonizando absolutismo y reformas, de acuerdo con el viejo esquema del despotismo ilustrado». Y a pesar de la moderación de Martínez de la Rosa.
Pero también este nuevo intento de buscar una «tercera fuerza» fracasa estrepitosamente. Y me pregunto: ¿Es, pues, que no hay sitio en España para un partido moderado que sirva de puente de las dos Españas? ¿Es imposible dar forma a esa tercera fuerza que sirva de colchón para los envites de unos y de otros? Naturalmente que sí hay sitio. Naturalmente que no es imposible la fórmula. Decir lo contrario sería absurdo.
Pero, de lo que se trata es de hacer las cosas bien hechas y de sobreponer los intereses generales a los particulares. Es decir, de poner por encima de todo y de todos a España… y, lógicamente, no tropezar en las mismas piedras de siempre: la del oportunismo y la soberbia; la del miedo o el desgobierno; la de la indecisión y el desorden; etc.
“La década de los moderados”
En fin, como no se trata de hacer un repaso exhaustivo de nuestra Historia, vamos a referirnos al gran intento de Centro que fue la «Década de los Moderados».
Una cosa está clara al terminar la Guerra Civil en 1840: que España ha cambiado radicalmente. Pues no en vano ha saltado la estructura social anterior y se ha ahondado aún más el abismo que separa a las dos Españas. Ha cambiado la situación de la Iglesia, una de las columnas del régimen anterior, por haberse alineado con el bando perdedor. Ha cambiado la mentalidad de los militares, al caer sus generales de la guerra en la tentación política. (Respecto a este punto, no estaría de más puntualizar que el Ejército en todo el siglo XIX no actúa nunca como tal en bloque, sino que son actitudes y «pronunciamientos» individuales en su mayor parte los que deciden o influyen en los acontecimientos.)
Según Sánchez Agesta, «los generales del reinado de Isabel II fueron simplemente políticos que utilizaron para sus fines el Ejército en el que ejercían mandos». Según Pabón, «la preponderancia política de los militares se debió al tránsito lento y nunca consumado de la guerra civil a la paz».
Y ha cambiado, naturalmente, el cuadro de los partidos políticos. Porque si a la guerra van un partido absolutista fuerte y hermético; un partido liberal cohesionado y numeroso; y un incipiente partido de centro, apenas oído entre el estruendo de los cañones, de la guerra salen: un partido absolutista derrotado y ya muy disminuido; un partido liberal escindido en su ala progresista y en su ala moderada; y un partido de centro bastante fuerte. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?… Pues, sencillamente, que al Centro han ido a refugiarse los absolutistas moderados que piensan que la fuerza no conduce al entendimiento; y, naturalmente, los moderados de antes de la guerra, es decir, aquellos que buscaban la «tercera fuerza» que evitase el choque entre hermanos.
LA DÉCADA MODERADA
Y este partido del Centro, este conglomerado de gentes e ideologías diversas, es el que se impone en el proceso constituyente que se inicia tras el golpe de Estado que acaba con el predominio del general que ha ganado la guerra, es decir, Espartero, el Duque de la Victoria, y el que hace la Constitución de 1845… Y, claro está, el que gobierna, con variantes y excepciones, hasta la caída de la Monarquía de los Borbones en 1868.
La pauta de lo que va a ser este «Centro» en sus años de predominio y mando la marca la propia Reina en su Discurso de la Corona del mes de octubre de 1844, cuando dice: «Cansados de alternativas y trastornos, los españoles desean con ansia disfrutar la tranquilidad y sosiego bajo el imperio de las leyes y a la sombra tutelar del Trono.» Es decir, los españoles están cansados de guerras y de enfrentamientos, de reacciones y revoluciones… y lo que España entera quiere es tranquilidad, paz y trabajo… (si es que alguna vez los españoles pueden llevar una vida normal).
Por eso se explica el triunfo de los moderados y el resurgir de la nación.
Pero analicemos más detenidamente lo que es este «Centro». Según el propio Menéndez Pelayo, «más que partido fue un revoltillo de elementos diversos y aun rivales y enemigos, mezcla de antiguos volterianos arrepentidos en política, no en religión, temerosos de la anarquía y de la bullanga, pero tan llenos de preocupaciones propias y de odio a Roma como en sus más turbulentas mocedades, y de algunos hombres sinceramente católicos y conservadores, a quienes la cuestión dinástica o la aversión a los procedimientos de fuerza, o la generosa, si vana, esperanza de convertir en amparo de la Iglesia a un trono montado sobre las bayonetas revolucionarias, separó de la gran masa católica del país».
O sea, un gran revoltillo de ideas y de gentes difícilmente conciliables que, no cabe duda, hubieran podido llegar a formar un grupo compacto y perdurable, si no hubiese sido por las rencillas personales, los contrapuestos intereses, las ambiciones individuales y el exceso de triunfalismo y soberbia. Un grupo que tiene un «programa» denso y claro: gran concepto del «orden» como una necesidad constructiva y lógica que debe seguir a la época revolucionaria. Un respeto profundo y sagrado a la institución monárquica, como símbolo de unidad y autoridad por encima de todos los particularismos. La reconciliación por encima de todos los particularismos. Y, por encima de todo, la idea de arbitraje, de síntesis, entre lo viejo y lo nuevo, entre tradición y revolución.
El “Centro” pare tres “Centros”:
Un Centro-centro, un Centro-Derecha y un Centro-Izquierda
De ahí que muy pronto surjan en su propio seno tres tendencias dispares y claramente identificadas. Con lenguaje de hoy podíamos decir que en seguida toman personalidad un centrocentro; un centro-derecha y un centro-izquierda.
Primero: un centro-centro que lo encarna el general Narváez (jefe indiscutido del Partido conjunto) y que, aunque en ocasiones se ve tentado de irse a un lado o a otro, es decir, a su izquierda o a su derecha, se mantiene firme en la idea central: mantenerse en el poder y no dar beligerancia a nadie. Gobernar sin pactos, pero con orden; seguridad con libertad; bienestar y progreso con trabajo. Es el centrismo de «ni lo uno ni lo otro» sino «lo mío». Con lo cual, además de dejar fuera a las dos Españas ya conocidas, trataba de crear la tercera España.
Segundo: un centro-derecha que constituye el «grupo Viluma» y que por encima de todo defiende la idea de la «gran reconciliación nacional», como síntesis de dos periodos históricos que permitiese el inicio de uno nuevo y armonioso, como puente tendido entre la Tradición y la Revolución. Es decir, la superación de los dos bandos de la Guerra Civil y una gran política de reconstrucción nacional que sacase al país de la pobreza en que había quedado tras los años de guerra. A este grupo o fracción se le denominó la «Unión Nacional», por su deseo de reconciliar a los absolutistas vencidos y a los liberales vencedores.
Tercera: un centro-izquierda, o ala «puritana», encabezada por el abogado Joaquín Francisco Pacheco y defendida por el propio Ríos Rosas, que propugnaba un «moderantismo estrictamente legal y constitucional, capaz de entenderse, no ideológicamente, pero sí dialécticamente, con los progresistas… y que se apuntaba a la necesidad de establecer un turno pacífico de gobierno con los progresistas, a fin de facilitar a éstos el periódico acceso al poder y evitar el peligro de conatos revolucionarios.»
Este grupo fue el que preconizó y más tarde consiguió la creación de un nuevo partido: la Unión Liberal.
De estos tres «centros» posibles triunfó, de momento, el intermedio, o sea, el «centro-centro». Porque años más tarde, cuando ya el pueblo ha comprendido que tras su espléndida pantalla, en realidad no hay más que el deseo freudiano de permanecer en el poder a toda costa, sería el «centro-izquierda» el que acabaría imponiéndose… aunque ya fuera tarde y a destiempo. Porque quien al final se impuso de verdad fue la Revolución, es decir, la izquierda progresista.
Así que una vez más fracasa el intento de una política de Centro (aunque haya ostentado el poder más de una década). ¿Por qué? Recapitulemos. Los moderados de 1844 fracasan entre otras cosas por lo siguiente: Por sus luchas internas. Por el afán protagonista de sus principales cabezas. Por no haber sabido dar al país un ideal común y nacional. Por la soberbia de creerse absolutamente indispensables. Por no haber acertado a reconciliar las dos Españas. Por sus contradictorias medidas económicas. Por no haber resuelto el problema del orden público. Por la corrupción que introdujeron en la Administración del Estado. Por intentar implantar -¡caso inaudito!- una Dictadura Liberal. Y, por encima de todo, por provocar, con escasa visión política de futuro, la salida de la legalidad del partido de la oposición. Con lo cual consiguieron que los progresistas pasaran de ser la oposición al partido gobernante a ser la oposición al régimen, es decir, a la Monarquía”.
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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Suarez era el metro patrón del golfo español de toda la vida
Un fulano de clase baja decidido a trepar a fuerza de agradar al poderoso mas cercano hasta hacerse4 el imprescindible sujeto que le lleva por las mañanitas el cafe, despues el periodico, mas tardes los rumores y chismorreos y a la tarde, moviendo el rabito, las pantuflas y el vasito de leche.
Asi, chupanado culos subio en la escala politica y social de la sociedad hasta llegar a ser, nada menos secretario general del Movimiento…lo guapo que se veia el fulano con su camisa azul y su ceño fruncido, eso era todo lo que tenia de falangista.
Un golfo que se junto con otro llamado Juan Carlos que buscaba un sujeto tan desvergonzado como el mismo que le desbrozara el camino hacia donde el deseaba ir, a una «democracia» al estilo de la que queria papaito Juan.
Suarez nunca fue de este o de aquel, ni de derechas, centro o izquierda, era lo mas pareido a otro Suarez golfo y casi marginal, su hermano Chema, Suarez era de Suarez y por eso y al no tener ni siquiera el principio de Arquimedes destrozo España para seguir siendo el bonito de la Moncloa.
Un tipo deleznable y sin moral al que debemos toda la ruina que nos rodea .
Prototipo de lo que después serán los demás presidentes del Gobierno del Reino de España