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Otra cuestión importante que la historiografía filocomunista –hoy hegemónica en el ámbito académico– tiende a ignorar, es la traición del Partido a los ideales de “igualdad”, “justicia” y “libertad” que presuntamente guiaban la Revolución. Una traición que el mismo Alexander Barmine se resistió a reconocer, pero que, finalmente, no tuvo más remedio que admitir: “Las necesidades de la gente se posponían a las de la política, que en este caso era el mantenimiento de la dictadura. Gradualmente fui comprendiéndolo, aunque no sin luchas ni desgarros internos. […] Me había criado a los pechos del bolchevismo, y ni una sola hora de mi vida de adulto la viví fuera de su disciplina. Todas mis ideas, juicios y sentimientos sólo existían con relación a esa doctrina, que a mis ojos representaba un pensamiento y voluntad colectivos […] superiores a mi propio ser. ¿Debía convertirme en juez de mi Partido y llegar a condenar su política? –me pregunté distintas veces. Y fruto de estas meditaciones fue que mis propias ideas empezasen a tomar forma. […] período que terminó en los sangrientos años de 1937 y 1938”[1].

Una vez quitada la venda de los ojos, Barmine señaló, con numerosos ejemplos, muchos de los crímenes del comunismo. Esos que los afines denominan eufemísticamente como “errores” o “desviaciones”, y que sus víctimas –sus millones y millones de víctimas– conocen por su verdadero nombre: socialismo real. De hecho, la persecución comunista de los mencheviques, social-revolucionarios y anarquistas, fue justificada por muchos bolcheviques –y asumida por el mismo Barmine– como un sacrificio necesario en aras del triunfo y afianzamiento de la Revolución. Una revolución que el Partido pretendía monopolizar. Así, al referirse a los purgados por Stalin en el primer proceso de Moscú en 1936, Barmine lo expone claramente: “[…] (a los acusados) se les recomendó (la confesión) como un sacrificio que debían hacer para que el Partido se salvase. […] La verdad se subordinó siempre a lo que se llamaban “intereses políticos”[2].

He aquí la razón de por qué el Partido exterminó a sus otrora compañeros revolucionarios. Se trataba de la eliminación de los testigos más incómodos de la traición del Partido. En ese marco se produjeron el atentado de Fanni Kaplan contra Lenin el 30 de agosto de 1918; las rebeliones campesinas de Tambov y Majnovia –entre 1920 y 1922–; y la insurrección de Kronstadt en marzo de 1921. Y por la misma razón por la que aquellas revueltas fueron sofocadas brutalmente, la represión se prolongó con las purgas estalinistas de los años treinta; episodios, todos ellos, que retratan una dictadura sangrienta que traicionó desde el primer momento al proletariado que decía representar.

Así mismo, Barmine denunció la abismal distancia entre la “igualdad” predicada por los comunistas y la desigualdad real tras la implantación de su tiranía. O, dicho de otro modo, la escandalosa discrepancia entre los privilegios de los miembros del aparato del Partido y la miseria del pueblo. Barmine hace referencia a las cuatro “residencias principescas de Stalin a orillas del mar Negro”[3], en Sochi, Abjasia, Zelyony Myss y Crimea, y se detiene en una de las dos residencias en las cercanías de Moscú, la de Borvikhi. Mostrando el contraste con la penosa situación de la población en los años treinta, mucho después del triunfo de la Revolución: “Una familia corriente tenía que invertir el noventa por ciento de sus ingresos en artículos de comer. ¡Y de qué condición más miserable eran estos artículos, en comparación con la comida habitual de los países extranjeros en que yo había vivido!”[4]

Repara Barmine, igualmente, en “un garaje lleno de docenas de Rolls-Royce, Packards, Cadillacs y Lincolns” en perfecto estado de revista, siempre dispuestos para uso de Stalin y la nomenclatura del partido; evidenciando que aquellos símbolos del capitalismo siempre condenado por la propaganda soviética, y, por supuesto, inasequibles para la ciudadanía, eran, sin embargo, los preferidos por el líder y la elite del Partido.

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Este doble rasero para los dirigentes y la plebe se manifestaba en todos los ámbitos de la vida; por ejemplo en la ausencia de libertad para divertirse, pues también el ocio estaba “dirigido y colectivizado”, y se censuraba y prohibía todo lo que pudiera venir de Occidente: “las danzas modernas, como foxtrots y tangos, figuraban en el índice de la Unión Soviética por considerarlas signos de degeneración burguesa y estaba prohibido bailarlas incluso a los funcionarios que residían en el extranjero. […] Pravda publicaba casi a diario violentos ataques contra el fox”[5]. Mientras, los “aristócratas de la Revolución” se entretenían viendo películas extranjeras, “prohibidas para el público”[6].

En otro orden de cosas, Barmine también hace referencia a la “depuración” documental vinculada a las purgas políticas. Es decir, la eliminación de cualquier rastro que ligara a los “enemigos del pueblo” con Lenin o Stalin; lo que implicaba la destrucción de los textos o imágenes que mostrasen algún lazo de amistad o conexión entre ellos y que pudiera contradecir el relato oficial que sentenciaba a los “traidores”. Concretamente, Barmine hace constar la existencia de “listas de los libros que se condenaban a ser quemados. Figuraban en ellas las obras de los teóricos del marxismo o de literatos sospechosos de estar comprometidos, por muy remotamente que fuera, en el reciente proceso, y casi no había ninguno de los escritores de primera, segunda y hasta la tercera fila de los últimos quince años que no se hallase en ese caso”[7]. Una circunstancia que lleva al autor a reflexionar: “Yo me preguntaba con asombro qué es lo que quedaría en nuestras librerías tras tales autos de fe. Bastaba que una obra clásica tuviese un prólogo de Bujarin, Radek o Preobrajensky[8] para que se la condenase a las llamas. A este paso –pensaba– quemaremos más libros que los nazis, sobre todo de autores marxistas”[9]. Lo que efectivamente se produjo: “Y así sucedió. Una parte de las propias obras de Marx se vieron incluidas en el índice porque habían sido editadas por el famoso bibliófilo marxista Riazanov, el fundador del Instituto Marx-Lenin. Riazanov estaba deportado […] Igual suerte corrieron las obras de Lenin editadas por Kamenev, en las que se elogiaba a los considerados hoy como traidores. Stalin mismo expurgó y reeditó el único volumen de sus obras –colección de artículos y discursos–, retirando la primera edición de las librerías porque en él se elogiaba a Trotsky, Zinoviev y Kamenev”[10].  En otro pasaje, más adelante, Barmine subraya la constante manipulación y censura, resumiéndolo con estas palabras: “Las librerías eran constantemente registradas y expurgadas. La lectura de los periódicos oficiales –en la Rusia soviética no se permitían otros– correspondientes a los últimos quince años quedó prohibida”[11].

Lamentablemente, el panorama de arbitrariedad, coacción y crimen descrito por Barmine ofrece muchos más ejemplos de los recogidos en estas pocas páginas. Citaremos tan sólo dos más para terminar, que ilustran el despotismo alcanzado bajo el régimen estalinista. El primero de ellos, la creación de un centro médico puntero con el fin de conservar la salud y prolongar la vida del tirano: “El modo fabuloso como un hombre acostumbrado al Poder absoluto gasta el dinero del Estado a su capricho con el pretexto de que sirve a los intereses del pueblo queda patente en el caso del Instituto de Experimentos Médicos. […] (por el suero de la juventud) el profesor Bogomolets ha sido condecorado con la Orden de Lenin y la medalla de oro de la Hoz y el Martillo. Su libro La prolongación de la vida ha sido leído por millones de ciudadanos soviéticos”[12]. Un episodio ante el que Barmine reflexiona: “Los hospitales y las Casas de Maternidad de la URSS carecen, entre tanto, de específicos, antisépticos, gasas, vendas […] faltan hospitales y asistencia médica, y en las regiones afligidas por las fiebres palúdicas, la quinina. ¿No sería mejor, para prolongar la vida humana, proveer habitaciones higiénicas y comida suficiente al pueblo; suspender los fusilamientos y liberar a los doce millones que gimen en los campos de concentración?”[13].

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En la misma línea, Barmine hace mención a la voladura, el 5 de diciembre de 1931, de la Catedral de Cristo Salvador en Moscú para dejar sitio a un gran palacio de los Soviets al lado del Kremlin. Una barbaridad ante la que el escritor se pregunta: “¿Por qué gastar tantos millones en edificar un palacio cuando la población de Moscú carecía de casas suficientes?”[14] Aunque, quizás, no habría estado de más añadir que éste no fue un episodio excepcional, sino que se inscribió en un marco de iconoclastia programada dentro del clima anticristiano impuesto tras la Revolución [15].

[1] Alexander Barmine. Soy un superviviente. Editorial Atlas, Madrid, 1946, p. 308.

[2] Ibíd., p. 362.

[3] Ibíd., 387.

[4] Ibíd., 307.

[5] Ibíd., pp. 272-74.

[6] Ibíd., p. 315.

[7] Ibíd., pp. 406.

[8] Yevgueni Preobjenski. Destacado revolucionario. Economista y miembro del Comité Central del Partido, fue uno de los ideólogos del “comunismo de guerra” durante la guerra civil rusa (1918-1922). Impulsó la supresión de la propiedad privada y provocó millones de víctimas por la vía de las requisas forzosas y la represión. Cayó en desgracia por su pertenencia a la facción trostkista conocida como “oposición de izquierda”.

[9] Op. Cit., p. 406.

[10] Ibíd., pp. 406-07.

[11] Ibíd., p. 418. Los testimonios que aluden a la “reconstrucción” o manipulación de la Historia por parte del comunismo, sustituyéndola por un “relato” adaptado al interés del Partido, son numerosos. Elemento central en las novelas de George Orwell Rebelión en la granja (1945) y Mil novecientos ochenta y cuatro (1949). Documentado exhaustivamente por Anton Antonov-Ovseyenko en The time of Stalin: Portrait of a tiranny (1981).

[12] Alexander Bogomolets fue un prestigioso fisiopatólogo. Su famoso suero, compuesto por células extraídas del bazo y médula ósea, sirvió para alimentar la esperanza y la fe del pueblo en el régimen soviético.

[13] Ibíd., capítulo XXXV “Una vida preciosa”, pp. 390-92.

[14] Ibíd., p. 316.

[15] En este contexto se celebró el célebre “juicio a Dios” el 16 de enero de 1918 y los desfiles anticristianos en Pascua y Navidad. Las juventudes del Komsomol cantaban “La Internacional” a la puerta de las iglesias y se hacían procesiones o “carnavales comunistas” en los que se insultaba o se hacía mofa de las imágenes de la Virgen, Dios o Jesús. Véase: https://www.larazon.es/historico/7804-procesiones-ateas-al-estilo-urss-PLLA_RAZON_370753/

Autor

Santiago Prieto
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