24/11/2024 08:11
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Reproducimos por su interés una misteriosa carta que nos ha llegado del Lejano Oriente. 

Palacio de Sar Al Nahar- Oriente, bajo las frías Montañas Grises

A 22 de Diciembre del Año de Nuestro Señor 2.022 de la Era Cristiana

Queridos Niños que celebráis el nacimiento del Niño Dios, Luz del Mundo:

Saludos a vosotros, María y David, hermanos benditos de Dios. Saludos en esta fría mañana desde la biblioteca del palacio, pues tenemos un poco de tiempo aún antes de continuar el trabajo que hemos de concluir al Mediodía, pues mañana emprendemos la Marcha hacia el Portal y las tareas han de estar cumplidas.

Fuera está nevando, con grandes copos plácidos, cayendo como con pereza desde el Cielo donde nacen al Suelo donde se fundirán al llegar la Primavera, para rejuvenecer los campos y dar color a los bosques. Tengo que acordarme de avisar al Paje Mayor de que ordene limpiar la nieve que se acumula fuera del ventanal del norte, pues con el frío de la noche se congela en los cristales y brilla y daña la vista. La chimenea del centro, al lado de la Columna del Señor, que sostiene la Escalinata de la Natividad crepita con fuerza y da luz y paz mientras os escribo. He terminado de revisar las últimas cartas que nos llegan de los niños del mundo, pero las vuestras nos han llamado la atención.

Os preguntaréis, queridos David y María, por qué. Si he decidido tomarme un descanso para escribiros unas líneas, a vosotros y a otros niños de otros países y continentes (que sé de otros años que los conocéis y repasáis con vuestros padres que os quieren mucho), es porque algo en vuestras cartas llamó nuestra atención. Fue vuestra fe en el Niño que nace, ya que muchos niños tan sólo escriben pidiendo regalos y se olvidan de Aquél a quien vinimos hace ya casi 2.016 años a adorar en el Portal. Vuestras cartas tenían un espacio de vuestro corazón (y el de vuestros primos, como la oración que rezáis por Claudia; sí, también la conocemos a ella ) reservado para el Niño Jesús, alabado sea por siempre.

Os contaré por tanto, la historia. La historia de los Tres Reyes Magos para que, por ella, améis más aún al Niño Jesús, Luz del Mundo y Dios viviente que nació de la Madre Virgen María, ¡Gloria y alabanza eterna a ella!

De las Cosas de Dios y de los Hombres

Sabed, queridos niños, que yo, Melchor Rey nacido hace 2.083 años sobre dominio sobre la región oriental de Nahar-Nhûl, bajo la sombra de las Sempiternas Montañas Grises, a las faldas del Techo del Mundo fui siempre un estudioso de los astros, los hombres y los dioses. Goberné, mientras en este mundo estuve con forma física, con mano dulce y compasiva y mi pueblo vivió alejado de guerras y males, comerciando con los lejanos Shuan- Hei, los cálidos Brhammintugores y los occidentales del Antiguo Egipto. Desde que fui coronado Rey con la Corona de las Siete Gemas mi propósito fue servir a mi pueblo, cuidar de su bienestar y protegerle de las tribus invasoras de las montañas, que de cuando en cuando arrasan nuestras tierras, campos de labranza y bosques apoyados por los orcos de las cavernas. Pero, a Dios gracias, ya hace unos dos siglos que no se les oye dar la lata y mi jefe de la Guardia, el fiel Nêhat hijo de Therhân mantiene la alerta en toda la frontera.

Pero la afición de mi alma me llevaba a conocer de las cosas de los hombres y sus aspiraciones más altas, qué les hacía trabajar y mostrar bondad, ¡incluso en la peor de las batallas! De joven fui instruido en las artes de la guerra y del gobierno de los hombres, de la economía de las cosas y, aunque algo renuente pues no me parecía al principio adecuado para un joven, también de las artes de la música y la danza. En aquella época, participé junto con Therhân el Fiero en la defensa de la frontera norte, la más peligrosa y difícil. Disfrutaba de la acción y la aventura, cabalgando fuertes caballos engalanados para un desfile y vistiendo ligeras corazas y altivos escudos.

En Noviembre de algún año de mocedad (los años hacen mella en la memoria para según qué cosas) tuvimos que enfrentarnos a una partida de orcos y montañeros furiosos. Su queja, la que inició la guerra fue que tenían derecho a las aguas que bordeaban la mitad Sur del Bosque Tenebroso porque, decían los mentirosos pendencieros, que fue su rey, el Orco Ant- Igualla III (así sería en vuestra lengua su nombre, que siempre me pareció ridículo como todos los de los orcos,¡ja, ja, ja!) quien tomó posesión de dicha corriente de rápidos entre rocas y cascadas ruidosas hasta en la lejanía de un día a caballo. Pero como os digo, son mentirosos, pues no fue el rey Orco quien primero llegó a aquellas tierras sino el pionero Primigenius, un antiguo legionario romano que tomó la ruta de Oriente hasta llegar a estas tierras unos cien años antes de la Natividad del Niño. Allí se instaló y cuando los orcos le asediaron y le atacaron junto con los hombres montañeses, huyó y vino a palacio y mi padre, el sabio Rey Sachor el Grande, le concedió su apoyo y nos mandó a sus ejércitos reconquistar la frontera y hacer Barón del Valle al legionario Primigenius.

¡Cómo batallamos contra los montañeros y los orcos! Yo mismo decapité a unos veinte orcos guerreros y su capitán Bar-Tholon-Drôn, regresó grupas a sus cavernas dejando su brazo maloliente encajado en mi espada. Aquellos fueron días de grandes gestas que a los hombres llamaban a enorgullecerse de sus fuerzas y capacidades. El honor del mundo se nos rendía a los valientes que defendíamos al Reino. Las ciudades en el camino de vuelta, se engalanaban y nos arrojaban pétalos de olorosas flores a nuestros pasos y la vida parecía plena.

Pero con los años de paz, la vida del guerrero se antoja sin tensión, sin ánimo ni objetivos que lograr. Aburrida en suma. Por lo que hube de refugiarme en los libros y papiros de la biblioteca real. Una noche clara de Verano mientras releía varios papiros que contaban historias extrañas de astros que causaban terribles sucesos en la tierra, de leyendas y profecías de los grandes faraones y otras historias y leyendas de otras naciones, encontré unas líneas que me causaron honda conmoción; os las transcribo para que las escuchéis por primera vez fuera de estas paredes:

Una Estrella Que se Mueve

Pausada se haya sobre el Pesebre

Una Virgen, que es Madre

Ofrece al Niño para salvar.

Tierra en Paz, el Mal se esconde

El Dios que Ama, en Cruz morirá.

De cómo emprendimos la Marcha del Niño que era Dios y de cómo apareció la Estrella

Desde aquel instante mi alma quedó centrada en adivinar qué significaban aquellas frases, qué misterio escondían desde la Eternidad en que fueron escritas, pues se contaban como leyendas que ya los antiguos Atlantes habían relatado a los sacerdotes egipcios y éstos a los sumerios y así hasta nuestro reino y sus sabios doctores. Les pregunté, desde luego, pero ninguno supo darme razón de su significado.

¿Qué era aquella estrella que se mueve y se pausa?¿Qué aquello de una virgen-madre?¿Qué de un niño que salva y un dios que ama y muere?¿Qué hacía al mal esconderse? Todas ellas eran preguntas que los sabios no conocían pero que a todos interpelaban. Me decidí a buscar la respuesta y acertar el acertijo seguro de mis fuerzas e inteligencia.

Craso error, queridos David y María, pues no es el orgullo el que lleva a la Sabiduría sino la Humildad la que se demuestra más sabia. Tras muchos años de estudio, de hablar con doctores en lenguas e historias, con viajeros de lejanas tierras y naciones, mis cabellos se encanecieron y volvieron blancos, mi barba antes corta y cuidada se había vuelto larga y poblada y mis cejas eran hirsutas y gruesas como copos de nieve sobre mis ojos, rodeados de arrugas. Pero con los años, mi carácter se dulcificó y tenía más arrugas de sonrisa y alegría que de enojo y pesar.

Cierta mañana, mientras atendía a nuevos viajeros y comerciantes, un grupo de beduinos del desierto occidental, vestidos como pastores de cabras, me ofreció sus oraciones a su dios, a quien adoraban como el Dios Vivo y El Que Es. Les agradecí el detalle y quise saber más de su dios. Su patriarca, un anciano llamado Bethalóm, me habló de Moisés y de sus leyes y su Dios, y les hablé de la profecía. No era igual a lo que conocían, pero sí les sonaba conocido, como si fuera uno de sus “salmos” los llamaban, cánticos diría yo. Pero era una pista importante y me ofrecieron escucharlos. Con ello aprendí quién era el Niño que salva y la señal de la Estrella que indicaba dónde había de nacer, en una pequeña aldea llamada Belén. Muy, muy al occidente de nuestro reino.

Sólo faltaba encontrar la Estrella y emprender la Marcha para ver al Niño que salva.

Tras años infructuosos de observar al Cielo y los astros, una noche clara del mes de vuestro Septiembre, hacia principios de dicho mes, algo sorprendente ocurrió. Hacia la media noche, desde detrás de la Montaña Clara en dirección al norte, una estrella empezó a titilar con más fuerza y claridad de lo normal. Las noches siguientes la vimos bailar en el Cielo inmenso y a la semana era ya visible incluso a la luz del día. Parecía la señal que esperaba, pues cada día se acercaba y se hacía más grande a nuestros ojos y empezó a mostrar una cola brillante que iba creciendo, del largo de cuatro dedos de ancho y de una uña de dedo gordo el ancho de la estrella brillante. Era como si se moviera lentamente, invitando a seguirla.

No cabía duda. Aquella Estrella era la anunciada en la profecía, la que indicaba que el Niño que salva iba a nacer en un pesebre. Di órdenes de preparar el viaje. Los pajes organizaron la caravana real, pero las órdenes mandaban ser someros con el boato y viajar sin grandes pompas por lo que sólo viajábamos con nueve camellos que portaban tanto los presentes para el Niño y sus padres como la escolta y viandas para el camino. Los presentes incluían cofres con oro y joyas preciosas, regalo digno de un rey, os lo aseguro y escogido entre lo más selecto de nuestro Tesoro Real. Pero fuera de la escolta y los tres cofres de presentes, viajábamos discretamente y nuestros ropajes así lo atestiguaban puesto que mis vestimentas reales quedaban cubiertas por una blanca túnica cuya capucha cubría mi corona y nos daba apariencia de simples viajeros.

Viajábamos sin descansar más que para reponer fuerzas en la ruta hacia el Occidente, parando primeramente en los oasis conocidos por los camelleros. No hubo peligros más que alguna pequeña partida de asaltantes, pero no nos molestaron debido a la suerte y que nuestro número (y las espadas que dejaron relucir los escoltas) hacía complicado para aquella banda el atacarnos sin arriesgarse a sufrir graves daños.

La Estrella nos guiaba sin problemas. Su tamaño había ido creciendo con el paso de los días y se movía a una velocidad algo más lenta que el Sol, como si fuera siguiendo lo que resultaba adecuado a alguna de las leyendas de ciertas religiones donde el dios es el astro rey y por ello, ese Niño que fuera a nacer atraía, en forma solar, a la Estrella que Guía. Durante la noche, la Estrella pausaba su caminar sobre el firmamento, como esperando la compañía de la Luna. Viajábamos por tanto durante la noche, parando pocas horas para reposar y dormir y dar descanso a los animales. Durante todo ese tiempo, la claridad del Cielo era incomparable ya que tanto la Luna como la Estrella iluminaban la noche, y aún así, parecía que todas las demás estrellas y constelaciones alababan la Creación brillando más de lo normal.

Un día de la travesía, estando cerca del Oasis de Ben Ahmdâl, aparecieron otras dos caravanas; su tamaño era parecido a la nuestra pero no podíamos saber si serían hostiles o no. La jornada había sido larga pues acabábamos de cruzar el Sahel, el desierto de sal, terrible como un yunque contra el que golpea el Sol desde el alba hasta el ocaso,…, no estábamos en condiciones, queridos David y María, de entablar una batalla para luchar por nuestra supervivencia. ¡Estábamos exhaustos!

Gracias a Dios, los extraños resultaban tan exhaustos como nosotros y entablamos conversación.

Pero, queridos niños, el trabajo ya me reclama. El tiempo de escribir ha acabado y la nieve se sigue acumulando fuera de los muros de esta estancia. He de volver al trabajo de revisar que todo esté listo para la Marcha de la Natividad. Os veremos dentro de unos días y como habéis sido buenos (y vuestros primos y familiares también) os dejaremos algunos regalos de los que tan tiernamente nos habéis solicitado en vuestras sendas cartas.

Pero recordad, María y David, por qué celebramos estas fechas de una forma tan especial. Recordad que el Niño que salva, el Niño Jesús ante Quien rezáis todas las noches y a Quien pedís por vuestros familiares y por vosotros, es Quien va a nacer en Belén, un año más y que si Le adoramos, como es nuestro deber con Quien tanto nos amó, hemos de honrarle siendo sus damas y caballeros y comportarnos como tales. Poned Paz donde haya odio, sembrad Amor por donde caminéis, haced caso siempre a vuestros padres que tanto os quieren, estudiad mucho como hasta ahora y disfrutar del Universo que el Dios Padre os ha dado y con las personas a quienes os ha dado.

Recordad, también, que no todos los niños son tan afortunados como vosotros y pedidle al Niño Jesús nacido en Belén por ellos y sus familias.

¡Paz en la Tierra a los hombres de buena Voluntad y Gloria a Dios en el Cielo!

Sus Majestades de Oriente,

Melchor Casa de Nêhat Jefe de la Guardia del Rey

Gaspar Casa de Firham Senescal Mayor del Reyno

Baltasar Casa de Alí- Athar Príncipe de las Huestes

Si quiere recibir más cartas escriba a Miguel de Juan: miguel.dejuan@hotmail.com000

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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