22/11/2024 01:00
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Es Madrid una ciudad muy humana, o hasta hace bien poco al menos lo era. Con todo, ese manoseado tópico de ser “una ciudad acogedora”, existe. Su población aumentó prodigiosamente en la segunda mitad del siglo pasado por un aluvión de gentes venidas de los lugares más diversos de nuestra península, siendo bien extraño encontrar a quienes puedan decir que todos sus antepasados son de aquí y así poderse llamar “gatos”. Es por lo tanto una ciudad creada por gentes de provincias, y en cierto modo ese el espíritu y sabor que encierra, un ligero tufo burgués y aldeano, en el peor sentido de la palabra, provinciano. Podría deducirse de mis palabras que no gusto de vivir aquí, pero nada de eso hay, al contrario. Tal vez sea el hecho de haber vivido en el corazón de la ciudad, en la parte más antigua, la que rezuma historia, por haber podido escrutar sus entresijos sin podérseme haber ocultado cosa alguna, por haber arrancado sus secretos, por haber vivido a tumba abierta de sus placeres, por lo que puedo decir que la conozco perfectamente.

En esta ciudad la primavera es esperada con gran ansiedad. Puntualmente son algunos árboles quienes la anuncian proclamándola unas pocas semanas antes. Es entonces cuando todo invita a pasear por la ribera del Manzanares, poco río para tan gran ciudad, dejándose llevar uno hasta el Puente de los franceses o más allá. Pero eso era antes, cuando aún toda aquella parte de Madrid no había sido víctima de novedosos proyectos urbanísticos y la megalomanía de algunos no existía. Era entonces cuando bien se podía ir andando desde el Puente de Segovia bajo la sombra de los plátanos o las acacias, reconfortarse con la frescura que emanaba de la fuente de la estación del Norte, hoy trasladada de allí por la vorágine del dinero, acercarse hasta la Bombilla y visitar a los amigos de San Pol de mar. Claro que, en aquellos días, el tráfico era escaso por aquella zona, todos nos conocíamos, y bien podía uno fumar libremente en cualquier lugar, en el bar e incluso en el autobús. De todo aquello, con tristeza he comprobado que bien poco queda. No obstante, todavía me es posible saborear a modo de sucedáneo algo de ese Madrid, hoy inexistente, al deambular por el parque del Oeste, el cual conserva aún bellísimos rincones que pasan desapercibidos para la gran mayoría. ¡Cuántas borracheras he dormido sobre su hierba, cuántos pantalones habré manchado de verde en compañía femenina!

En ocasiones, en el mes en el que los exámenes acachaban amenazantes, se acercaba uno a ese pedazo de bosque mediterráneo que es la Casa de campo, con su lago y sus putas de medio pelo, bajo el curso del teleférico, y pareciese que te encontrabas a mil años luz de la gran ciudad. De vuelta a la realidad, accediendo en pronunciada cuesta arriba hasta el paseo de Rosales, se llega a la parte baja del barrio de Argüelles. Sus hoy demolidas bodegas, el museo Cerralbo y el exótico templo de Debod, daban a esa parte de la ciudad un aspecto muy personal.

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Y los días comienzan a alargarse, invitando a estar menos tiempo en casa, a pasear y curiosear por ahí para ver cómo vive la gente. Y descubres que siempre has huido de la ridícula y pretenciosa periferia acomodada, en donde todos los petimetres añoran vivir junto a sus perros y esposas, imponiendo con su dinero la obediencia a los primeros y la lealtad a las segundas, que puestos a elegir escoges las barriadas del extrarradio, de bloques inmensos y grises, carentes de alma y alimentados por la más sana barbarie que como padres tiene a la venerable violencia y la soberbia incultura.

Supongo que no me equivocaré mucho al dejar aquí escrito que Madrid es, y era, la capital con más parque y superficie arbolada de Europa. Y de entre todos, si hubiera de quedarme con uno, ese sería sin dudarlo el Retiro, espacio asombrosamente respetado en el centro mismo de la ciudad. En muchísimas urbes puede uno encontrarse con espacio similares, ciertamente, y habrá quien diga que aún mejores, pero eso no es cierto. Por muchos años degradado, parece que vuelve a ser lo que un día fue… Y el paseo del Prado, que cada vez tiene menos de paseo y nada de prado pero que, con el añadido del Jardín botánico, hace de ese Madrid más humano y vivible. Todos esos lugares están reservados a esta estación, aunque hoy en día imagino que para corroborar que ha llegado la primavera tendrá uno que mirar dos veces el calendario.

 

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