22/11/2024 18:49
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Aunque profundamente desnaturalizado, el Hombre sigue pese a todo guiándose todavía por el devenir natural, esperando con inquietud la llegada del verano, la recompensa de un descanso que se hace coincidir con cuando el calor se hace asfixiante y demoledor, al menos en esta parte del orbe. Hasta aquí, nihil novum sub sole.

Es ahora cuando pareciese que ponemos fin al año natural, que fuese en estas semanas cuando hacemos balance de lo acontecido en los últimos meses, reflexionando sobre lo realizado y lo que ha de venir. En esas fechas es cuando debería terminar el calendario. Por algo los cursos se establecen de otoño a primavera, rememorando así el ciclo natural de la vida, teniendo presente de qué manera se vivía cuando todavía la civilización y su ensoberbecida modernidad no había pervertido al ser humano.

Porque las cosas emprendidas en el lejano septiembre tocan ya a su fin, lánguidamente, con su regular acontecer, de la manera que ya por acostumbrada nos parece buena. Sabemos que el martilleante futbol terminó, paseando uno puede ver cómo los jóvenes atestan cualquier porción de césped para beber, refocilar acompañados o simplemente verlas pasar, y por si estuviéramos despistados, la Hacienda pública nos amenaza haciéndonos saber que finaliza en breve el plazo para ponernos al corriente de pago. Y todo ello no hace sino señalarnos que comienza el verano y se nos hace muy difícil evitar tiempos pasados, cuando éramos nosotros quienes podíamos disponer de todo el tiempo del mundo, que entonces nos parecía infinito. Lo dicho, nada nuevo bajo el sol.

Hoy es domingo, termina la semana, y con mi habitual mal despertar sin en verdad estar consciente completamente, decido dar una vuelta dado que aún el calor no lo aplasta todo. Y como mi casa no dista mucho del río, a los pocos minutos me veo sobre él, sobre ese puente al que a fuerza de tantos años aprecio enormemente y considero mío. Y fumando un cigarro, casi sin reparar en ello me doy cuenta que mis pies me han llevado hasta los orígenes de mi ciudad. Rememoro los días en que no perdonaba, ya nevase, ningún domingo sin ir al Rastro, y decido perderme por aquellas calles. Y veo que aquí el tiempo no ha pasado o al menos simula que no lo ha hecho. Los mismos puestos, las mismas gentes, el mismo mercado de siempre, lugar en donde es posible encontrarlo todo, desde lo más sublime a los más abyecto, desde inmunda ropa interior ya gastada a un cuadro de Goya. Todo se puede encontrar aquí.

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Al pie de la estatua de Eloy Gonzalo, corazón de este barrio, quedo pensativo sobre todo un poco, acerca de lo que fuimos y de lo que ahora somos, de dónde venimos y a dónde vamos, pues una cosa lleva a la otra, y compruebo que los tiempos pasados siempre parecen mejores. Solo, andando por aquellas calles, deambulo sonámbulo de bar en bar viendo que, en verdad, en lo más profundo, escasamente ha cambiado nada, que la progresía, el mundialismo y todo su incansable quehacer, en poco ha logrado transformar la cotidianidad de los que aquí estamos. Las mollejas, los zarajos, los callos, las ancas de ranas y los caracoles… siguen afortunadamente comiéndose ávidamente por las gentes.

Tocan las cuatro y el calor se hace insoportable. Empapado de sudor me dejo caer de nuevo hasta el río, hasta el puente más antiguo para resguardarme en una sombra, tomar aliento y pensar en ir volviendo a casa. Y por ser el día que es, la tarde se presenta triste y melancólica, con aire de saudade, como siempre se despide, aunque esté uno de vacaciones, un domingo.

 

 

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