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Appetitus inorditatus delectationis venerae
Supongo yo que quien cae arrebatado en la debilidad de la lujuria, es más movido por el aburrimiento y la desidia general, que por otra cosa. Venía a decir don Enrique Jardiel Poncela que el varón es capaz de hacer cualquier cosa por unos segundos de espasmo, y coincido en que más o menos por ahí anda la cosa. Es sin lugar el pecado más tonto y peregrino (y por lo tanto el más perdonable) con el que nos podemos encontrar. De todas formas, hay veces que bien nos puede subyugar y hacernos perder la cabeza.
La historia de Fernando Cucutelo, nos vendrá que ni pintiparada. De parte de lo que aconteció pude ser testigo hace ya unos años. Todo sucedió en Barcelona a finales de tres décadas atrás. Entonces contábamos con una veintena de primaveras y, como es lógico, ni qué andábamos con la sangre acelerada, las hormonas a flor de piel y… ¡vamos que, por lo que nos guiábamos era en gran medida por la entrepierna! Aún estudiantes, alargando tal menester casi de manera intolerable mucho más allá de lo razonable, y mantenidos económicamente en gran medida por nuestros padres, el mundo nos parecía casi perfecto.
Recuerdo que fue una lejana tarde de semana Santa en aquel restaurante chino al que íbamos a comer siempre y cuando los dineros no eran muchos, que venía a ser pasado el día diez de cada mes, cuando acercándose sin esperarlo de manera muy educada un descuidado camarero deslizó sobre la mesa un papel en el que figuraba un número de teléfono al que, según dijo en un pésimo español, pertenecía a la mujer que compartía mantel con un par de amigas unos metros más allá, cerca de la puerta de acceso. Como dos imbéciles nos volvimos sorprendidos y, supongo yo que con una estúpida expresión en nuestros rostros pues no era cosa que sucediera todos los días, obteniendo como respuesta tan solo una tímida sonrisa dedicada a mi amigo. Al poco salimos de allí, y despidiéndonos con desgana nos marchamos cada cual a su casa.
Pasaron algunas semanas sin saber nada de él, hasta que una tarde de manera accidental nos encontramos en una taberna que por aquellos días solíamos frecuentar. Hablamos poco, por su cara parecía no tener muchas ganas de ello, y cuando iba a dar por terminado el encuentro, comenzó a hablarme de la situación por la que estaba atravesando. Me comentó que había iniciado una relación con aquella chica del ambigú oriental, en la que en un principio lógicamente me fue muy difícil reparar; que todo había empezado la tarde que nos separamos tras la comida en el restaurante, que en vez de ir a su casa se arriesgó a llamarle por teléfono y, que esa misma noche se vieron en la terraza de un café de la plaza del Rey para, después de una corta conversación, encerrarse en una habitación de un hostal cercano. Le dejé explayarse largo y tendido sobre el asunto, y parecía encantado al hablarme de ella y lo que le había sucedido. Aunque Fernando siempre se las hubiera dado de ser un gran conocedor del sexo opuesto, mis sospechas recaían en que no era el león tan fiero como lo pintaban; es más, por su disposición anímica juzgaba que era carne de cañón para que se dejase arrollar por según qué mujer.
A través de un conocido común fui puntualmente informado de todos los avatares de mi amigo con aquella muchacha. Con cada nueva noticia acerca de él, por conocer cómo iba perdiendo el rumbo y la dignidad, mi preocupación era cada vez mayor al conocer cómo había ido sucesivamente abandonando a su novia, sus estudios, su relación con la familia, por cómo paulatinamente había hecho de aquella destructiva mujer el centro de su vida, su único motivo de existencia. Me veía pues obligado moralmente a quedar con él, a hablarle e intentar disuadirle de su error con el fin de que entrara en razón. Así lo hice. Ese día fue la última vez que nos vimos.
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