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La mejor película sobre la figura de Jesús de Nazaret, al menos según el Vaticano, fue El Evangelio según San Mateo (1964), a cargo del cineasta italiano Pier Paolo Pasolini. Filme dedicado al Papa Juan XXIII, algo que en su momento le costó no pocas amistades a su director, es una traslación fiel y estéticamente muy interesante, a base de primeros planos, del texto evangélico. Su autor fue, sin lugar a la duda, un pecador que vivió y murió fiel a los intransferibles principios que se había marcado.
¿Quién era Pasolini? Sencillamente, un escritor. Pero en realidad mucho más: corsario, icono, viajero, autor teatral, novelista, cristiano heterodoxo, reaccionario, marxista ortodoxo, místico ateo, homosexual confeso, cineasta atrevido y sobrevalorado, putero discreto, intelectual polémico, hombre del pueblo y orgulloso hijo de su madre, un gran aficionado al fútbol, y finalmente un mártir. Al igual que Camus en Francia, Pasolini representó como nadie en Italia la posibilidad de ser coetáneo y clásico a un tiempo. Moderno y antimoderno, diríamos. Elevando la dudosa categoría de “pensador” a emblema de la resistencia ética a través de la observación reflexiva y la experiencia vital.
La memoria de todos los cinéfilos está cifrada en rastros de celuloide. Dichos pecios existenciales de un naufragio llamado vida funcionan a la manera de capas de una cebolla que se desenrollan igual que los fotogramas de un viejo rollo de película. Iconoclasta y provocador como muchos otros directores de vanguardia que vinieron después y a los que influyó, el Pasolini cineasta ha envejecido mal pero todavía merece todo el interés crítico. Su figura lamentablemente trágica y, sobre todo, una colección póstuma de escritos breves trazados en los últimos meses de su vida revelan una aguda conciencia moral (que no moralista) en torno a los grandes males sociológicos de nuestra época. En otras palabras: más allá de sus mediocres novelas realistas, por otro lado muy limitadas por su propio formato; y de sus películas rupturistas y fácilmente explicables en el contexto artístico de la época; lo más valioso de la obra de Pasolini sigue siendo, más de un siglo después de su nacimiento y casi a medio siglo de su muerte, lo que en este texto hemos dado en llamar su “cristianismo”. Que se puede sintetizar reuniendo y asemejando algunas imágenes y citas bíblicas tales como la expulsión de los mercaderes del templo y la frase “Es más fácil que un camello pase por un ojo de aguja a que un rico entre al Reino de Dios” (Mateo 19: 23-30).
Según un poema de Delmore Schwartz, “El tiempo es la escuela en la que aprendemos, es el fuego en el que nos quemamos”. Lo que nos lleva directamente a una cita de Carl Sandburg: “El pasado es un cubo de cenizas”. A riesgo de quemarnos las manos rebuscando, debemos persistir en nuestro interés por la memoria, sin la cual los hombres seríamos indiferenciables de las hojas de los árboles. En una de las imágenes en movimiento más evocadoras de todos los tiempos, Nanni Moretti viajó a Ostia con su moto (una vespa, por supuesto) en 1993 para visitar la tumba de Pasolini durante la grabación de Querido Diario. En ese homenaje filmado de más de cinco minutos de duración, Moretti conduce parsimoniosamente por las sucias calles y playas de Ostia hasta llegar al lugar donde Pasolini fue asesinado en 1975. Una vez allí el plano-secuencia llega a su fin y la cámara avanza con lentitud, en un ejercicio progresivo de zoom, hasta llegar a la estatua situada donde el cadáver fue hallado.
Al hablar de Pasolini se suele resaltar un aspecto concreto de su obra. Una faceta por encima de las demás. Lo cual suele llevar a error, teniendo en cuenta que, como todo ser humano, el artista italiano fue un hombre contradictorio que tuvo que luchar contra la propia fama que le tocó acarrear en vida.
Lo más interesante en la obra de Pasolini son sus ideas, sus nociones críticas acerca del mundo que le rodea, sin más alardes académicos ni pretensiones filosóficas; y precisamente el fallo de sus ficciones es la insultante simpleza con la que novelas y películas tratan por igual a las ideas. El naturalismo con el que arranca su ficción no se diferencia demasiado de aquel practicado décadas antes por Émile Zola: donde el francés destripaba biografías burguesas muy reveladoras acerca de dicho modelo social, el italiano hacía lo propio con personajes proletarios relacionados con mundos tan marginales como la prostitución, la drogadicción o la delincuencia. Fino sociólogo revestido de consumado novelista y estimulante creador de imágenes que se pretendía narrador cinematográfico, buena parte de la obra pasoliniana sólo puede ser denominada como “fallida”. Es por ello que, sin la labor pública de resistencia y la actividad de articulista (hoy diríamos de bloguero) llevada a cabo en el último año y medio de vida, Pier Paolo Pasolini sería hoy una figura intelectual menor sepultada dentro de la muy extensa cartografía artística del siglo XX.
Dos comparaciones ayudan a entender la profunda complejidad de su figura. La primera es con el escritor español Rafael Sánchez Ferlosio, enmarcado en un primer momento dentro del realismo social con El Jarama (1956) y más tarde reconvertido en ensayista a través de numerosos artículos publicados en la prensa. Ambos fueron, con sus numerosas diferencias, reaccionarios provenientes de la izquierda y poseedores de una aguda sensibilidad social.
La segunda comparación, mucho mejor fundada, es con Albert Camus: su pasión por el fútbol, la presencia materna muy cercana, las constantes polémicas públicas, la expulsión del partido comunista, las contradicciones personales, las críticas al 68 y a la nueva cultura hedonista de esta civilización del consumo desde fundamentos marxistas, el talante inconformista, la capacidad aforística, el final abrupto. Sobre todo destaca el hallazgo en ambos de la responsabilidad política del Marqués de Sade como verdadero estandarte inicial de la Modernidad tanto en El hombre rebelde (1951) como en Saló o los 120 días de Sodoma (1975). Ambos eran, a su manera, cristianos que reconocían la importancia de lo popular en el cristianismo pero que no creían ni en la obra del cristianismo en la historia ni en sus supuestas verdades sobrenaturales reveladas.
La principal labor intelectual de Pasolini fue su implacable activismo contra el llamado “fascismo de los antifascistas”. Se trata de ese “antifascismo arqueológico” que lucha contra un muñeco de paja imaginario mientras la desigualdad social sigue aumentando. Pasolini denunció, en la línea continuada en esos años por Michel Clouscard, E.P. Thompson, Cornelius Castoriadis o Jorge Semprún, un movimiento intelectual derivado de la Escuela de Frankfurt, en buena medida financiada por la Fundación Rockefeller, que tomó fuerza a partir de los años 70 y que hoy se ha vuelto hegemónico: la mal llamada “corrección política”. Su figura pública en entrevistas y congresos resulta impensable en la actualidad: Pasolini señaló, en ese sentido, a Antonio Gramsci por encima de Wilhelm Reich y Herbert Marcuse como estandarte de las reivindicaciones sociales contemporáneas. Enfrentándose, así, a un mundo académico incoado en Francia y pronto exportado a los Estados Unidos, de fuerte preeminencia judía en sus integrantes y al servicio de la clase dominante, que parió las nuevas olas feministas (¿se acuerdan de las feministas contra los machistas?), las descarnadas luchas sentimentales entre distintas generaciones (¿se acuerdan de los millennials contra los boomers?) y la ideología de género (¿se acuerdan de los transexuales contra los cisgénero?) como sustitutivos de la lucha de clases (¿y qué fue de trabajadores contra capitalistas?). Todo ello bien financiado, por supuesto, desde filantrópicos think tanks privados respaldados por gigantescas multinacionales y por grandes familias plutocráticas.
Pasolini había conocido la obra de Gramsci en 1938, cuando vivía en Bolonia y ya había descubierto a un Rimbaud que había servido de estimulante para sus primeros escarceos líricos. Después llegará a Gramsci, quien a su vez le llevará a Marx; así nace el antifascismo que, según el pensador italiano, se opone a la dominación inherente a toda estructura de poder. Son los años de gobierno de Mussolini, al que el padre de Pier Paolo adoraba y llegó a salvar de un atentado, con la IIGM a punto de estallar. Más de veinte años después, en 1962, tuvo ocasión de sumar otra lectura determinante sobre su pensamiento una calurosa tarde de verano en un hotel situado en Asís, lugar de nacimiento del más socialista de los santos, Francisco. Allí leerá el Evangelio según Mateo de una Biblia olvidada por el anterior huésped de la habitación. Y aunque la variedad de los autores es bastante amplia, la lectura realizada por Pasolini resulta muy personal y centrada: la lucha de poder, el anhelo espiritual de los desheredados y la necesidad de un radicalismo revolucionario.
Hay una frase en la última entrevista de Pasolini antes de ser asesinado el día de difuntos de 1975 que resultará profética: “Estamos todos en peligro”. Como esa fotografía en blanco y negro en la que aparece meditabundo ante la lápida de Gramsci. Para entonces su figura se había vuelto incómoda para muchos políticos, mafiosos y grandes empresarios. La publicación de un artículo en el “Corriere della Sera” de alcance nacional en el que mencionaban las relaciones entre la Mafia, la CIA y el Estado en diversos atentados en Italia o la denuncia pública del asesinato del líder político Enrico Mattei le habían dibujado una diana encima.
En el citado artículo, Pasolini afirma que sabe los nombres detrás de la trama de crimen y corrupción pero que como no tiene pruebas (otros sí, asegura, a los que anima a ser valientes) está convirtiendo todo el material de investigación en una novela en clave (será su obra póstuma, incompleta y publicada finalmente en 1992, Petróleo): un roman à clef de gran alcance político. Días antes de su muerte, Pasolini había terminado el rodaje de Saló o los 120 días de Sodoma, donde adaptó a Sade en el contexto del fascismo italiano durante la Segunda Guerra Mundial. Es por ello que otra tesis que se manejó sobre su muerte es que se le chantajeó con unas bobinas perdidas de la película. Fuera asesinado a manos de sicarios por motivos estrictamente políticos o como consecuencia de un incidente privado con un chapero, lo cierto es que para entonces ya era un mártir de la resistencia frente a una nueva forma de poder, más sutil, democrático incluso, o que aparentemente se disfraza como tal, donde lo que no logró ningún gobierno tiránico del pasado lo había alcanzado con facilidad la industria de consumo, esto es, la aceptación de la servidumbre por parte de los propios siervos felices del capitalismo.
Pasolini era un miembro destacado de lo que Octavio Paz denominó como “tradición de la ruptura”. Amigo del poeta Attilio Bertolucci e influenciado, al menos según Ángel Faretta, por la crítica a la Modernidad de Augusto Del Noce; el director de Accattone (1961), Mamma Roma (1962) y Teorema (1968), se había ganado la enemistad de casi toda la izquierda italiana, entre la que se encontraban amistades estrechas como Elsa Morante o Natalia Ginzburg, por defender a la policía frente a los estudiantes en las manifestaciones del 68. Muchos no entendieron que la estética de Pasolini sólo era una traslación artística de su pensamiento político: se anticipó al atisbar la destrucción de las tradiciones, el ocultamiento del pasado y la sustitución de la cultura popular por la cultura de masas. Defensor de los clásicos literarios, poseedor de una enorme cultura universal y cultivador de un gusto estético a la contra de las modas del momento, era un inconformista que creía en una poética de la transgresión moral: “Escandalizar es un derecho, escandalizarse un placer”. Su Trilogía de la Vida (El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury y Las Mil y una Noches) es una obra maestra cromática que manifestaba su profundo amor por la pintura. Crítico con la técnica, quiso hacer una trilogía de filmes, otra, en este caso centrándose en las respectivas figuras de Pablo de Tarso, Charles de Foucauld y Antonio Gramsci.
Ha habido tantos cristianismos como cristianos han sido, son y serán. Para Pasolini, lo cristiano es, en muchos sentidos, equivalente de lo popular: eso había aprendido a través de la experiencia del catolicismo observada en su madre y en las gentes de su pueblo natal, Santo Stefano. Por su catolicismo cultural, entre muchas otras razones, luchó duramente contra el aborto. Quizás su comprensión marxista de la religión como “opio del pueblo” le llevara a una excesiva reivindicación del luteranismo (Cartas Luteranas, se titula su mayor obra de pensamiento) y a una dura crítica contra la Iglesia: “Los católicos se olvidaron de que son cristianos”. No le perdonaba los Pactos de Letrán al Vaticano.
Impugnando en lo histórico lo que reivindicaba para sí en lo personal, más que un esteta, Pasolini era un asceta; frente a la poética de lo recargado, se erigió como un apologeta del despojo. Algo que se canalizará en su descarnada crítica a la clase media pequeño-burguesa y su estilo de vida materialista repartido en tres facetas perfectamente distinguibles entre sí: el consumidor, el productor y el tributador; el que compra, el que produce y el que dona impuestos. Sin embargo, ante la amenaza de un capitalismo posthumano dominado por la técnica entendió el componente subversivo contenido en el mensaje evangélico. De nuevo Marx: “Toda emancipación es un restablecimiento del mundo humano y de las relaciones humanas con el hombre”. En resumidas cuentas, comprendió quienes eran los contendientes en la lucha: el pueblo contra el elitismo capitalista de Mayo del 68. Se postuló con valentía contra la autodenominada “rebelocracia antifascista” que resulta plenamente fascista en sus manifestaciones. Su breve e incompleto texto “Gennariello” es una obra maestra del humanismo incoado en el Renacimiento. Un testimonio simple y bello de esperanza en la revolución que compone su mayor muestra de fe dentro su particular versión del cristianismo.
El Evangelio de Mateo es el más histórico, el más carnal y popular, el menos trascendente y más anclado a las miserias concretas del pueblo en todo tiempo y lugar. Antes de la polémica y endémica Teología de la Liberación, uno de los peores derivados del Concilio Vaticano II, Pasolini entendió que hay ciertas facetas del mensaje de Jesús, del cristianismo evangélico, que son lo más anticapitalista que existe y que, como se decía hace décadas y han comprendido algunos de los grandes defensores del liberalismo como Antonio Escohotado, muestran cómo Cristo fue, en cierto sentido, el primer comunista. No en vano Enrique Irazoqui, que interpretó a Jesús en la película de Pasolini, era un destacado miembro español del Partido Comunista.
Hombre dedicado al culto al deseo y condenado a la experiencia del dolor pero obsesionado con los problemas derivados de la desaparición de la sacralidad del centro de la experiencia humana, Pasolini fue alguien que quería penetrar dentro del hecho religioso pero que no se veía capaz de hacerlo sin traicionar con ello su compromiso inexpugnable con la verdad. La muerte de Jesús en la Cruz; la muerte de Gramsci en la cárcel; y la muerte de Pasolini en Ostia atraviesan el tiempo para dibujar un mismo arquetipo anclado en la historia. Se trata del mártir que muere prematuramente, atrapado en la soledad del marginado, luchando por aquello en lo que cree. No pertenece a ningún tiempo, el mártir, y por su extemporaneidad es que su figura no muere. El rastro de memoria se pierde. La película llega al final. El círculo del tiempo se cierra. Los títulos de crédito descienden. Y un fuego se apaga convertido en rastro de cenizas. Fundido a negro.
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