22/11/2024 00:39
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Es curioso cómo los prejuicios de la modernidad confluyen en Sicilia: símbolo del sur atrasado y sinónimo de mafia. Casi nada. Pero ni Sicilia fue nunca la tierra inhóspita e incivilizada que algunos pretenden, ni la asunción de los tópicos más populares en nuestra tecnificada y digitalizada sociedad confiere a quienes los comparten ningún crédito o autoridad para seguir divulgándolos. Nada más absurdo que la extendida suposición de que la fe en el progreso “eleva” a quien la profesa y, mágicamente, le autoriza a hablar en nombre de la ciencia o de la cultura, aunque no sepa leer ni escribir.

En el mismo sentido, pesan sobre el siglo XIX algunos clichés negativos que no tienen ningún valor pese a su popularidad y extensión. Y no negamos que puede resultar muy sencillo –y, sobre todo, muy cómodo– situarse de un plumazo del lado “correcto” de la Historia, pero pocas cosas hay más ridículas que despreciar todo un siglo por razones “morales”. Así, la costumbre de tildar como “decimonónica” cualquier cosa ajena a la nueva moralidad, lejos de significar una victoria de la “razón” –como postulan los progres–, sólo es una excusa para seguir chapoteando en el prejuicio y la ignorancia.

Como no nos cansaremos de repetir, el siglo diecinueve fue un período glorioso para las artes en Occidente. Fecundo en artistas y obras memorables en todos los ámbitos, fruto de un largo proceso de decantación. En el caso de las artes plásticas, como resultado de una larga maduración y perfeccionamiento de la formación técnica impartida en las Academias de Bellas Artes. Y es que el siglo XIX alumbró una miríada de artistas con una formación sólida porque la sociedad lo demandaba, en una Europa pujante en lo económico merced al dominio de los mares, del comercio y de las materias primas a lo largo y ancho del mundo.

Así, en paralelo al desarrollo de la industria, la tecnología y la ciencia, se produjo, naturalmente, un impulso de las letras y las artes plásticas. La expansión de las ciudades y el embellecimiento de las mismas con monumentos públicos y mobiliario urbano propiciaron el auge de las fundiciones artísticas; y el número creciente de edificios oficiales representativos e instituciones públicas –teatros, bibliotecas, museos, parlamentos, tribunales, ministerios, etcétera– contribuyó como nunca al desarrollo conjunto de todas las artes. No en vano, la segunda mitad del siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX se considera la edad de oro de los oficios artísticos y las artes aplicadas, precisamente, en torno a la arquitectura.

El diecinueve fue un siglo de hegemonía europea y esplendor en todos los órdenes y el momento álgido del coleccionismo privado. Las grandes fortunas y una burguesía media cada vez más amplia desearon manifestar su estatus o, simplemente, estuvieron en condiciones de satisfacer un anhelo de belleza reservado hasta entonces a una exigua minoría.

Dicho lo anterior a modo de preámbulo, no queda, pues, sino adentrarnos en Sicilia y en el siglo XIX, para descubrir, contra todo pronóstico, ¡Arte! Acaso la expresión más alta del espíritu.

Por acotar el terreno y no extendernos en demasía, nos centraremos en las últimas décadas del siglo XIX, y sólo en algunos artistas, apenas un puñado, como muestra representativa. En este caso, pintores y escultores de primer nivel nacidos en aquella Sicilia descrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo, que desarrollaron su carrera en el mismo lapso en que se desarrolla la película; es decir, entre 1860 y 1910.

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En primer lugar, queremos citar tres pintores que supieron retratar el hermoso paisaje siciliano y el espíritu de sus gentes: Francesco Locajono (1838-1915); Antonino Leto (1844-1913) y Salvatore Marchesi (1852-1926). Y, por otro lado, guardando un justo equilibrio, tres escultores: Vincenzo Ragusa (1841-1927); Ettore Ximenes (1855-1926) y Mario Rutelli (1859-1941).

Francesco Locajono, procedente de una larga estirpe de pintores, nos regaló magníficas imágenes de Palermo, su tierra natal, captando el aire limpio y esa luz cálida mediterránea; intensa, pero sin anular los colores, como dice el mismo Giuseppe di Lampedusa. Hermosas vistas del mar, de la costa, del monte Pellegrino imponente sobre el claro horizonte; imágenes de stradas polverosas o caminos polvorientos bajo las ruedas de pequeños carros tirados por una sola mula. Recreándose en las texturas de las rocas, la vegetación, la arena o la espuma de las olas, nos hace amar aquella tierra.

Antonino Leto gustaba de contrastes más acusados, siempre en su admirable realismo. Protagonistas la campiña, los olivos y las peñas bajo el azul poderoso de Sicilia… entre el crepitar de las jaras y el dulce aroma a retama, tomillo y lavanda… Logradas composiciones que nos acercan a la vida del pueblo y a su labor bajo el sol en las salinas o en la almadraba. Contraste también aquí entre la calma de las marismas de las Saline di Trapani (1881) y el violento chapoteo de La mattanza a Favignana, retrato extraordinario de la pesca del atún.

Por su parte, Salvatore Marchesi nos ofrece una mirada al interior, al ambiente de los templos, invitándonos a impregnarnos de su atmósfera: la tenue iluminación filtrada desde los altos ventanales; el olor de las velas, el incienso, la piedra húmeda y la cal; el eco de los pasos sobre la madera y el mármol. Escenas cargadas de espiritualidad, serenas e íntimas. La reflexiva soledad de una anciana sentada en un peldaño de piedra; un monaguillo dibujando, sentado en una silla del coro magníficamente labrada en madera traída de América; un monje leyendo bajo un arco ojival en uno de los patios del Duomo di Monreale, en la paz silente apenas perturbada por el dulce goteo de una fuente y el aleteo de las palomas que van a beber en ella.

Por supuesto, podrían citarse más pintores sicilianos: Michele Catti, Giuseppe Sciuti, Calcedonio Reina, Natalio Attanasio, Michele Rapisardi, Luigi Di Giovani o Ettore Cumbo. Mas la triada elegida es suficiente como muestra.

En lo que toca a la escultura, queremos empezar por Vincenzo Ragusa, heraldo de la escultura occidental en el país del sol naciente como asesor artístico durante la Restauración Meiji (1868-1912). Responsable de magníficos retratos de tipos japoneses, Ragusa encarna en sí mismo la extensión de la influencia cultural de Occidente a lo largo y ancho del Mundo durante los siglos XIX y XX. Sus obras pueden admirarse en el Museo Nacional de Tokio y en el Museo Universitario de la Universidad Nacional de Bellas Artes y Música de la misma ciudad.

Por su parte, Ettore Ximenes, de noble ascendencia española, igualmente paseó con orgullo el nombre de Sicilia por todo el orbe, dejando una huella imborrable de su talento en obras diseminadas por Italia, Estados Unidos, Argentina o Brasil. Aparte de sus espectaculares piezas monumentales, Ximenes también nos legó otros motivos de menor tamaño pero de gran sensibilidad, como la tiernísima escena titulada Ecce Mater –con ese pequeño abrazando la cabeza de su madre–; o aquel retrato de Vitorio Emanuel II sedente con un niño y un perro, titulado Cuore di re y expuesto en Turín. Por supuesto, Ettore tuvo tiempo, además, para su tierra y sus gentes, tan ligadas al mar y a la pesca como fuente de sustento. Esos jóvenes pescadores con sus aparejos en alegres escenas de espléndido naturalismo que nos traen a la mente a otros diestros artífices mediterráneos como el napolitano Vincenzo Gemito o el valenciano Mariano Benlliure. Autores todos ellos que supieron recoger la alegría de la juventud con gesto fresco y enérgico, capturando momentos de la vida misma: un pez que pugna por escapar de las manos de un joven; el pellizco de un cangrejo; el chaval concentrado en el manejo de sus artes de pesca… anécdotas geniales, verosímiles, a veces simpáticas, que guardamos con una sonrisa en nuestro recuerdo.

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Finalmente, aun cuando Mario Rutelli sea más conocido por la famosa Fuente de las Náyades de la Piazza Esedra de Roma, fue un escultor muy vinculado a su Palermo natal, donde sus potentes obras en armónico movimiento gozan de una ubicación privilegiada en el espacio público de la ciudad. La magnífica cuadriga que corona el Teatro Politeama; o la Alegoría de la Lírica sobre un león –en uno de los laterales de las escaleras del Teatro Massimo Vittorio Emmanuelle II– dan fe de su pericia y fuerza expresiva. Aunque estas virtudes también puede apreciarse en otras obras de menor formato como Los iracundos, sita en la Galleria d’Arte Moderna de Palermo.

Por último, cabe decir aquí que tampoco entre los escultores citados están todos los que son, ni mucho menos, y que el mismo Rutelli colaboró con su talentoso paisano Benedetto Civiletti (1845-1899) en los dos grandes proyectos mencionados, ejecutando Benedetto los dos jinetes que flanquean la cuadriga del Politeama y realizando la Alegoría de la Tragedia sobre un león en el otro lateral de la escalera del Teatro Massimo. En cualquier caso, no pretendemos en absoluto agotar el tema y somos conscientes de la injusticia de no nombrarlos a todos.

Si estos artistas fueran desconocidos para el lector, sirvan estas líneas para animarle a descubrirlos, con la seguridad de que hallará en ellos deleite para sus ojos y alimento para su espíritu. Y es que en la espiral acelerada de la vida contemporánea, tan plagada de estímulos estridentes o que apelan a nuestros más bajos instintos, a veces es necesario tomarse un respiro y disfrutar, en paz, de la belleza. Recordando que, como bien dijo el poeta británico John Keats: “una cosa hermosa es una alegría para toda la vida”.

Autor

Santiago Prieto
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