20/09/2024 08:36
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Para dentro

“Qué país, Señor, qué país!… la vida humana ya no merece respeto, la justica se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por su vestidura y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española” (Wenceslao Fernández Flores)

Por la transcripción Julio Merino

Seguimos hoy, como aprendizaje para jóvenes periodistas, placer de lectura y «antídoto» de sanchistas subvencionados, la publicación de unas cuantas de las ACOTACIONES DE UN OYENTE que el gran Wenceslao Fernández Flores (el inmortal del «Bosque animado») hizo famosas en ABC entre 1931 y 1933…y que el «agitpro» comunista tiene escondidas en la nevera de la libertad (en la de Stalin, claro).

        Así que no se las pierdan, si quieren saber cómo fueron aquellas Cortes Constituyentes de la II República, hombre sí, la legal, la legítima, la constitucional, la de los derechos humanos, que se cargaron los golpistas asesinos del 18 de julio del 36.

Biografía 

Hijo de Antonio Luis Fernández Lago y de Florentina Flórez Núñez, nació en una casa de la calle coruñesa de Torreiro, y manifestó desde pequeño vocación por la medicina, aunque la muerte de su padre cuando tenía quince años le obligó a dejar los estudios y trabajar como periodista. Empezó en el diario coruñés La Mañana y posteriormente colaboró en El Heraldo de Galicia, Diario de La Coruña y Tierra Gallega. A los diecisiete años dirigió el semanario La Defensa de Betanzos, publicación que se declaraba enemiga del capitalismo feroz y a favor de los agraristas; un año más tarde y con tan sólo dieciocho años dirigió durante año y medio el Diario Ferrolano, aunque tuvo que falsear su fecha de nacimiento, pues legalmente no podía hacerlo con menos de veintitrés. Después pasó a dirigir El Noroeste de La Coruña. En 1913 fue a Madrid como empleado en la Dirección General de Aduanas, pero abandonó ese cargo para trabajar en El Imparcial y poco después, en 1914, en ABC, donde empezó a publicar sus «Acotaciones de un oyente», una serie de crónicas parlamentarias que le hicieron muy famoso, y que luego reunirá en Crónicas parlamentarias (1914-1936). También escribió en El Liberal y La Tribuna. Desde Madrid continúa manteniendo relaciones con el diario La Mañana y con la prensa gallega.

Su opinión sobre el Madrid rojo

Sobre el Madrid de aquella época escribió posteriormente por boca de uno de sus personajes:

¡Qué país, Señor, qué país! Entonces, ¿qué cabe hacer en él? La vida humana ya no merece el menor respeto, la justicia se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por sus vestiduras y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española; se incendian iglesias frente a la cara de ese burgués cobarde que tiembla en el Ministerio de la Gobernación y que adula a las turbas mientras acaso piensa en su propio dinero amenazado.

NICETO ALCALÁ ZAMORA

7 octubre 1931. 

 La película es un poco complicada, y dudo de poder explicarla con claridad. Pero haré cuanto buenamente sea posible. Con decir lo que oí y lo que vi creo haber cumplido. 

Ocho de la noche. El Sr. Alcalá Zamora acaba de exponer ante la Cámara su opinión acerca del artículo 42, el Bertha de aquellos que se refieren a la propiedad. En el banco contiguo al azul, el señor Botella Asensi, de la Comisión, comienza a hablar Y se lamenta de que el presidente del Gobierno intervenga siempre para influir con su autoridad, antes de las votaciones, en el criterio de la Cámara. Escándalo. Los señores Xirau y Castrillo, que pertenecen a la Comisión, niegan su asentimiento a estas palabras. Otros miembros lo otorgan a gritos. Botella y Castrillo dan inequívocas muestras de que en aquel momento, más que la Constitución y que el artículo 42, les importa boxear unos minutos. Las apuestas, a favor de Botella. 

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Se tranquilizan los ánimos. Votaciones. Cuatrocientos estómagos salen del Congreso a las nueve en todas las direcciones de la rosa de los vientos para injerir un gran montón de manjares. 

Doce de la noche. El presidente de la Comisión, señor Jiménez Asúa, lee una nota en la que se afirma que el Sr. Botella ha hablado en nombre de todos sus compañeros. Esta declaración produce instantáneamente dos efectos: proyectar fuera del banco azul al Sr. Alcalá Zamora, que va a caer en un escaño progresista, y encender a la Cámara en un alboroto. 

Muchos gritos, muchos campanillazos. Al fin habla Alcalá. Cumplido el deber de afirmar una vez más que ha estado en la cárcel, el señor presidente del Gobierno dice que todo el mundo sabe que si hubiera querido aprovecharse de las circunstancias sería a estas horas presidente de la República. Prefirió batallar en el salón de sesiones por el triunfo de la Constitución, a sabiendas del desgaste que esto supone, y he aquí el pago que se le da. Se le hiere con premeditación y con alevosía. ¿Es que él no puede exponer su criterio? ¿Es que se le niega el más elemental de los derechos que tiene cualquier diputado? ¡Pues se va y se acabó, y ahí queda eso! 

Entonces trepida la primera ovación, en la que no toman parte las izquierdas. Todos pensamos: «¡Tiene mucha razón! ¿Por qué no ha de opinar?» 

El Sr. Besteiro interviene. Traquetea la segunda y prolongada salva de aplausos. Pero el señor Alcalá continúa entre los progresistas. 

Va entonces don Indalecio Prieto y argumenta: 

-Su señoría no me dejó marchar a mí, y ahora yo, en nombre de todos los ministros, no dejo marchar a su señoría. 

Retumba la tercera ovación, unánime. 

Y nada. 

Todos los diputados se ponen en pie para seguir aplaudiendo con ímpetu renovado. 

Y nada. El Sr. Alcalá Zamora dice que… no sé qué, porque esto lo entendimos muy mal. Pero, en fin, vino a dar a entender que él era dos; que uno de estos dos había muerto, asesinado por Jiménez Asúa, y que, si la Cámara se empeñaba volvería al banco azul, pero no el Alcalá que aún quedaba con vida, sino el que acababa de fallecer. 

Gritos: «¡No!», «¡No murió!», «¡Sí!», «¡Imposible…!» Señoras llorando en las tribunas. Puños radicales que se extienden hacia Jiménez Asúa. Voces airadas que le piden la dimisión. Corresponsales que galopan por los pasillos para comunicar a sus periódicos que el Gobierno está en crisis. En las Embajadas comienzan a cifrar despachos. La emoción culmina. Don Indalecio Prieto está rojo y don Santiago Casares, pálido. 

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Los diputados reúnen sus fuerzas para aplaudir otra vez. 

 

Niceto Alcalá Zamora 

 

Entonces don Niceto se desprende del escaño progresista y pasa al banco azul, pero se sienta en el extremo opuesto a la cabecera. Llevo muchos años asistiendo a sesiones de Cortes: no obstante, ignoro el significado que esto puede tener. Únicamente sé que en aquel instante la Cámara desea engullirse a Jiménez Asúa. 

Y el Sr. Jiménez Asúa, que desde el principio de este conmovedor espectáculo está retrepado en el asiento, entregado a su deporte favorito de subir las cejas hasta reunirlas con la cabellera, y bajarlas después hasta tapar los ojos y la mitad de 1a nariz, hace uso de la palabra, que el presidente le entrega con la misma precaución que si le confiase un revólver. 

Y Asúa vuelve a leer el papelito, que él ni dictó ni escribió. El papelito dice que el Sr. Botella intervino en el debate en nombre de la Comisión, facultado anteriormente por la Comisión, y no alude para nada a la apreciación personal que el Sr. Botella hizo a propósito de los discursos presidenciales. El señor Asúa deja entrever que no está conforme con esa apreciación de su compañero. Sin embargo, como es el presidente de la Comisión, acepta todas las responsabilidades, dimite ante la Cámara y se marcha. 

(Vase, en efecto, foro izquierda, subiendo y bajando las cejas con velocidad que mejora sus anteriores marcas.) 

Se suspende la sesión. 

Grandes comentarios, hervor de conversaciones en las tribunas, en los pasillos, en el hemiciclo, en el buffet. Entonces, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué nos hemos apasionado, por qué hemos llorado, aplaudido, gritado, gemido y telefoneado? ¿Por qué hubo una crisis planteada? ¿Por qué se evocó el noble cautiverio? ¿Por qué quería irse ese excelente señor, y por qué deseábamos que se marchase el otro buen caballero, que al fin traspuso la puerta con pasos decididos? ¿Por qué Prieto se expuso a una congestión? Y, sobre todo, ¿por qué es la una y media de la madrugada? 

Pero ya vuelven los diputados. Los doce ministros se apretujan en el banco azul. El Sr. Alcalá Zamora no está en la cabecera ni en los pies, sino exactamente en el medio. (Llevo muchos años presenciando sesiones de Cortes, pero tampoco puedo explicar qué oculto sentido tiene esto.) Jiménez Asúa ocupa su lugar habitual. Todo está como hace dos horas. 

Y el Sr. Besteiro ofrece a la Cámara y al país la razón de lo ocurrido. Se trabaja mucho…, las sesiones son muy prolongadas. Naturalmente, un incidente cualquiera, que en circunstancias normales juzgaría nimio, ahora se hincha, se agiganta, apasiona… Porque -hay que decirlo- los nervios de los señores diputados no funcionan bien… La tensión es tan alta… 

Respiramos. Menos mal: se trata únicamente de un pequeño ataque de histeria.

¡Pero qué susto, Señor; qué susto!

 

 

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