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“Qué país, Señor, qué país!… la vida humana ya no merece respeto, la justica se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por su vestidura y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española” (Wenceslao Fernández Flores)
Por la transcripción Julio Merino
Seguimos hoy, como aprendizaje para jóvenes periodistas, placer de lectura y «antídoto» de sanchistas subvencionados, la publicación de unas cuantas de las ACOTACIONES DE UN OYENTE que el gran Wenceslao Fernández Flores (el inmortal del «Bosque animado») hizo famosas en ABC entre 1931 y 1933…y que el «agitpro» comunista tiene escondidas en la nevera de la libertad (en la de Stalin, claro).
Así que no se las pierdan, si quieren saber cómo fueron aquellas Cortes Constituyentes de la II República, hombre sí, la legal, la legítima, la constitucional, la de los derechos humanos, que se cargaron los golpistas asesinos del 18 de julio del 36.
Biografía
Hijo de Antonio Luis Fernández Lago y de Florentina Flórez Núñez, nació en una casa de la calle coruñesa de Torreiro, y manifestó desde pequeño vocación por la medicina, aunque la muerte de su padre cuando tenía quince años le obligó a dejar los estudios y trabajar como periodista. Empezó en el diario coruñés La Mañana y posteriormente colaboró en El Heraldo de Galicia, Diario de La Coruña y Tierra Gallega. A los diecisiete años dirigió el semanario La Defensa de Betanzos, publicación que se declaraba enemiga del capitalismo feroz y a favor de los agraristas; un año más tarde y con tan sólo dieciocho años dirigió durante año y medio el Diario Ferrolano, aunque tuvo que falsear su fecha de nacimiento, pues legalmente no podía hacerlo con menos de veintitrés. Después pasó a dirigir El Noroeste de La Coruña. En 1913 fue a Madrid como empleado en la Dirección General de Aduanas, pero abandonó ese cargo para trabajar en El Imparcial y poco después, en 1914, en ABC, donde empezó a publicar sus «Acotaciones de un oyente», una serie de crónicas parlamentarias que le hicieron muy famoso, y que luego reunirá en Crónicas parlamentarias (1914-1936). También escribió en El Liberal y La Tribuna. Desde Madrid continúa manteniendo relaciones con el diario La Mañana y con la prensa gallega.
Su opinión sobre el Madrid rojo
Sobre el Madrid de aquella época escribió posteriormente por boca de uno de sus personajes:
¡Qué país, Señor, qué país! Entonces, ¿qué cabe hacer en él? La vida humana ya no merece el menor respeto, la justicia se condiciona a la política, la autoridad toma partido por un grupo, los transeúntes se juzgan por sus vestiduras y se cruzan miradas de desafío, el odio se expande y se infiltra como un gas en toda la vida española; se incendian iglesias frente a la cara de ese burgués cobarde que tiembla en el Ministerio de la Gobernación y que adula a las turbas mientras acaso piensa en su propio dinero amenazado.
JUAN MARCH
6 noviembre 1931.
Pensábamos anoche al abandonar la tribuna:
-¡Si pudiese existir un agua y un jabón que sirviesen para lavarnos ahora mismo el alma!…
Porque algo ajeno y sucio parecía habérsenos adherido repugnantemente. Salíamos de presenciar el acoso de un hombre.
Ante toda la Cámara expectante, bajo las miradas de las tribunas, negras de gente; desde el banco más elevado, como si pretendiese que el muro le guardase las espaldas, aquel hombre había procurado explicar con voz enronquecida cómo había ganado sus millones. Sincera o insinceramente, nos había mostrado los peldaños que sus pies de conquistador de fortunas hollaron hasta llegar a esa altura en que detrás del que la escala se colocan los siete ceros de la opulencia.
-Trabajé con suerte y soy rico -vino a decir.
Juan March.
Pero el director general de Seguridad, Sr. Galarza, habló después para arrancar a zarpazos los velos que, según él, encubrían el origen de aquellos millones: el contrabando de tabaco, la concesión de un monopolio por el Gobierno de la dictadura, la historia de unas cartas suplantadas en relación con acusaciones de espionaje. Fríamente, con dureza en la que parecía traslucirse el odio, el jefe de la Policía clavaba dardo tras dardo en las carnes del hombre de los millones. En una gran parte de la Cámara el olor de la carnicería suscitaba esa voluptuosidad que conocen los asiduos a las peleas de gallos y las muchedumbres linchadoras. Cuando don Juan March quiso defenderse, ni aun halló amparo en una experiencia oratoria de que carece, y sus frases nacieron como acardenaladas y tambaleantes por el castigo de las frases del director de Seguridad.
Entonces muchos diputados radicales socialistas y de la extrema izquierda de la Cámara le acosaron con sus interrupciones, que venían a ser como mordiscos en los flancos de la res que ya va herida. La otra mitad de la Cámara asistía muda y quieta al espectáculo cruel. El presidente rogó que se aplazase el debate para darle un curso regular en otro día. Pero aún se alzó el Sr. Galarza para clavar el puñal de misericordia -lentamente, tranquilamente, heladamente, vocalizando bien- en la víctima.
Quizá todo eso sea justo, pero es terriblemente antipático. Desconocemos tanto las virtudes como las culpas del Sr. March; pero en el Código español no existe la pena de emplumamiento, y si la República no tiene Tribunales para castigar al que delinque, no puede suplirlos con espectáculos vergonzosos como el de anoche.
Las Cortes están en su derecho al exigir que las oigamos, pero no deben imponernos que nos detengamos a olerlas. Las trapisondas tienen otro cauce, que va desde la Comisaría hasta la Audiencia.
Personalmente, como espectadores del debate de anoche, nuestro escepticismo no ha experimentado el beneficio de ninguna lección de moral. Nuestra imparcialidad nos avisa de que si don Juan March hubiese practicado el contrabando sin ganar millones, y se viese obligado a andar por las montañas como un comparsa de la ópera Carmen, sería considerado como un gallardo enemigo de las exacciones del Fisco, y acaso el Sr. Galarza, en su época de conspirador, hubiese requerido «a aquellos bravos corazones» para que disparasen sus viejas armas en defensa de la libertad. Y ahora le ofrecería, quizá, un puesto de confianza.
Pero la verdadera Moral nunca puede ser oportunista.
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