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No se sabe muy bien qué ha pasado, pero ya sabemos que ha sido el gas. Me refiero a la explosión que ha costado la vida de -cuando escribo- dos personas, y destruido un edificio de la calle Toledo de Madrid, próximo a un colegio, una residencia de ancianos y la parroquia Virgen de la Paloma, que en ese mismo inmueble tiene una residencia para sacerdotes y los locales parroquiales, según el Arzobispado.

La explosión ha sucedido poco antes de las tres de la tarde, y a mi el estruendo me ha sonado conocido. No es que tenga un oído extraordinario, y ni siquiera distingo un «la» de un «sol«, pero si he tenido ocasión de oír -a unos kilómetros de distancia, para mi fortuna- algunas explosiones. Desde mi trabajo oí la bomba que intentó reventar el coche de José María Aznar y otra próxima a los recintos feriales de Madrid. Desde mi casa oí la de la T-4 de Barajas.

Y a mi oído -repito que nada experto, aunque si con algún conocimiento- la explosión de este gas que tan rápidamente se ha presentado para asumir la culpa, ha sonado exactamente igual que esas otras que en su día escuché. Para mi oído -en esto creo que más avezado que el de la mayoría- el sonido de las deflagraciones de pólvora o explosivos es inconfundible. Nadie que lo haya oído una vez puede confundir un petardo con un martillazo, por ejemplo, ni el de una bomba lejana con el reventón de un neumático.

Esto, como ustedes comprenderán, es hablar por hablar, porque ya han dicho las autoridades con celeridad encomiable que la explosión se debe al gas de una caldera que se estaba revisando. Dejando aparte mi congoja por la revisión del gas que debe pasar mi instalación dentro de unos meses, el suceso me ha traído a la memoria un artículo del gran maestro Rafael García Serrano, a propósito también de la celeridad con que el gas -tan sibilino, tan traicionero- da la cara una vez hecha su gracia. Como si en vez de gas fuera cualquier chulo de poca monta: «si, he sido yo, ¿y qué?»

En fin, les dejo con el artículo del maestro Rafael, mucho más interesante pese a los 20 años transcurridos, casi día por día:

 

La rebelión de los gases

RAFAEL GARCÍA SERRANO

EL ALCÁZAR. LUNES, 12 DE ENERO (81)

Yo estoy que no vivo y además tengo una fábrica de churros cerca de mi portal, lo cual me hace no vivir más peligrosamente que el resto de mis compatriotas, salvo los que tengan una churrería en su misma casa o sean churreros de oficio. Es sabido que el aceite de los churros es un explosivo de gran potencia y ahí tienen ustedes la catástrofe del hotel Corona de Aragón, sin ir más lejos, para demostrar la capacidad destructora del baluarte de la industria pesada de la Restauración, cuando con nuestras Fábricas de Churros y Patatas Fritas constituíamos la envidia del mundo civilizado y progresista. ¡Gloriosos monarcas aquellos que presidieron el engrandecimiento de nuestra Patria, que también manufacturaba porras y buñuelos, aunque con modestia virtuosa no se refiriese a estos productos en las muestras de sus orgullosos y modernísimos establecimientos! También elaborábamos cultura y riqueza idiomática a barullo, según se desprendía de aquellos desafiantes rótulos que proclamaban la expendición de Idiomas y Talentos. 

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Pero ahora las churrerías se han convertido misteriosamente en un peligro público —¡la de riesgos que corrí desayunando tantas veces en la cafetería del Corona de Aragón mi habitual ración de churros con clarete de Cariñena!—, los Idiomas se han tornado gloriosa diversidad y posible aumento del número de Academias y académicos, y los Talentos están todos ocupados en construir el original Estado de las Nacionalidades y Autonomías.

Por si fuera poco, los gases han adoptado una actitud extraña, asesina, destructora, subversiva. El gas es siempre un animal peligroso, pero harto domesticado. En España, pienso, se está produciendo la rebelión de los gases. Los gases, por ejemplo, provocan una sangrienta jornada en Ortuella. Los gases, pocas veces detectados antes de las catástrofes, aparecen declarándose inmediatos culpables apenas éstas se han producido. Es una conducta digna de alabanza. Si los hombres fuésemos como los gases y confesáramos nuestros pecados y delitos con tanta facilidad, otro gallo cantara a esta democracia matalona que nos gastamos. Ahora los gases han destruido unas instalaciones de Radio en Badalona, de acuerdo con su plan diabólico e involutivo, porque, al parecer, en esas instalaciones no existía el gas, pero esta bestia fogosa se había agazapado sinuosamente en un vertedero de basura próximo, que también es mala intención, y poco a poco se fue infiltrando en el edificio y cuando se hubo reagrupado bajo el objetivo explotó como un triquitraque. Al parecer, los vertederos de basura producen gases. Por tanto, o hay que quitar de en medio los vertederos o hay que edificar lejos de ellos. Porque nos quejamos en Madrid, por ejemplo, de la amenaza atómica, pero ahí tenemos Vaciamadrid, la gran metrópoli de los residuos, que el día menos pensado se infiltra en la Villa y Cheka que rige el Viejo Profesor, y aquí no quedan ni los rabos. Podríamos decir que Madrid puede perecer víctima de las churrerías y del gas metano que destila Vaciamadrid, y que no vemos que nadie acuda a salvarle.

Bolsas de gas hay en todas partes. Estamos rellenos de bolsas de gas y el día menos pensado aparecerá petróleo en abundancia, aunque de momento nos conformemos con que se nos muestre el gas en sus formas subversivas y delincuentes. Pero es que en Madrid y en todo el Estado de las Nacionalidades existen muchos ciudadanos que transportan gas dentro de sus organismos. Los flatosos son legión; los aficionados, incontables. La acumulación de gases dentro del cuerpo llega a producir lo que se ha llamado falsa angina da pecho, que según cuentan es algo horrible. ¿No constituyen todos los portadores de gas una especie de peligrosa brigada de desestabilizadores de la democracia? Porque esta temible energía no está sujeta a ningún control, y bastaría infiltrar unos cuantos flatosos en el Congreso, en el Senado, en la Moncloa, esto es, en los centros de poder, y provocar una irremediable catástrofe histórica. ¿Estamos seguros de que entre los propios senadores, diputados, políticos y funcionarios que asisten o trabajan en la Moncloa, no los hay con flato más o menos abundante o con bolsas de aire discretas y normales?

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Soy un adversario leal de esta democracia —hasta-el punto de que su tendencia a la explosión la achaco a que está construida sobre un dramático albañal, donde todo es inmundicia humana y metano— y me gustaría vencerla limpiamente. No me gusta contar corno aliado al gas que producen las acumulaciones de bacinadas incontables y  que tan incorrecta conducta mantiene en Ortuella o Badalona. En orden a la limpieza del juego, yo recomendaría al señor ministro del Interior la vigilancia de todos los flatosos de España. Primero una severa inspección médica, después un censo; y, finalmente, el control radical de todo depósito humano da flatulencias. Más vale prevenir que lamentar.

De modo que yo mismo estoy que no vivo porque, lo confieso, soy algo flatoso, con perdón, y dada la intolerable tendencia a explotar qua muestran los gases españoles en cuanto hay cerca un poco de butano —como en Ortuella, como en Badalona, según notas oficiales— me veo obligado a organizar mi transporte con las mismas precauciones que las debidas a un barril de nitroglicerina. Ya lo saben los taxistas. Deberán cobrarme un suplemento de tarifa por peligrosidad, sobre todo si marchan con butano. Eso si no soy destinado, como todos las flatosos, a ser desactivado por mi antiguo camarada Nicolás. O quién sabe si explosionado por sus artificieros de guardia.

Autor

Rafael C. Estremera