22/11/2024 12:47
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José Martínez Ruíz tenía ya 31 años cuando escribió «Las confesiones de una pequeño filósofo» y ya era un hombre famoso, tanto en el periodismo español como en el mundo literario, pues ya había triunfado en «El Imparcial» y en «El País» y había publicado sus dos grandes novelas: «La voluntad» y «Antonio Azorín».

Fue precisamente esta obrita, aumentada en diversas ediciones, la última que publicó con su nombre, porque a partir de ese momento su nombre propio lo abandonó y empezó a ser «Azorín»,  el nombre que le había dado al personaje central de su novela «Antonio Azorín».

«Las Confesiones» son una especie de «Baúl de los recuerdos» en la que en artículos cortos va recordando su infancia y sus años de internado en un colegio religioso, pero al hilo de sus recuerdos va describiendo su tierra natal de Alicante, sus gentes, sus pueblos y sobretodo su alma y el alma de sus protagonistas. «Las Confesiones» causaron un verdadero impacto en el mundo literario por su estilo. Porque ahí se consagró el maestro que iba a ser de la lengua española.

Pero mejor es que lean ustedes los recuerdos que he seleccionado para este domingo y que son los primeros con los que comienza la obra:

 

YO NO SÉ SI ESCRIBIR…

 

Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda con recia armadura de ballena. Lector: yo emborrono estas páginas en la pequeña biblioteca del Collado de Salinas. Quiero evocar mi vida. Es medianoche; el campo reposa en un silencio augusto; cantan los grillos en un coro suave y melódico; las estrellas fulguran en el cielo fuliginoso; de la inmensa llanura de las viñas sube una frescor grata y fragante.

Yo estoy sentado ante la mesa; sobre ella hay puesto un velón con una redonda pantalla verde que hace un círculo luminoso sobre el tablero y deja en una suave penumbra el resto de la sala. Los volúmenes reposan en sus armarios; apenas si en la oscuridad destacan los blancos rótulos que cada estante lleva —Cervantes, Garcilaso, Gracián, Montaigne, Leopardi, Mariana, Vives, Taine, La Fontaine —, a fin de que me sea más fácil recordarlos y pedir, estando ausente, un libro.

Yo quiero evocar mi vida; en esta soledad, entre estos volúmenes, que tantas cosas me han revelado, en estas noches plácidas, solemnes, del verano, parece que resurge en mí, viva y angustiosa, toda mi vida de niño y de adolescente. Y si dejo la mesa y salgo un momento al balcón, siento como un aguzamiento doloroso de la sensibilidad cuando oigo en la lejanía el aullido plañidero y persistente de un perro, cuando contemplo el titileo misterioso de una estrella en la inmensidad infinita.

Y entonces, estremecido, enervado, retorno a la mesa y dudo ante las cuartillas de si un pobre hombre como yo, es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica.

ESCRIBIRÉ

No voy a contar mi vida de muchacho y mi adolescencia punto por punto, tilde por tilde. ¿Qué importan y qué podrían decir los títulos de mis libros primeros, la relación de mis artículos agraces, los pasos que di en tales redacciones o mis andanzas primitivas a caza de editores? Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas

-como lo es la realidad-, y con ellas saldré del grave aprieto en que me han colocado mis amigos, y pintaré mejor mi carácter, que no con una seca y odiosa ringla de fechas y de títulos.

Y sea el lector bondadoso, que a la postre todos hemos sido muchachos, y estas liviandades de la mocedad no son sino prólogos ineludibles de otras hazañas más fructuosas y trascendentales que realizamos -¡si las realizamos!- en el apogeo de nuestra vida. 

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LA ESCUELA

Estos primeros tiempos de mi infancia aparecen entre mis recuerdos un poco confusos, caóticos, como cosas vividas en otra existencia, en un lejano planeta. ¿Cómo iba yo a la escuela? ¿Por dónde iba? ¿Qué emociones experimentaba al entrar? ¿Qué emociones sentía al verme fuera de las cuatro paredes hórridas? No miento si digo que aquellas emociones debían de ser de pena, y que éstas debían de serlo de alegría. Porque este maestro que me inculcó las primeras luces era un hombre seco, alto, huesudo, áspero de condición, brusco de palabras, con unos bigotes cerdosos lacios, que yo sentía raspear en mis mejillas cuando se inclinaba sobre el catón para adoctrinarme con más ahínco. Y digo ahínco, porque yo -como hijo del alcalde- recibía del maestro todos los días una lección especial. Y esto es lo que aun ahora trae a mi espíritu un sabor de amargura y de enojo.

Cuando todos los chicos se habían marchado, yo me quedaba solo en la escuela… La escuela se levantaba a un lado del pueblo, a vista de la huerta y de las redondas colinas que destacan suaves en el azul luminoso; tenía delante un pequeño jardín con acacias amarillentas y ringleras de evónimus. El edificio había sido convento de franciscanos; el salón de la escuela era largo, de altísimo techo, con largos bancos, con un macilento Cristo bajo dosel morado, con un inmenso mapa cuajado de líneas misteriosas, con litografías en las paredes. Estas litografías, que luego he vuelto a encontrar en el colegio, han sido la pesadilla de mi vida. Todas eran de colores chillones y representaban pasajes bíblicos; yo no los recuerdo todos, pero tengo, allá en los senos recónditos de la memoria, la imagen de un anciano de barbas blancas que asoma, encima de un monte, por entre nubes, y le entrega a otro anciano dos tablas formidables, llenas de garabatos, largas y con las puntas superiores redondas.

Yo me quedaba solo en la escuela; entonces el maestro me llevaba, pasando por los claustros y por el patio, a sus habitaciones. Ya aquí, entrábamos en el comedor. Y ya en el comedor, abría yo la cartilla, y durante una hora este maestro feroz me hacía deletrear con una insistencia bárbara.

Yo siento aún su aliento de tabaco y percibo el rascar, a intervalos, de su bigote cerdoso. Deletreaba una página, me hacía volver atrás; volvíamos a avanzar, volvíamos a retroceder; se indignaba de mi estulticia; exclamaba a grandes voces:

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«¡Que no! ¡Que no!» Y al fin yo, rendido, anonadado, oprimido, rompía en un largo y amargo llanto…

Y entonces él cesaba de hacerme deletrear y decía moviendo la cabeza: «Yo no sé lo que tiene este chico…»

 

LA ALEGRÍA 

¿Cuándo jugaba yo? ¿Qué juegos eran los míos? Os diré uno: no conozco otro. Era por la noche, después de cenar: todo el día había estado yo trafagando en la escuela a vueltas con las cartillas, o bien metido en casa, junto al balcón, repasando los grabados de un libro. Cuando llegaba la noche, se hacía como un oasis en mi vida; la luna bañaba suavemente la estrecha callejuela; un frescor vivificante venía de los huertos cercanos. Entonces mi vecino y yo jugábamos a la lunita. Este juego consiste en ponerse en un cuadro de luz y en gritarle al compañero que uno «está en su luna», es decir, en la del adversario: entonces el otro viene corriendo a desalojarle ferozmente de su posesión, y el perseguido se traslada a otro sitio iluminado por la luna hasta que es alcanzado.

Mi vecino era un muchacho recogido y taciturno, que luego se hizo clérigo; yo creo que éste ha sido nuestro único juego. Pero a veces tenía un corolario verdaderamente terrible. Y consistía en que una criada de la vecindad, que era la mujer más estupenda que he conocido, salía vestida bizarramente con una larga levita, con un viejo sombrero de copa y con una escoba al hombro. Esto era para nosotros algo así como una hazaña mitológica; nosotros admirábamos profundamente a esta criada. Y luego, cuando en esta guisa, nos llevaba a una de las eras próximas, y nos revolcábamos, bañados por la luz de la luna, en estas noches serenas de Levante, sobre la blanda y cálida paja, a nuestra admiración se juntaba una intensa ternura hacia esta mujer única, extraordinaria, que nos regalaba la alegría…

 

Por la transcripción

Julio MERINO

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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