22/11/2024 06:29
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La aventura del conocimiento desde que el ser humano irguió su osamenta impelido por el deseo de ver más allá – poéticas aparte – recorrió un largo camino: desde el homo faber que supo hacer, hasta el homo sapiens, que supo buscar causas, la tarea del conocimiento ha desvelado sus jornadas. Podríamos decir que se ha avanzado, que el progreso tecnológico – innegable – es un ejemplo básico de ello. Aunque, en el aspecto ético, en la tarea espiritual que compele a la trascendencia, Lao Tzú, Platón o Simone Weil podrían dialogar sin que se advirtieran sustanciales avances. Se nos objetará que los horrores del siglo XX o las infamias totalitarias más que avances subrayarían la caída en abismo de todo idealismo. Y no dudaríamos en decir que una cosa es el pensar epistemológicamente, y otra es adherir ideológicamente.

En esa tarea, desde la baja Edad Media occidental, los estudiosos se congregaron en gremios del pensar que por su hambre de completitud llamaron “universidades”. Lo universal guiaba sus anhelos. España dio cátedra de ese apetito, cuando creó en pocas décadas las universidades del nuevo mundo, de las que las repúblicas fragmentadas hicieron uso y abuso en dos siglos de ruptura. Pero, estimado lector, no es de historia universitaria de lo que nos ocuparemos, sino del presente. Y para ello, haré uso de una conferencia que puede encontrarse en la plataforma de Youtube con el título “La labor del filósofo en la actualidad”, dictada por el Doctor Alejandro Vigo.

Dos o tres apuntes quiero hacer de esa conferencia:

¿No estará dejando de ser la universidad el lugar del conocimiento?, se pregunta el eminente catedrático. Tras ofrecer ejemplos que espeluznan a cualquier persona que haya transitado los claustros, la conclusión parece ser: formamos a especialistas de una irrelevancia absoluta, sobre todo porque son expertos en un fragmento inconexo que, desgajado del todo, nada aporta para el avance del conocimiento en una determinada disciplina. Cita el doctor Vigo que hay especialistas en el séptimo libro de la metafísica aristotélica a quienes es imposible consultar sobre la continuidad de esa misma obra. Pronto habrá expertos en la cantidad de adjetivos que usó Descartes en el primer libro de las meditaciones metafísicas o en la reiteración de las preposiciones en la obra de Maquiavelo. Y ello, ¿para qué? Con poner el contador de un procesador de textos lo tenemos al instante.
La universidad niega su universalidad. Creo que el lector sabe que hace décadas la burocracia universitaria – más afecta al dinero que un capitalista del siglo XVI – ha cerrado la puerta a muchos contenidos y / o a ciertos pensadores por su incorrección política, por su apoyo a tal o cual sistema, por su condena a tal o cual gusto. ¿No existe allí una contradicción desde el inicio, pues el conocimiento universal no debería negarse a cuanto sea incómodo, o al menos, a lo opuesto? Resulta casi imposible, al menos en Argentina, hallar una cátedra en la que se analice la obra de los filósofos salmantinos, o a los neoplatónicos a los que se deja fuera de la antigüedad y de la medievalidad. E insisto con las disciplinas humanísticas a las que se ha atiborrado de una quincallería de abúlica pedagogía que en nada colabora con el buen sentido de la educación como arte.
La universidad es una caja de prebendas o de utilitarismo concreto. Debe comprenderse que la universidad no arancelada se ha ido convirtiendo en una caja de subsidios para militantes políticos – llamados estudiantes crónicos – que se mantienen con las arcas del tesoro público. O, en el caso de las universidades privadas, por medio de publicaciones ad hoc sin relevancia alguna que justifican el currículum del mismo profesor que mantiene la cátedra sin concurso alguno. Círculo vicioso o “euroboros” académica que se come la cola a sí misma. Tal es la desfachatez que las citas corresponden a la obra propia, cuando no a los mismos manuales que la universidad edita con dineros de su fondo editorial, de manera tal que el saber resulta de la cita de una obra ya masticada como papilla para ignaros. Demás está aducir que las citadas canonjías subvencionan investigaciones absurdas que sólo sirven para mantener a los investigadores durante años, sin que su “trabajo” aporte en nada al conocimiento.
Sapere aude. El principio kantiana que impele al conocimiento deviene una telaraña polvorienta. Cualquier buscador de la red ya tiene toda la información, así que saber es recortar y pegar convenientemente del citado buscador. Mutatis mutandis, se puede hacer un centón de citas, mezclarlas con algo de picardía, y sentirse el nuevo Aristóteles del campus. ¿Y el conocimiento como avance? ¿Y el aporte a las nuevas dimensiones de la iluminación… bla, bla, bla? Eso sí, cuanta marcha progre se proponga contará con la invaluable presencia de los siempre jóvenes profesores – la inmadurez es un rasgo de la vida universitaria contemporánea -, que con su abrazo a las causas más estrambóticas confirman su compromiso por el progreso, contra el capitalismo – ese que aman con culpa cada fin de mes – y con los sectores populares a los que no pertenecen.
De lo único de lo que ocupan los sindicatos docentes es de pedir más horas de clases para su materia. Que se haya sacado, sine die, la filosofía de la escuela secundaria – en muchos países – generó una defensa de las horas, nada más. Mucho mejor lo dice el Doctor Vigo. La escuela ha quedado reservada a una lucha gremial por sueldos, canonjías, privilegios – siempre miserables, sí – y a una “bajada ideológica” que el progresismo impone acríticamente, para producir una lobotomía generalizada de los jóvenes, cuando no una lectura sesgada e interesada del pasado, de la realidad, de la propia vida. Es decir, un pacto con el totalitarismo, aunque fundamentado en la adulteración del principio de libertad de cátedra que, oh, Dioses, se justifica en el más coercitivo de los currícula. Paradoja, me dirá el atento lector. Y le responderé: no, porque la libertad cacareada por el común es guillotina que se aplica sólo a quienes la discuten.

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Conclusiones (de momento).

¿Habrá llegado el tiempo de comprender que el conocimiento profundo, abierto y sin anteojeras ya no pasa por la universidad? Compruebo con tristeza que así es, y que muchos grupos alternativos de estudio se abren cada día para buscar medios desde los que ofrecer otras posibilidades. Quizás estemos ante un instante fundacional. Como ocurriera en el siglo X, cuando los claustros se abrieron a la universalidad, tal vez eso se esté pergeñando, ahora,  en otras vías, alejadas de las pizarras repetitivas de tantas aulas ausentes de libertad. Cierto es que el monopolio de la titulación les pertenece. Pero el conocimiento, al menos en parte, las ha abandonado.

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