22/11/2024 01:02
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Resulta curioso comprobar cómo, con demasiada frecuencia, escuchamos a algún compatriota lamentar las “ocasiones perdidas para subir al tren de la modernidad”. Como si España hubiese vivido al margen de Europa, en las tinieblas de la superstición, o como si nuestra nación no hubiese aportado nada al mundo, a “La Ciencia”, al “Saber” o a la “Civilización”. Y es triste constatar cómo esta idea se alimenta desde el ámbito académico y periodístico –principales referentes y configuradores de la opinión pública–, abundando en tópicos negrolegendarios y derrotistas.

Sin embargo, resulta más penoso aún que muchos de estos lugares comunes exagerados hasta el ridículo o directamente falsos, encuentren eco entre personas inteligentes y leídas. Así, no es extraño oír que España no tuvo un Renacimiento o una Ilustración… o que se añore irresponsablemente una Revolución Francesa en nuestro país. Medio millón de muertos –recuérdese– entre El Terror Rojo (1793-95), la Reacción de Termidor (1795) y la Guerra de la Vendée (1793-96).

Por lo que toca al terreno de nuestra especialidad –esto es, el de las Bellas Artes–, se ignora hasta tal punto a los notables tratadistas en este terreno que, incluso entre los propios artistas y demasiados historiadores del Arte, prima la idea de que en España no hubo Ilustración. Despreciando, para empezar, no sólo a los artistas de este período –ya se sabe, figurativos, barrocos y abducidos por una temática religiosa “excesiva”–, sino la destacada contribución que tuvieron en el estudio y análisis de las teorías estéticas un buen puñado de compatriotas. Como bien nos recuerdan el catedrático Francisco José León Tello y María Virginia Sanz Sanz en La teoría española de la pintura en el siglo XVIII. El tratado de Palomino (1979), o en Tratados Neoclásicos españoles de pintura y escultura (1980), pretender ignorar una Ilustración española es sencillamente absurdo. Pues la nómina de intelectuales en este campo es notable. Así: Antonio Palomino (1655-1726), autor de los tres volúmenes bajo el título El Museo Pictórico y Escala Óptica (1715-1724); Juan Interián de Ayala (1657-1730), autor de Pictor christianus eruditus (1730); Gregorio Mayans (1699-1781), responsable de El Arte de pintar; Antonio Rafael Mengs (1728-1779), Reflexiones sobre la belleza y el Gusto en la Pintura (1777); Celedonio Nicolás de Arce y Cacho (1739-1795), Conversaciones sobre la escultura (1786); Diego Antonio Rejón de Silva (1754-1796), Diccionario de las nobles artes para instrucción de los aficionados, y uso de los profesores (1788); o Ceán Bermúdez (1749-1829) y su magno Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España (1780-1800) en seis volúmenes.

Aunque se entiende que para los aquejados de fanatismo en la fe siniestra –habituados a juzgar el pasado con los ojos del presente–, los textos de Juan Interián de Ayala sean intolerables y merezcan ser ocultados o destruidos y, en todo caso, olvidados. Sin duda, para los fervientes defensores de una Ley de Memoria Democrática que decide lo que debemos saber o no saber de la Historia, resultaría “inadmisible” que pudiera ser referencia positiva alguien que, como Gregorio Mayans, era capaz de afirmar: “Todos los asuntos sean útiles para fomentar la devoción cristiana; para fortalecer la fe con la expresiva descripción de los tormentos que padecieron en defensa de ella los pacientísimos mártires; para avivar la esperanza en Dios y la caridad, proponiendo a la vista de cualquiera los memorables ejemplos de una y otra virtud divina que refieren las divinas letras; para animar a la práctica de las virtudes morales y el odio de los vicios con las alegóricas y hermosas pinturas de éstos; para representar las más insignes acciones que se leen en la historia sagrada, eclesiástica y seglar; para retratar los varones y las mujeres más ilustres en virtud, letras, artes y ejercicios útiles al bien común y sociedad humana; para representar los objetos, los instrumentos y los artificios de las artes”. (El Arte de pintar, capítulo XXX, p. 180).

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Porque, con contadas excepciones, pocos de los que se dicen “progresistas” podrán admitir algo de un “estúpido creyente”, ni tolerar la condición de autoridad a un intelectual que proclame que: “El deleite parece no se ha de buscar en las cosas horrorosas sino en las apacibles; el provecho en una instrucción más placentera que desagradable”. Citando los consejos de Horacio sobre la tragedia y su elogio de Esquilo y Sófocles por las elipsis con que ennoblecieron las suyas: “Sófocles no expuso a la vista del pueblo el matricidio que Orestes ejecutó con Clitemnestra, sino que representó […] los clamores que hubo”.  (Op. cit., capítulo V, p. 53). Una reflexión, por cierto, compartida por Celedonio Nicolás de Arce y Cacho y expresada de forma similar en sus Conversaciones sobre la escultura.

Por desgracia, la vinculación entre devoción e integridad moral resulta odiosa para algunos, empeñados en atribuirlas a la feroz represión de la Inquisición. Aunque lo cierto es que la negación de nuestro siglo XVIII, o su interpretación parcial como un páramo cultural, responde a intereses muy concretos. Porque si la Inquisición existió, y sin duda intervino en asuntos que hoy nos parece atañen a la conciencia individual, no fue nunca ese Gran Hermano omnipotente que nuestros enemigos –especialmente los anglosajones– tan eficazmente construyeron.

Con todo, como explican certeramente Julián Juderías, Elvira Roca Barea o Iván Vélez, es obvio que la leyenda negra alienta en el enemigo interior tanto o más que en el foráneo. Lo que explica la adopción de los tópicos negrolendarios por los “renovadores” que “en aras del progreso” con frecuencia han propiciado la división, la destrucción y la ruina de España. No es de extrañar que los necios que sin saberlo secundan el discurso supremacista anglosajón de Henry Charles Lea, se empeñen en acusar de levantar una “leyenda rosa” a aquéllos que denuncian el enorme fraude de la Leyenda Negra. Al fin y al cabo, son devotos de otra secta, el Socialismo, a la que le viene de perlas su ignorancia para atacar la tradición, la familia, la religión y el arte.

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Autor

Santiago Prieto
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