21/11/2024 19:12
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La vida, al menos desde lo que se atisba al otro lado de la ventana, parece consistir en un intento de resistencia digna pero imposible contra las constantes mordidas de la muerte. Una tentativa de lucha frente sus incesantes enfermedades y achaques: el tiempo, la decadencia, el amor, la pérdida, el olvido. Esas que concluyen por acabarnos: a los hombres igual que a todo el entramado de significados que durante siglos han extendido, como esa araña que teje una red para desplazarse por el mundo. Incluida, por supuesto, una filosofía agonizante y a punto de ser erradicada de los planes de estudio en España; cuyo último rescoldo, apenas indistinguible, reside a mí ver en la crítica cultural. De todo ello trata de levantar acta el siguiente artículo, a modo de breve etiología de una tragedia.

Decía hace poco Soledad García, que es, al parecer, la “presidenta de la agrupación de filósofos y docentes del Principado de Asturias”, que “a menos filosofía y ética, más ciudadanos robots”. Algo en buena medida coincidente con lo escrito años atrás por Martha Nussbaum: “Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y sufrimientos ajenos. El futuro de la democracia a escala mundial pende de un hilo”.

Lo que se deriva de las palabras de García o de Nussbau es demasiado hiperbólico para con las humildes posibilidades de una disciplina tan maltratada como la filosofía. Seamos realistas: no está en manos de ningún filósofo, docente o literato detener el muy avanzado, casi crítico proceso de degradación de lo humano. Nunca lo ha estado. Afirmar algo así supone ceder, en definitiva, al discurso de que si la filosofía tuviera alguna utilidad quizás se pudiera convencer a sus detractores del perdón antes de asestar el golpe definitivo. Es hora de dejarse de idealismos, de “pensamiento Alicia” (G. Bueno), y de considerar que la cultura nos puede absolver de lo inevitable, de la desaparición, como si de un bautismo religioso que nos unge para la inmortalidad se tratara. Mejor es reconocer que va siendo hora de apagar las luces y bajar definitivamente la persiana (atención a las implicaciones de la metáfora).

Se dicen muchas tonterías, en efecto, sobre la filosofía; y casi todas las dicen, desde mi humilde punto de vista, filósofos con su título académico (de rigor) bajo el brazo; algunos de ellos, cada vez más, hasta han escrito libros cuidadosamente promocionados al respecto. Aclaremos algunos conceptos en torno a la polémica desatada por la desaparición de la filosofía en las aulas a consecuencia de la nueva ley de educación (LOMLOE). Y tratemos de examinar cuán lejos ha llegado en su ciego progreso la carcoma de la metástasis: esa de la que los garantes de los nuevos tiempos se sentirán orgullosos sin dudarlo. Para Gustavo Bueno, “la supresión de la disciplina filosófica en la Academia es un acto de barbarie”. Pues bien, me permito decir que el mantenimiento de una disciplina filosófica como la realmente existente en España, a saber, una mera cáscara despojada de contenido e incapaz de aspirar a la verdad, también es un acto de barbarie. Con una carga mayor de hipocresía y cinismo.

Resulta impensable concebir que el mismo Estado que pretende adoctrinar en las aulas con la ideología oficial de género otorgue a los estudiantes armas para desmontar esos mismos dogmas que con tanto mimo se les imponen. Por lo tanto, es natural, y así lo está demostrando la realidad, que la filosofía, convertida en un trofeo disecado que los colegios y las universidades que se precian de apostar mínimamente por las humanidades (lo que, ciertamente, es de agradecer) mantienen por puro prestigio basado en un fetichismo atávico, no pueda desarrollarse con plenitud cuando, tal y como está ocurriendo, ha caído en manos de aquellos que niegan la realidad —de negar a Dios a negar a la biología: ahondando en la lógica de la transgresión, que también es la del capitalismo— de lo que es: negando, con ello, el asombro y la perplejidad que nacen de la vida contemplativa; para tratar de inculcar, a cambio, la imagen de aquello que, en su lugar, queremos que sea (que, por cierto, rara vez coincide con lo que debe ser), optando, finalmente, por el peligroso camino de la acción y de la autenticidad. La acción entendida como fase final de la reflexión filosófica.

El filósofo español Javier Muguerza escribió: “La filosofía, que no se ha consumido que yo sepa, tampoco se ha consumado”. Pero puede haber oscurecido antes de tiempo. Nuestra labor ha de consistir en señalar a quienes han perpetrado su brutal asesinato: el culto a la irracionalidad dionisíaca de Nietzsche; la negación radical de la metafísica de Kant; el racionalismo de carácter casi religioso Hegel; la simplificación de la historia a un proceso dialéctico de Marx; la reducción antropológica del hombre a diversos procesos psicológicos de orden sexual de Freud; la contra-ontología negadora del sujeto y que “deconstruye” sus distintas proyecciones de Deleuze. En el fondo son todo variantes del mismo nihilismo moderno y anti-humanista en el que estamos todos inmersos. Un tiempo de religión secular donde el Estado ha ocupado el lugar que antaño se reservara para la divinidad. No en vano Joseph Ratzinger acuñaba dos conceptos cruciales: “Dictadura del relativismo” y “desertificación espiritual”; al referirse a esa “creencia absoluta en que no existen absolutos”, que con acierto supo ver Allan Bloom.

No debemos olvidar que, en el fondo, también Sócrates murió inmolado en los altares de la política. La filosofía genera malestar, esto es, que no brinda consuelo ni arriba en un remanso de paz puesto que para eso ya están el coach y el psicólogo; la autoayuda y el horóscopo; por contra, la filosofía se abre paso quebrando certezas y sembrando incertidumbre; su labor consiste en dudar; más aún, en sospechar de lo preconcebido hasta rozar lo patológico. En nuestro tiempo, por el contrario, hay varios dogmas ideológicos impuestos desde el Estado y los medios de comunicación de los que prácticamente no se puede dudar de manera pública so pena de caer en el ostracismo, la “cancelación” y el descrédito. El viejo cuento del filósofo que deja los libros a cambio de las armas o de los escaños para hacer la revolución acaba siendo de terror.

Luego, resulta prácticamente imposible que la filosofía del bachillerato o de los estudios universitarios pueda profundizar en su metodología o en sus fundamentos cuando la primera atenta contra el irracionalismo imperante y los segundos chocan frontalmente con las máximas del pensamiento (es un decir) políticamente correcto. Sobre todo si, al menos como sucede en las instituciones educativas públicas, son los propios profesores de filosofía quienes defienden, en la mayoría de los casos, dichas corrientes homogeneizadoras.

Si algo de algo peca la filosofía es de intolerante con las opiniones (doxa), puesto que aspira al conocimiento (episteme). Es perfectamente comprensible, por tanto, que suscite el odio en todos aquellos que quieren elevar su opinión a ley (de género o contra el machismo) más allá de lo que dicte el conocimiento de cada disciplina interpelada. Ya no nos interesa el mundo; nos interesa solo nuestra psique, nuestros traumas; no queremos conocer lo externo, solamente aspiramos a poder conocer el yo, para poner un mínimo de orden en nuestro interior (un proceso de ensimismamiento que, por cierto, es rastreable dentro de la ficción contemporánea, al punto de que se ha convertido en uno de sus grandes vicios). La realidad ha pasado de asombrarnos con Aristóteles a oprimirnos con Paulo Freire; y nosotros hemos dejado de interesarnos por el exterior para sencillamente dejarnos abismar por las infinitas minucias de nuestro neurótico universo psicológico. La democracia de los locos, donde toda interacción redunda en falsario baile de máscaras o en lúdico trueque de nombres.

Vilfredo Pareto opinaba que nuestros pensamientos son solo una proyección racional de nuestra personalidad predeterminada. Podríamos decir, entonces, de manera un tanto orteguiana, que nuestro pensamiento somos nosotros y nuestra circunstancia. Por lo tanto, si en nuestra circunstancia el pensamiento libre se ha convertido en una quimera a causa de la injerencia de lo políticamente correcto en la sociedad y en la propia capacidad de autocensura de los individuos, es normal que no pueda desarrollarse de manera adecuada. Y ninguna asignatura promovida desde el Ministerio de turno, ningún profesor de Instituto que pueda ser despedido por desmarcarse de lo que se le impone, ninguna Universidad fagocitada por la ideología en el poder, ningún catedrático universitario temeroso de las denuncias y quejas (atención a la penetración de la lógica empresarial en la educación) de sus alumnos, ninguna entidad cuya subsistencia dependa de la subvención de rigor, van a poder hacer nada por evitarlo. Luego, ¿tiene sentido mantener asignaturas que no sólo no respetan la verdadera esencia de su materia sino que incluso llevarán al aborrecimiento, la desilusión, el falseamiento o la confusión a los alumnos? A mi parecer, algo así es sencillamente perverso.

Algunos contemporáneos de buena reputación como Jonathan Haidt o Steven Pinker han confirmado con datos sólidos (si bien no indiscutibles) en la mano aquello que en Pareto nacía de la observación suspicaz y la cultura enciclopédica: que nuestras creencias nacen de una irracionalidad genética, social y personal que revestimos de razones contundentes y con vocación de absolutas por las que somos capaces de, llegado el caso, dejar de hablar a un hermano o incluso de estrellar un avión lleno de pasajeros contra una torre repleta de inocentes. Ahora también se ha decidido aniquilar a la filosofía en nombre de las perspectivas laborales —ya saben: España convertida en un débil conglomerado de fracciones donde los ciudadanos se dividan, por géneros, entre camareros y putas, a modo de felpudos humanos, postrados al servicio del turista dadivoso— o por lo menos reducirla a animal de compañía del poder en nombre de unas certezas tan irregulares como las que pueda haber del sexo de los ángeles. Estamos hablando, por supuesto, del género de los imbéciles. Del negocio de los políticos. Y del Panóptico de Bentham.

En la Política y en la Ética, esos dos libros de apuntes tomados de las lecciones de Aristóteles, se encuentra contenida la base para una vida recta y para una sociedad justa. El mapa que conduce un camino de mejora constante. Nada de eso interesa al poder: sólo piensa en favorecer el negocio y en su propia perpetuación. Para lo que resulta crucial embrutecer al ciudadano: puesto en manos del hedonismo degradante y de un vacío desasosegante. Presto a ser llenado con el producto vendido por el acreedor del político: el comerciante. Cuya nueva mejor amiga es la tecnología que le permite saberlo todo de cada ciudadano: sus particulares ansiedades consumistas, fácilmente transformables en muy lucrativas debilidades. Y como colofón, la ciencia a modo de “tonto útil”: no sabe qué es lo bueno o lo bello ni qué es lo malo o lo feo, aunque tiene saldo de respuestas para todo lo demás. Así lucen la anti-política y la anti-ética que terminan de conformar esta forma insólita pero real de tiranía. ¿Cómo puede interesar a nadie el amor a algo tan gratuito como la sabiduría cuando todo funciona por interés? No hace falta que sean escépticos: ya no existen razones para creer. Apenas si las hay para pensar.

Sin embargo, el mundo persiste; la realidad continúa, ciega, su andanza; y, por lo tanto, no hay lugar para renunciar a aquello que Eugenio Trías llamaba “la funesta manía de pensar”. Y como bien sabía el propio Trías, eso pasaba por meditar acerca de nuevas formas del arte como el audiovisual: al que le dedicó en 2013 su último libro, cuando la enfermedad ya estaba muy avanzada. El vacío dejado por él en la filosofía española ha sido imposible de llenar.

En 2022 se cumple un siglo de la publicación de dos obras fundamentales que, todavía a día de hoy, marcan la dicotomía en la que se mueve la crítica cultural: estamos hablando de La tierra baldía de T.S. Eliot y del Ulysses de James Joyce. De modernos y de posmodernos: aquello que Eco llamaba “apocalípticos e integrados”. Podemos cifrar en 1922, con la publicación de ambos textos, el nacimiento de dicha querella. Un escritor norteamericano exiliado en Inglaterra y centrado en reivindicar a los autores de la alta cultura que, a partir de entonces, resultará arrollada por la cultura de masas. Otro escritor, un irlandés exiliado primero en Trieste y luego en París pero cuya herencia cristalizará, además de en Beckett, en un grupo norteamericanos —Gaddis, Barth, Pynchon—; que escribe una versión muy corpórea y más que escatológica de la Odisea mostrando un eclecticismo estilístico, un escepticismo metafísico y un humor paródico que marcarán el devenir de los nuevos tiempos. Que nadie se engañe: todo escritor contemporáneo sigue estando obligado, si realmente se toma la literatura en serio, a escoger entre uno de esos dos modelos: de 1922 a 2022. Eliot o Joyce. De eso se trata.

La idea de la civilización occidental de los modernos, como Eliot, está basada en buena medida en un libro clásico de la crítica cultural como es La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Se trata de una obra mayúscula y plagada de aciertos en su, por ejemplo, aproximación a épocas como el barroco, y cuya ambición, sobre todo, es muy superior a la de los críticos culturales posmodernos en sus trabajos, quienes son mucho más tendentes a lo especializado, lo concreto y lo específico; justo al contrario de lo que sucede con, precisamente, los novelistas posmodernos que, desde William Gaddis y John Barth en adelante, proponen revisar el pasado histórico y cultural a través de obras narrativas tan ambiciosas como lo pueden ser, respectivamente, Los Reconocimientos o El plantador de tabaco.

Volviendo a Spengler y a su gigante monumento del pensamiento cultural, La Decadencia de Occidente tiene, como toda obra, una serie de rasgos puramente ligados al pensamiento imperante en su tiempo que lastran la obra y nos muestran serias flaquezas que el lector actual del libro no puede desdeñar. Y ahora que se han cumplido los cien años de su publicación original (1918), es el momento de ahondar en ellas para poder superar las tesis principales del libro pero también para ver sus aciertos, así como la enormidad de su empresa, perfectamente delimitados en su medida exacta.

La tesis central del libro de Spengler queda bien resumida por el sociólogo Amando de Miguel: “Considera que las civilizaciones tienen una cuasi vida biológica, por lo que su eventual decadencia se encuentra programada por la evolución”. Cualquiera que esté al tanto de lo que ha ocurrido en Afganistán en los últimos meses podrá corroborar que, en cierto sentido, el diagnóstico de Spengler era inapelable y que, en efecto, estamos en la fase final de esa decadencia política occidental dentro del juego geopolítico que dirige las vicisitudes del globo. Sin embargo, ¿hasta qué punto eso es cierto en un mundo donde la libertad personal, el individualismo filosófico y, sobre todo, el ideal artístico siguen siendo las señas de identidad occidentales que los ciudadanos de otras latitudes quieren importar para sí? Alexandre Kójeve, Francis Fukuyama o el recientemente fallecido Antonio Escohotado han mostrado una teoría radicalmente opuesta a la de Spengler: que Occidente nunca ha estado mejor que ahora. Simpaticemos más con los liberales o con los reaccionarios, lo más probable es que Spengler tuviera mucha más altura de miras, a pesar de sus múltiples errores, que el hegeliano Kójeve y todos sus epígonos mediatizados juntos.

Decía el gran Gilbert Keith Chesterton que “la literatura es un lujo, la ficción una necesidad”; una frase que, todavía hoy, a más de un “cultureta” —de esos que no entienden que ahora se consuman series como antes se consumía literatura— le hará arquear una ceja. Y es precisamente por eso por lo que en este artículo se pretende revisar, con humildad, renunciando a todo atisbo de aparato académico y con una vocación plenamente divulgativa de plantear preguntas y abrir debates, una cuestión que he dado en llamar, irónicamente, “la querella entre los modernos y los posmodernos”, adaptando, con ello, un viejo lema —que a su vez da origen, según parece, al término “vanguardia”— que sigue siendo válido en nuestros días: se trata de un título normalmente atribuido a Charles Perrault, si bien el debate es anterior, y cuya enjundia se puede resumir con la siguiente cita de Fernando Savater: “Los adversarios son quienes creen en la superioridad de los grandes autores del pasado sobre los del presente frente a los que sostienen la primacía opuesta”. Entonces como ahora, de eso se trata.

Ante todo aquel que quiera hacer crítica cultural en nuestro tiempo se abren cuatro posturas bien diferenciadas entre sí: 1) Un rechazo generalizado de los productos contemporáneos al considerarlos fruto de una época “degenerada” (atención a las reminiscencias nacionalsocialistas en lo estético del término): lo que llamaremos “crítica moderna”; 2) un ánimo revolucionario en lo formal al considerar que toda escuela establecida es “burguesa” y “retrógrada” (atención a las reminiscencias marxistas en lo estético del término): lo que llamaremos “crítica vanguardista”; 3) un revanchismo que pretende dar voz a las minorías supuestamente silenciadas a lo largo de la historia al tiempo de poner, a través de la deconstrucción, en un lugar central las sensibilidades tradicionalmente situadas en el extrarradio: lo que Harold Bloom llamó, con acierto, “la Escuela del Resentimiento” (atención a las reminiscencias infantiles en lo moral del término); 4) y una exploración del presente a través de la revolución tecnológica y, sobre todo, de la cultura popular, basada principalmente en una visión totalizadora de la novela como arte y como forma de conocimiento: una parte muy concreta de la posmodernidad y su crítica cultural (atención a las reminiscencias anglosajonas del término).

La novela posmoderna debe ser, en palabras de Jameson, “índice y síntoma de su tiempo” porque “toda posición posmoderna en el ámbito de la cultura es, también y al mismo tiempo, necesariamente, una toma de postura implícita o explícitamente política sobre la naturaleza del capitalismo actual”. Hablamos de forma de conocimiento al hablar de la novela porque se trata de un análisis impresionista, fruto de la destrucción de las distintas comunidades, que ha renunciado a saber la verdad intersubjetiva —como consecuencia, tal y como apunta Jean Gebser, a un proceso derivado del desarrollo de la perspectiva en el Arte del Renacimiento— para preferir explorar, a cambio, la realidad desde unos presupuestos estéticos que han abandonado el ideal mimético para mejor indagar en ese simulacro inabarcable en el que se ha convertido nuestro tiempo. Una forma de arte que parte desde su fundamento de la muerte de la filosofía como saber de segundo grado y del fracaso del pensamiento dialéctico para ahondar en la realidad histórica.

La crítica literaria no deja de ser un ejercicio de “acción social” (Weber) en la que un “ungido por la tribu”, el crítico literario, desmenuza una obra que ha sido previamente seleccionada por algún rasgo de interés, para ponerla a disposición, a modo de recomendación, al gran público, después de haber destacado, en caso de haberlos, sus valores particulares al tiempo de haber trazado, de forma muy sintética, los rasgos imprescindibles de lectura o de visionado (dependiendo si se trata de un texto o de un filme) para una mejor comprensión de la obra. Se trata de una concepción aristocrática o moderna que choca con la sociedad digitalizada donde, a través de blogs o canales de Youtube, todo consumidor (atención a las connotaciones del término) de cultura es un crítico de cultura en potencia.

Sin embargo, hablando en términos cualitativos y no cuantitativos, puesto que esa será siempre la baza de los aristócratas de la cultura, los mejores críticos que he leído son modernos y uno tiene la sensación, al enfrentarse a cualquiera de sus reseñas, de que hacen de cualquier pieza breve de prensa algo lo más parecido posible a una obra de arte minúscula pero bella: algo así como un lejano eco de la obra ensalzada; me estoy refiriendo, por supuesto, a esa estirpe de autores que, como Cyrill Connolly o Edmund Wilson, dominaban la crítica literaria como pocos lo han hecho antes o después. Sin embargo, al leer a estos dos gigantes de la lectura, la reflexión literaria y la escritura en prensa, siento la presencia de un abismo enorme que separa los preceptos desde los que ellos leen y entienden la literatura a los preceptos desde los que yo (o cualquier coetáneo mío) lo hago. No por voluntad: se trata de una constatación impotente pero realista.

El problema reside en que no se trata sólo de que una gran parte de la crítica cultural y de la crítica literaria de nuestro tiempo siga anclada en preceptos de otra época, sino que ese tópico de que “vivimos en tiempos de decadencia artística” —que, aclaro, es cierto hoy, pero que también es cierto desde los tiempos de Cicerón porque es inherente a todo humanista considerarse el último de su estirpe—, ha arraigado también en otras muchas capas de la población, como bien supo señalar hace años Vicente Verdú: “Muchos profesores actuales, muchos de los mejores de nuestros intelectuales y escritores mayores de 50 años se obstinan ciegamente en que la cultura de verdad se halla en el pasado y no en este presente bárbaro. Como consecuencia, en lugar de ponderar los elementos de una nueva cultura y del todo indiferentes a la posibilidad de que la cultura vigente sea cultura, aunque distinta, zanjan el asunto diagnosticando una terrible plaga de incultura”.

Y no sólo se trata de pseudo-milenarismo, como podría calificarse con cierta condescendencia, de un Spengler que acababa de padecer, en calidad de europeo, las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y la subsecuente desaparición de lo que Stefan Zweig denominó como “el mundo de ayer”; tampoco es que se haya demostrado como fallido a pesar de las dos terribles Guerras Mundiales que supusieron la inmolación de Europa y, con ello, de la muerte de todo un mundo cultural para que el relevo de la hegemonía mundial lo recibieran los Estados Unidos, cuyos parámetros culturales eran otros bien distintos y mejor adaptados a las nuevas circunstancias. Sino que esa tesis darwinista —pensemos en Zola o en Comte para entender la penetración del positivismo en la cultura— de que las civilizaciones siguen procesos de vida compuestos de un nacimiento, un desarrollo, un auge, una decadencia, una senectud y finalmente una muerte, a la manera de los organismos vivos; la que creó escuela al entrar en contacto con ese pensamiento antes citado, presente ya en Cicerón o en Petrarca, de que todo humanista es siempre algo así como el último humanista resistiendo en la trinchera del pensamiento frente a un mundo de analfabetos más o menos funcionales que han decidido darle la espalda: algo que no es tan lejano, como digo, puesto que se encuentra presente, desde el título, en un ensayo reciente que tuvo cierta difusión en España: Adiós a la Universidad: el eclipse de las humanidades de Jordi Llovet.

La generación inmediatamente posterior a Spengler recibió su obra magna como una especie de Biblia (¿un nuevo Apocalipsis salido de la pluma de un Juan de Patmos hodierno?) para descifrar mejor el mapa mundial posterior a la Primera Guerra Mundial. Y es en ese contexto en el que hay que enmarcar la publicación de dos obras clave del pensamiento moderno: La tierra baldía, publicado en 1922 por el poeta y ensayista T.S. Eliot; y La deshumanización del arte, aparecido en 1925, cuyo autor es el filósofo español y experto en estética José Ortega y Gasset. Aunque el apelativo pueda resultar simplificador y del todo inadecuado, podemos decir que ambos textos fijan, cada uno desde una forma distinta de manifestar el pensamiento (por la imaginación o por la dialéctica; respectivamente), una visión “aristocrática” del arte que lee el desarrollo de la cultura dentro de ese marco histórico concreto del período de entreguerras desde una perspectiva de “decadencia” absoluta. Y su escuela “moderna”, que antes hemos calificado dentro de una agrupación que entiende cuatro formas distintas de realizar la crítica cultural, sigue plenamente viva. De nuevo Savater nos ayuda a actualizarla: “La maniática reverencia por autores de siglos pasados cree que ellos nos brindaron soluciones eternas a los problemas y se parece a la fe de quienes encuentran en la Biblia todas las respuestas”.

Y llegados a este punto es cuando entra en discordia un tercer texto, bastante posterior: El canon occidental (1994), de Harold Bloom, que pretende fijar, tomando a Shakespeare como epicentro, las obras más influyentes y determinantes de todos los tiempos a modo de esa “Biblia”, en palabras de Savater, donde encontrar “todas las respuestas” así como esas esquivas “esencias perdidas” que tanto gustan a los “románticos”, “decadentes” y “hastiados” de todo signo, tiempo y condición. Por supuesto, la aparición de las vanguardias y la continuidad de los simbolistas —dos posturas en muchos casos condenadas a confluir—, solo hacían que armar de argumentos a los críticos modernos de la cultura. Por eso encontramos textos como éste de Ortega sobre la intrascendencia del arte en su ensayo La deshumanización del arte: “Para el hombre de la generación novísima, el arte es una cosa sin trascendencia. Una vez escrita esta frase me espanto de ella, al advertir su innumerable irradiación de significados diferentes. Porque no se trata de que a cualquier hombre de hoy le parezca el arte cosa sin importancia o menos importante que al hombre de ayer, sino que el artista mismo ve su arte como una labor intrascendente. Pero aun esto no expresa con rigor la verdadera situación. Porque el hecho no es que al artista le interese poco su obra y oficio, sino que le interesa precisamente porque no tienen importancia grave y en la medida que carecen de ella. No se entiende bien el caso si no se le mira en confrontación con lo que era el arte hace treinta años y, en general, durante todo el siglo pasado. Poesía o música eran entonces actividades de enorme calibre; se esperaba de ellas poco menos que la salvación de la especie humana sobre la ruina de las religiones y el relativismo inevitable de la ciencia. El arte era trascendente en un doble sentido. Lo era por su tema, que solía consistir en los más graves problemas de la humanidad, y Io era por sí mismo, como potencia humana que prestaba justificación y dignidad a la especie. Era de ver el solemne gesto que ante la masa adoptaba el gran poeta y el músico genial, gesto de profeta o fundador de religión, majestuosa apostura de estadista responsable de los destinos universales”.

La solemnidad y el aura religiosa-doctrinal son algunos de los rasgos ínsitos al crítico cultural moderno: algo completamente opuesto a lo que sucederá con el crítico cultural posmoderno, más cercano al personaje marginal o estrafalario que al poderoso. Para el crítico moderno, la cultura es literalmente la liturgia desacralizada de una sociedad secularizada. Es por ello que, recluidos en su torre de marfil, los Eliot y los Ortega de nuestros días, solo sepan lanzar suspiros desde las alturas porque tanto en la poesía —que siempre lleva aparejada una visión religiosa del mundo—como en la filosofía —hija durante siglos de la teología y vacía de contenido con la llegada de un tiempo “líquido” donde, como anunciaran, Marx y Engels, “todo lo sólido” ha quedado “disuelto en el aire” y “todo lo sagrado es profanado”—; se ha producido una suerte de muerte, sí, que encaja muy bien dentro de los parámetros limitados por Spengler. También ha ocurrido así, en buena medida, en la pintura, en la música y hasta en un arte tan reciente como el cine, que se ha agotado muy rápido al explorar en apenas cien años todas sus posibilidades (muy limitadas también por el formato). Sin embargo, la cultura no ha terminado de desarrollarse en nuevas formas (lo pop, los subgéneros como el pulp, la ficción televisiva) ni en formas tradicionales como la novela que, tal y como la desarrolló Cervantes, contiene en su interior una mezcla de innovación y de tradición; de nacimiento y de muerte; que no podemos ignorar.

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Los críticos culturales que piensan desde un paradigma aristocrático o moderno viven en la paradoja producida por el hecho de que sigue habiendo manifestaciones artísticas y de que la vida cultural sigue produciendo obras de valía; es cierto que eso ocurre de manera cada vez más infrecuente, como se ha apuntado, en música, en pintura e incluso en teatro o hasta en cine (forma de arte, esta última, con la que dichos críticos suelen tener sus reservas, puesto que, o no les gusta, o su gusto se limita al período silente, al Hollywood Clásico, o al “cine de autor” experimental europeo; rechazando de plano, siempre, casi todo el cine posterior); pero sí que encontramos grandes obras artísticas en nuestro tiempo bajo la apariencia de novelas.

Muchos de los críticos modernos de la cultura desprecian la novela, apenas la leen en comparación con, precisamente, la lírica o la filosofía, y se recrean estudiando autores de hace un siglo aproximadamente para, del mismo plumazo, descartar toda producción (atención a las implicaciones del término) artística posterior… En otras palabras, que descartan la realidad de una manera tan displicente como contundente; tan caprichosa como inamovible; al tiempo que desconocen por completo (suelen ser profesores universitarios: eso lo explica todo) el producto cultural que más genuinamente habla de nuestro tiempo: cierto tipo de ficción posmoderna. Eso por no mencionar otros subproductos populares como la literatura y el cine “de género” (es decir, el noir, el terror, la fantasía, el western, la ficción especulativa o el thriller) o la ficción televisiva; puesto que lo popular es para ellos siempre aberrante: y de esa concepción tan alejada de la realidad como anacrónica vienen estos lodos… Sin embargo, ¿puede alguien que haya leído aunque sea a un porcentaje mínimo de los grandes novelistas de nuestro tiempo defender que no nos encontramos en una época tan fecunda, en lo que a creación de ficción novelesca se refiere, como lo fue el siglo XIX? Puedo escuchar los tambores de guerra retumbando: es el tam-tam tribal de los estetas.

Por lo tanto, decretar que la cultura occidental ha muerto, que sus grandes creaciones han acabado y que, en consecuencia, solo pueden ser estudiadas en el pasado, es enfrentarse a la paradoja constante de que el arte de la novela, aquello que Kundera llamó con acierto e ironía “la desprestigiada herencia de Cervantes”, sigue creciendo y evolucionando, desde su piedra de toque, situada en la publicación del segundo volumen de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha hasta nuestros días; e integrando, como ningún otro arte puede, la totalidad de la realidad, para mejor permitir su comprensión global, a través de la introducción de múltiples lenguajes: economía, tecnología, ciencia, sociología, etcétera; al tiempo que aquello por lo que el sujeto contemporáneo se entiende a sí mismo, a los demás y al mundo que le rodea: la cultura popular; sin despreciar, por ello, todo el arte del pasado, que seguramente en su tiempo fue también cuestionado, pero que hoy consideramos, con acierto, como un valor incontestable y digno del mayor de los respetos.

Los posmodernos son —somos, nos guste más o menos; lo aceptemos con gusto o lo rechacemos con virulencia— hijos bastardos de la modernidad (pero con lo popular) y de la vanguardia (más sin la política), que se revelan, como ya hicieran su antecesores, contra la propuesta mimética del realismo a la hora de conocer y representar la realidad; al tiempo de aunar la propuesta rupturista en lo lingüístico de los modernos (piensen en Joyce) y la propuesta radical en lo formal (piensen en Breton) de los vanguardistas. La ironía es su única escuela de filosofía.

Mientras que la crítica cultural moderna lleva cien años estancada en los postulados históricos de Spengler y en los culturales de Eliot y de Ortega; los narradores posmodernos llevan, desde mediados de los años 50 —Los reconocimientos de William Gaddis es del año 1955, El plantador de tabaco de John Barth es de 1960 y V de Thomas Pynchon es de 1963— en adelante, esto es, justo cuando la sociedad de consumo empezaba a señalar su verdadero rostro y autores tan variados como Jorge Luis Borges, William Gass, Italo Calvino, Georges Perec, Witold Gombrowicz, Samuel Beckett, Vladimir Nabokov o John Fowles, entre otros, renovaban la ficción literaria para siempre, desarrollando formas nuevas de ficción y estilos literarios poco convencionales, a modo de variaciones cervantinas en constante diálogo con los cambios incesantes de una realidad que ha ido transfigurando su efigie a un ritmo cada vez más vertiginoso. Porque los narradores posmodernos han tenido que tomar conciencia, por medio del análisis y de la interpretación, del estado de la ficción inmediatamente anterior a ellos y de su particular relación con la realidad de su tiempo. El resultado de ese trabajo de pensamiento crítico han sido algunas de las mayores obras literarias de ficción que ha dado el siglo XX.

Fue precisamente Eliot el que escribió, al inicio de sus Cuatro Cuartetos, que: “El tiempo presente y el tiempo pasado/ Acaso estén presentes en el tiempo futuro/ Y tal vez al futuro lo contenga el pasado./ Si todo tiempo es un presente/ eterno/ Todo tiempo es irredimible”. Solo que en su pensamiento estético y en sus textos de crítica literaria prefirió vivir encerrado en su Torre de Marfil a ser consecuente hasta el final con sus ideas.

A pesar de que, para Eliot, “Hay que insistir en que el poeta debe desarrollar o procurar ser consciente del pasado y que debe seguir desarrollando esa conciencia a lo largo de toda su carrera”, lo que parece abrir la puerta a la variación del Arte en sus distintas manifestaciones, la esterilidad espiritual que el poeta diagnostica a una época decadente resulta determinante; y, por lo tanto, ya solo queda esperar la Segunda Venida, pues no cabe ya otra forma de espiritualidad ni, por consiguiente, de arte, en nuestra época: “En la hora violeta, cuando los ojos y la espalda/ se alzan del escritorio, cuando el motor humano/ aguarda como un taxi palpitando en la espera,/ yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas,/ viejo, con arrugados pechos de mujer, veo,/ en la hora violeta, la hora de la tarde que conduce/ al hogar, y devuelve a casa al marinero,/ la secretaria ya en casa a la hora del té, recoge el desayuno,/ enciende la estufa y abre las conservas./ Tras la ventana, peligrosamente tendida,/ la lencería tocada por el último sol,/ sobre el diván (su cama en la noche) se apilan/ zapatillas, corsés y camisones. Yo, Tiresias, viejo de pezones/ arrugados,/ vi la escena, y predije lo demás;/ yo también aguardé al huésped esperado”. Esperar lo imposible: esa es la actitud del apocalíptico; regodearse en lo inevitable: propone, a cambio, el integrado.

Quizás esa contradicción de Eliot pueda verse mejor a través de unos versos del poeta Rubén Darío, que escribió “La torre de marfil tentó mi anhelo,/ quise encerrarme dentro de mí mismo/ y tuve hambre de espacio y sed de cielo/ desde las sombras de mi propio abismo”. Sin embargo, esa parece ser una experiencia vital y, sobre todo, una experiencia artística, muy del gusto de los ya citados “decadentistas”, “románticos” y “malditos” que en el mundo son, han sido y sin duda serán… Pero, como dejó testimoniado Gustave Flaubert en una carta, al final resulta imposible vivir así sin caer en el esperpento de la auto-parodia, la salida total de la realidad (por parte de alguien que, paradójicamente, suele creer conocerla más a fondo que nadie) o del anacronismo más forzado, manierista y anacrónico que quepa concebir: “Siempre he intentado vivir en una torre de marfil; pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza derribarla”. Los que consideran la cultura popular como un tipo de ponzoña, estarán de acuerdo en que al final la barrera cede y el oleaje termina por elevarse.

El crítico cultural y excelente novelista Juan Francisco Ferré, ha sabido señalar con acierto dos influencias insoslayables en la obra de Eliot que debemos tener en cuenta para conocer esa contradicción que encontramos en su obra: la de considerar que el arte del presente es genuinamente distinto al del pasado, al tiempo que rechazar casi de plano todo el arte del presente para refugiarse en el arte del pasado: el poeta y crítico literario Ezra Pound; y la obra en torno a la religión compilada bajo el título de La rama dorada que desarrolló a finales del siglo XIX el filósofo James George Frazer. Porque una forma de entender el arte altamente basada —pero sin el radicalismo político— en los postulados de Pound y una forma de entender la religión basada —sólo que desde la óptica católica— en los postulados de Frazer, ha terminado de marcar la manera característica de entender la espiritualidad y el arte en la que han quedado detenidos las ideas religiosas y estético-literarias de los modernos. Cualquiera que entienda la existencia desde unos parámetros no-materialistas —e incluso también algunos de los que sí lo hacen—, comprenderá que las ideas sobre arte no pueden desarrollarse de forma plena sin que se produzca la intersección en algún punto con la sensibilidad espiritual. Para mí, corro a aclararlo, la literatura no es más que un recipiente textual del espíritu.

El mexicano Roger Bartra escribe sobre la relación entre modernidad y posmodernidad a través de Eliot que “La tierra baldía sirve para describir la crisis que va fracturando la modernidad durante el siglo XX hasta alcanzar la tierra baldía de la posmodernidad porque la posmodernidad ha sido menos beligerante con su pasado inmediato que la modernidad con el suyo”. No podemos olvidar tampoco que Eliot es quien introduce el término de “hombres huecos” que, en buena medida, presiente y anticipa el desarraigo y la alienación de un “sujeto boscoso” (Vicente Luis Mora) cuyas “identidades permanecen en la niebla” (Fernando Broncano). Porque, quizás (y sólo quizás), el gran tema de la novela posmoderna sea un desarraigo aparente que esconde en el fondo el mayor de los arraigos posibles con un mundo donde “todo está conectado” (David Mitchell): una perspectiva que abre nuevas y fértiles concepciones del ser donde el yo pueda expresar de nuevo su relación con la trascendencia a través de una pulsión espiritual más fuerte que el más cacareado de los materialismos.

La tecnolatría, esa excesiva filia tecnológica que, actualizando el positivismo racionalista imperante durante décadas, pretende superar el humanismo poniendo al hombre al servicio de la máquina (en lo que ya estamos) más que a la máquina al servicio del hombre, es fruto de un proceso social global en el que todos acabamos inmersos en mayor o menor medida; pero no puede, por ello, ser la excusa para caer en un pensamiento anti-metafísico —partidario del “fin de la historia”, de la “muerte del sujeto” y de la disociación entre “significado y significante” ad infinitum—, surgido del fracaso cultural que fue el Mayo del 68 parisino; y que niegue además la más alta aspiración del hombre para condenarnos de manera permanente, en su lugar, a aquello que George Steiner calificaba de “nostalgia del absoluto”.

Con Kafka murió, en literatura, el Dios bíblico distante, silencioso y cruel que apenas unas décadas después “dejó morir”, a su vez, a aquel que era considerado “su pueblo elegido” en Auschwitz. Es decir, que las religiones tradicionales han quedado desligadas, si es que alguna vez pudieron estar alineadas, con la literatura; piensen en autores como José María Gironella o Francois Mauriac, si no me creen. Detrás de la literatura, como ocurre en todo arte, no hay una cuestión ideológica sino algo más profundo aún: una cuestión teológica; y, por lo tanto, de lo que se trata es de abrir la expresión literaria a un Dios personal, algo semejante al Cristo interior de Jesús de Nazaret, que nos permita ahondar en la espiritualidad del hombre moderno. Precisamente podemos considerar como algo genuino de nuestro tiempo y de la literatura más eminentemente contemporánea la aparición de un tipo de mística que podemos llamar “negativa” por su aproximación a lo divino a través del pecado (véase: Martin Scorsese), aquello que resulta más mundano e incluso grotesco (véase: Paolo Sorrentino) o a través de lo que sencillamente estamos tentados de llamar, según los criterios artísticos de otro tiempo, basura (véase: James Ellroy). Si la posmodernidad se basa en la pulverización de toda barrera o etiqueta creativa imaginable —lo anti-normativo por excelencia—, una espiritualidad encuadrada en ese marco artístico debe correr pareja a esa ausencia de reglas para poder permanecer mejor en una transgresión infatigable contra lo dogmáticamente establecido.

Sin embargo, tampoco la senda de lo posmoderno nos ha brindado ningún fruto concluyente, ni mucho menos definitivo, en ese sentido. Es más, la mayoría de las veces ha desembocado en palabrería mistificadora y hueca: la propia de la New Age y de tantas otras aberraciones intelectuales igualmente indigentes. De la ausencia de dogmas a la ausencia de límites hay apenas un paso: el que normalmente se tiende a dar, con más o menos conciencia de ello. Si queremos abolir las jerarquías manteniendo un cierto orden, ¿cómo justificar dicha mediación en el caos? ¿De qué manera podemos evitar que esa jerarquía termine por resultar tan dogmática y aristocrática como la anterior, que se quiso extirpar con tan buenas intenciones y tan justas razones? Quién no es relativista, acaba siendo rígido. Y vuelve a empezar otra vez. De eso se trata.

El relativismo cultural, como se encarga de recordarnos David Alvargonzález, defiende que “todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor” porque “toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las demás”. Una falacia de peligrosas consecuencias en muchos terrenos, como cuando se habla de las manifestaciones artísticas donde el relativista, muchas veces indiferenciable del posmoderno, diría algo así como que todo producto cultural contemporáneo es bueno, independientemente de su calidad comparativa, sólo por ser actual y, por lo tanto, propio de una cultura en convivencia con las nuevas tecnologías y los últimos cambios sociales. Es decir, una vagancia intelectual de la que viven, todo sea dicho, muchos profesores universitarios que han optado por especializarse en la obra de algún escritor amigo al tiempo de atrincherarse en posiciones semejantes por mera desidia o esnobismo, cuando no por ignorancia. Todo es estupendo para el caradura hasta que un familiar o un amigo terriblemente enfermo cae en las garras de la medicina alternativa y, ah, por cosas del relativismo, acaba bajo tierra. Porque ni siquiera el terreno de la sacrosanta ciencia se ha librado del derribo.

Cierto es que al final la realidad se impone, aunque haya ideologías que por ley la quieren refutar. Algo del todo absurdo. Pero la negación de la realidad o de la verdad es, gracias al capitalismo, un asunto apenas relevante mientras se siga consumiendo: usted compre compulsivamente, se nos dice, y luego crea en lo que quiera. Profese la devoción consumidora que mejor le parezca: lo que importa no es tanto la verdad como que a final de mes produzca beneficios en la empresa. Al mundo hemos venido a cuestiones importantes como a aprovechar el tiempo laboralmente y no a asuntos secundarios como conocer la verdad, alcanzar la sabiduría o tratar de filosofar sobre la realidad: una postura vital que consideramos “práctica”; y una conclusión que se puede extender, a pesar de sus consecuencias humanas a modo de “daños colaterales”, a la dialéctica de Estados: usted puede maltratar a sus ciudadanos, si esas son sus costumbres locales, con tal de que me brinde el producto acordado a cambio del precio estipulado: ¿alguna vez se ha preguntado, querido lector, de dónde sale el coltán con el que los jóvenes acceden a Internet para sus “clases digitalizadas”? Claro está que así resulta imposible del todo enseñar filosofía en bachillerato: cuando todo el mundo que rodea a tus alumnos, incluido el propio material empleado en clase, conspira tenazmente por desmentirte una vez y otra.

La realidad como experiencia intersubjetiva es científicamente indemostrable, según los popes de la (meta)física cuántica, y el futuro más inmediato está sometido a una incertidumbre incalculable, como se encargan de recordarnos aquellos inmorales que han decidido ampararse en ello para practicar la manipulación de la realidad (informativa, por ejemplo) o para escudarse tras la inevitable incertidumbre cuando han pecado de falta de previsión (y los demás debemos pagar las consecuencias). Sin embargo, seguimos valiéndonos de ella para vivir: con la tecnología, con nuestros proyectos de cada día, cuando nos vamos a dormir por la noche esperando encontrar intacta la apariencia de la habitación que hemos dejado a oscuras.

Tentativas como las de Thomas Kuhn y su idea de que el consenso de una mayoría puede ejercer momentáneamente de verdad; o la de Karl Popper defendiendo las verdades provisionales que mañana pueden quedar desmentidas aunque ahora valgan para un apaño; han terminado por ser manipuladas con mala fe, como explica David Alvargonzález, por los relativistas culturales: “En este mismo sentido, no hay que olvidar que las filosofías de Kuhn y de Popper han sido muy celebradas por los anticientíficos, los relativistas culturales y los filósofos posmodernos porque de ellas deducen que es legítimo desconfiar de la universalidad de las verdades científicas (lo cual les evita, de paso, tener que dedicar mucho tiempo a estudiar esas ciencias)”. Un caso similar, desde otro ámbito, lo encontramos en el pragmatismo de Rawls para el mundo jurídico y político, que igualmente ha demostrado su ineficacia y su vaguedad en no pocas situaciones.

Si el relativismo posmodernista y falto de asideros estáticos en lo moral o en lo estético puede justificar, llegado el caso, una mutilación genital femenina; también puede justificar, cambiando de tercio, la entrada de excrementos enlatados a un museo o la presencia de un pianista con los brazos cruzados durante cinco minutos frente a un piano sin tocar una tecla porque, en palabras del ocurrente autor de dicha performance, “todo lo que hacemos es música” y, por lo tanto, todo lo que realizamos puede convertirse, sin técnica o esfuerzo alguno, en arte, cultura, filosofía o lo que se quiera en cada caso. Y de un valor en ningún caso menor al de las grandes obras del pasado, por supuesto, siempre que el mercado y su juego de pujas así lo estipule: contando con el beneplácito de los críticos más actualizados (atención a las implicaciones del término). La ambición de los idiotas siempre es desmesurada en inversa correspondencia a sus capacidades reales: algo que solo se puede ver agravado si encima el idiota de turno dispone de una imponente fortuna para crear o comprar obras de arte.

Cuando nada significa nada, todo puede convertirse en todo: así es siempre la lógica de la publicidad, independientemente de la calidad del producto (atención a las connotaciones del término). Todo intento anti-autoritario que se propone rescindir las normas anteriormente impuestas puede acabar siendo de lo más autoritario: sobre todo cuando se ve obligado en la práctica a extender al resto de la sociedad su anti-autoritarismo. El principio que reza que todos los principios mienten y, con ello, quiebra toda posibilidad de pensamiento mínimamente riguroso o con pretensión de universal. Lo que nos lleva de vuelta a la filosofía como disciplina y su desaparición (o no) del sistema educativo.

Tiempo atrás, el acceso a la información se producía verticalmente: por escalas y dentro de un cuadro social prácticamente incuestionable; en nuestro tiempo, la información es penetrada horizontalmente pero su volumen es infinitamente más abundante y complejo: el problema reside en seleccionar mucho más que en adentrarse. Eso que en principio parecería favorecer una participación más igualitaria en el mundo del conocimiento ha redundado, en buena medida, en una tecnocracia donde los amos de la información ya no lo son por situarse arriba en el reparto, sino por conocer el camino recto hasta la llegada al puerto donde se desea arribar. El resultado, sin embargo, resulta idéntico.

La filosofía no es ni mucho menos inseparable de la democracia pero, por el contrario, la democracia sí que parece fruto de una sociedad poseedora de filosofía. Por lo tanto, la desaparición de la filosofía o al menos su condición de cáscara vaciada de contenido y expuesta como trofeo en Institutos y Universidades sólo demuestra que, igual que no lo se enseña en las aulas no es filosofía a pesar de llevar ese rótulo consigo, tampoco es democracia nuestro sistema actual, sino aquello que Alexis de Tocqueville denominó, con acierto, como “despotismo dulce”. Aunque a más de uno su “liquidez” le pueda parecer igualmente amarga.

En palabras de Tocqueville: “Veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales, que se vuelven incesantemente sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenar su alma. La igualdad ha preparado a los hombres para todo eso, les dispone a sufrirlo e incluso a mirarlo como un beneficio. Una servidumbre reglamentada, apacible y benigna bajo un poder inmenso que busca la felicidad de los ciudadanos, que pone a su alcance los placeres, atiende a su seguridad, conduce sus asuntos procurando que gocen con tal de que no piensen sino en gozar. El  poder no rompe las voluntades, pero las ablanda, las pliega y las dirige: raramente obliga a actuar, pero se opone sin cesar a que se actúe; no construye, pero impide nacer, no tiraniza pero incomoda, comprime, enerva y reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo Gobierno es el pastor”. Es fama que en la oclocracia, y no digamos ya en la oligarquía, sobra del todo la filosofía.

La filosofía es un producto de la tradición cultural europea y, más concretamente, de la ateniense en la Antigua Grecia. Podemos extender a las civilizaciones mediterráneas, en contraste con los así llamados Bárbaros del Norte (que, curiosamente, han copado las academias de filosofía a partir de la Reforma y de la Modernidad), el patrimonio de un modo de pensamiento filosófico. La ideología de género, cabe recordarlo, cuyo origen es anglosajón y en la que confluyen las sociedades abiertas liberales, el postmarxismo de carácter freudiano y del socialismo del siglo XXI, demoniza al europeo como culpable de desastres climáticos, de la opresión de la mujer y de la colonización de la otredad racial. De tan severo juicio, que ha dado lugar a una cuestionable desigualdad jurídica puesta en común con una denominada discriminación positiva, también se deriva una crítica al modo de pensar filosófico puramente europeo que pudo ser trasladado con éxito, a partir de la Ilustración, a otros ámbitos geográficos y culturales como en el caso del puritanismo norteamericano del que nacen las constituciones y democracias modernas. Por lo tanto, todo queda impugnado: democracia y filosofía; en su lugar, se instaura el gobierno de unas minorías apoyadas por los políticos locales y, lo más importante, por las oligarquías plutocráticas transnacionales que ven la oportunidad de fracturar las sociedades desde el interior para mejor apoderarse de su soberanía en nombre de una seguridad sobreprotectora.

Vivimos en un tiempo de culto, para algunos aspectos fundamentales de nuestra vida, a la ciencia: ¿Puede acaso la química explicar, como bien se preguntaba Gustavo Bueno, qué une dos letras? ¿Puede acaso la física responder, como bien se preguntaba Manuel Carreira, a la existencia de la función poética? Sabemos que no. Antes de la Ilustración, la Razón y la Fe, dos niveles de la realidad bien diferenciados entre sí, coexistían perfectamente integrados en un único sistema. Porque, en palabras de Ernst Bloch, “La razón no podría prosperar sin esperanza, ni la esperanza expresarse sin razón, puesto que otra filosofía carecería de futuro; y otro futuro, de filosofía”. En efecto, la historia ha confirmado las consecuencias trágicas de dicha ruptura: el intento por albergar la utopía, tras millones de muertos asesinados mecánicamente (atención a las connotaciones del término) por ejecutores de todo signo y nacionalidad, ha terminado desechando toda ilusión utópica; exceptuando, por supuesto, a quienes todavía anhelan el sabor de la sangre. No hay esperanza: todo proyecto de mejora del mundo acabó en el gulag o en Camboya. No hay cientificismo: todo el poder de la técnica estuvo al servicio de Auschwitz o de Hiroshima.

Con la Ilustración, la Razón se elevó (literalmente) a la categoría de divinidad mientras que la Fe era desterrada. De resultas que, en nuestro tiempo, donde los intelectuales ocupan el papel antaño reservado a los sacerdotes (Paul Johnson), nos encontramos ante aberraciones pseudo-filosóficas que niegan la trascendencia, la razón, la realidad, la verdad y la propia condición humana para imponer, a cambio, de la manera más dogmática, los dislates y delirios de mayor catadura. En definitiva, querer desgajar la Razón de la Fe nos ha llevado, lejos de la “racionalización del mundo” de Max Weber, al irracionalismo y a las peores matanzas de la historia. Y, por supuesto, también la desaparición de la filosofía por medio de la destrucción de ramas esenciales del saber cómo, por ejemplo, la lógica. ¿De qué manera se va a enseñar lógica al alumno cuando lo que se pretende es exacerbar sus sentimientos desde la más tierna infancia para poder usarlos a conveniencia, con sus correspondientes réditos electorales, mañana cuando sea parte del electorado?

Mientras que la Fe permite conocer más profundamente la realidad a cambio de una creencia en la suspensión excepcional de las leyes de la naturaleza, las ideologías modernas niegan la base de la naturaleza y pretenden alterar de raíz la condición humana para que ambas encajen en sus postulados. Su proyecto consiste en albergar un hombre nuevo para una realidad diseñada: adánico mito del que se borra todo rastro de pasado. Los Derechos Humanos en constante ampliación han sustituido, con el “emotivismo” más exacerbado a modo de banderín de enganche, a la comprensión de las Sagradas Escrituras como forma de comprensión del mundo complementaria de la razón. Si Fe y Razón pudieron convivir durante siglos, Razón e Ideología apenas han podido hacerlo durante un puñado de años: saquen sus propias conclusiones. O, mejor: miren a su alrededor para mejor observar las consecuencias.

Si, según Whitehead, la filosofía occidental es una nota al pie de lo escrito por Platón; cabe aclarar que Platón realiza su filosofía a modo de comentario a Sófocles. Como también Aristóteles analizará los elementos comunes a todas las tragedias. Es más, en el pensamiento semita que termina de conformar, junto a los citados autores, las bases de la filosofía occidental, primero vinieron los mitos bíblicos como la historia de Job, y luego los comentarios hermenéuticos de los que ha nacido la crítica literaria pero también, en buena medida, la práctica de la filosofía. Es decir, que el así llamado “paso del Mito al Logos” es, pues eso, un mito: en el peor y más coloquial sentido del término. Lo irracional y lo racional se funden en un pensamiento arracional, como bien sabía Jean Gebser; y también como practicaban los griegos en la polis. Recordemos que lo más importante de la filosofía platónica jamás pudo ser puesto por escrito dado el desprecio socrático que Platón sentía, frente a la pasión contraria de su discípulo Aristóteles, por la palabra escrita. Además de que, como bien sabía Leo Strauss, una cosa es el saber exotérico y otra muy distinta el esotérico.

El error de separar humanidades y ciencias en el que incluso han caído miembros del gremio de la filosofía como el marxista Manuel Sacristán que en los años 60 proponía la eliminación de la filosofía dado el desarrollo de las ciencias: una boutade propia de cualquier ministro socialista de nuestros días. La filosofía, más concretamente, es la única de las asignaturas del bachillerato que permite reflexionar sobre las demás y conectarlas entre sí, sobre todo en lo referido a la literatura, de la que muchas veces ha sido epígono y comentario: Heidegger leyendo a Hölderlin, que lee a Sófocles; o Walter Benjamin escribiendo uno de los grandes libros de filosofía del siglo XX, que versa acerca del arte en el siglo XIX: el Libro de los pasajes. Eso es así: sin caer en excesivos idealismos, como acostumbran a hacer algunos de los filósofos más mediáticos de nuestro país e incluso no pocos de nuestros propios docentes. En palabras de Gustavo Bueno: “¿No padecen un eclipse de sindéresis los profesores de filosofía que apoyan la reivindicación de la filosofía en el bachillerato con el argumento de que sin la enseñanza de la filosofía los españoles no podrán pensar? Desde luego, nos parece ridículo atribuir a esa educación reglada la responsabilidad de enseñar a pensar a los ciudadanos, como han argumentado tantos profesores y estudiantes con ocasión de los debates en torno a los efectos de la LOGSE. La educación no es un problema de medios sino de contenidos”. Mucho más útil que seguir impartiendo filosofía tal y como se enseña, sería blindar la educación contra la ideología de género y sus largos tentáculos estatales.

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No podrá haber libertad de pensamiento mientras las minorías impongan la autocensura, los delitos de odio y la corrección política con su rodillo cultural y mediático. Tampoco puede haber filosofía, es decir, cuestionamiento a partir de un conocimiento previo, cuando hay unos dogmas irracionales impuestos como verdades incuestionables. ¿Cuántos de los que se quejan por la desaparición de la filosofía se lamentan porque la filosofía esté, al menos en las principales academias del mundo, en manos de un pensamiento contra-ontológico y nihilista? Pocos, muy pocos. Sin una educación de calidad, que mantengamos más o menos asignaturas de filosofía es intrascendente: no puede existir filosofía si no hay lugar para el saber. Como mucho, puede mantenerse una pantomima de simplezas adjudicadas caprichosamente a unos autores o puede ponerse de excusa para manipular ideológicamente a los jóvenes valiéndose de, precisamente, lo que ha secuestrado a la filosofía: la deconstrucción incapaz de afirmar nada, ni siquiera la ética aristotélica de aspiración universal.

Giovanni Sartori habló de “pospensamiento”; Gilles Lipovetsky se refirió a la “posmoral”; José Luis Rodríguez García ha escrito acerca de la “postutopía”; y Richard Rorty identificó una “posfilosofía”. Sin embargo, más allá del uso de etiquetas que indican más en qué momento de la historia no estamos que en qué momento estamos, resulta evidente la tentación adoctrinadora que desea subsumir la filosofía: en nombre del capitalismo como mercado omnipresente, de la democracia como sistema político, de la ciencia positivista como verdad extensible a todos los ámbitos del saber y de la ideología de género como verdad antropológica indiscutible. El dogmatismo, como ocurre con el relativismo, responde a una posición ante la vida del todo antifilosófica. Corremos el riesgo, con estos peligros, de entrar en una auténtica Nueva Edad Media (José María Merino), tomando la concepción más tenebrista y quizás irreal de dicha época. ¿Ocupará la ciencia, en esa nueva Edad Media oscurantista el lugar de dominio de la religión; y será, a cambio, esa misma religión la que ilumine con la esperanza de un tiempo mejor, como antaño hizo la ciencia, las vidas de tantos subyugados? Lo que parece imposible, en esa pugna ficticia y persistente, es alcanzar en ningún caso esa síntesis superadora que el mundo lleva siglos reclamando para sí. Pero que nadie parece estar verdaderamente interesado en generar.

Volverá la purga de libros, si es que no ha vuelto ya con las quemas recientes en Canadá, las cada vez más frecuentes censuras o prohibiciones y el uso y abuso de la cancelación como forma de dominación cultural contemporánea. Todo ello realizando un trasvase hacia una concepción materialista del hombre: en biología, donde los niños no son niños y las niñas no son niñas, sino aquello que sientan o deseen ser; en historia, donde el Valle de los Caídos no fue construido puesto que pronto será borrado; en antropología, porque nacemos como un folio en blanco: esa tabla rasa que ha sido más que desmentida con sólidos argumentos, sin que a nadie parezca importante. Etcétera. La filosofía materialista (origen terminológico: mater, esto es, madre o madera) es plenamente contemporáneo: a partir del siglo XVIII. Entonces, ¿qué hay de lo anterior? Homero es machista; Céline, racista; Tomás de Aquino, católico. Y así todo. No importa el saber, solo importa el rédito político que se desprende de cada figura.

¿Por qué resulta tan peligroso estudiar las figuras del pasado? Porque no reafirman los valores que se quieren ensalzar en el presente. Valores capitalistas, cabe añadir, revestidos de vestiduras postmarxistas en una extraña alianza presidida por el relativismo cultural. La monogamia heterosexual que se encuentra en Homero (Ilíada: Helena; Odisea: Penélope); en Virgilio (Eneida: Dido) en Dante (Comedia: Beatrice); en Cervantes (Quijote: Dulcinea); en Shakespeare (Macbeth: Lady Macbeth); y también en el siglo XX con Joyce (Ulises: Molly Bloom), deja paso a “otras sensibilidades” previamente silenciadas. También minoritarias, cabría añadir, y por lo tanto menos dignas de ser representadas en obras con aspiración de universales. ¿Qué grandes historias nos ha dado la ideología de género? En su tiempo, ninguna. A pesar de disponer de todas las subvenciones estatales y atenciones mediáticas imaginables. Quizás su visión maniquea de la historia sea la historia mejor vendida de todos los tiempos. O quizás pueda adjudicarse algunas otras del pasado: ¿Las metamorfosis de Ovidio? ¿La transformación de Kafka? ¿Orlando de Virginia Woolf? Etcétera.

La filosofía es un saber de segundo grado: no se puede filosofar si no se parte de algún ámbito del conocimiento previamente dominado por el autor. “No entre el que no sepa geometría”: ese era el lema de la academia platónica y, así, eran expulsados todos los que desconocían música (las artes) o astronomía (las ciencias). Para Platón las cosas son puesto que su objeto de estudio se reduce a lo que es; para Heidegger las cosas son en cuanto que las nombramos; en cambio, para la ideología de género el uso de una auténtica “neolengua” (Orwell) que diferencia significado de significante cambia lo que es por lo que cada sujeto quiere que sea. La filosofía se ocupa de la episteme pero la ideología de género ha impuesto la doxa eliminando previamente toda posibilidad de verdad común o de realidad intersubjetiva: porque nada de lo real es más real que en cuanto que percibido a través de nuestros sentidos: si yo siento que un perro es verde, entonces es verde y la opinión de quien lo perciba de color marrón es tan válida como la mía y, si quiere imponerla tratando de demostrar que la suya es real y la mía un delirio, entonces me está oprimiendo y el Estado debe de intervenir para protegerme.

En palabras de Josef Pieper, “La esencia de lo filosófico es a su vez la esencia de lo académico: saber mirar, dejarse asombrar por el misterio del ser”. La filosofía, pues, se ocupa de lo real (anti-idealismo), es contraria al dogma ideológico (su labor es cuestionar el dogma cuando no se sostiene) y necesita de un saber previo del que ocuparse. En un mundo de ignorantes y, sobre todo, de ignorantes de literatura, no tiene sentido enseñar filosofía puesto que su disciplina no puede entenderse. Concebir, como hacen muchos partidarios de conservar las asignaturas de filosofía en el bachillerato a todo precio, que el pensamiento solo existe en la filosofía es naif: está en la mitología, está en los símbolos, está en el arte y, por supuesto, está en todas las demás disciplinas del saber.

Los saberes humanísticos no son científicos a pesar de que ahora una oleada de neopositivismo cientificista pretenda transformar el estudio de la filosofía o de la literatura en “ciencia”. El concepto de átomo no puede ser hoy el mismo que con Demócrito; en cambio, el concepto de metafísica si puede basarse, y de hecho lo hace, en la definición aristotélica del mismo. Tampoco puede haber teorías probadas a través de un método infalible, lo que produce una tradición polémica donde todas las escuelas se baten las unas contra las otras: belicosamente y sin tregua alguna. Ni puede obviarse la subjetividad del filósofo en el análisis de su razonamiento (lo que tampoco nos debe de llevar al extremo de perdernos en las circunstancias olvidando con ello la cuestión de fondo) o incluso del profesor en su manera de entender la disciplina filosófica. Su saber, contra la lógica capitalista y pragmatista de la “utilidad”, no puede ir enfocado hacia la búsqueda de un empleo o la aportación social de valores tangibles como un puente; sin embargo, su labor es tan necesaria para la civilización como la del arquitecto. Una filosofía enfocada hacia “generar empleo”, resultar “útil”, llegar a ser “científica” o para algún fin comunitario como “educar ciudadanos críticos”, no será filosofía aunque lleve ese mismo nombre, sea divulgada por individuos con título universitario de filosofía y hable de Platón. Porque estaríamos hablando de una filosofía anti-filosófica: la misma que actualmente se enseña en el sistema educativo español.

La filosofía aparece en la limpieza de la escritura y en la claridad en el habla: ambas traslucen la precisión en el pensar. Cuando todo es reducido a juego de lenguaje, entonces no podemos tomarnos palabra alguna en serio. Si todo es relato, nada es verdad. Solo se pueden decir interpretaciones, argumenta el que no atiende a razones. Todas las opiniones son igualmente válidas, arguye el que no se interesa más que por la suya. Los sofistas siguen siendo los amos del debate: no tienen nada que perder, a diferencia de quién defiende la verdad.

Que el pensamiento es enemigo de toda academia lo demuestra que ningún gran escritor universal fue profesor universitario y que las facultades de filosofía son, desde los tiempos del 68, el recipiente de las mayores imbecilidades investidas de grandes ideas que quepa concebir: esa es la consecuencia más tangible del anti-intelectualismo, la efebocracia y el adanismo post-sesentayochistas. A los estudiantes de filosofía les convencen Foucault, Derrida o Deleuze pero no conocen lo anterior. Como ya ocurrió en vida de los respectivos autores, la Universidad ensalza a Hegel y desprecia a Schopenhauer; los demás sabemos que debería ser al revés. Los que reparten “carnets de filósofos”, se pierden en terminología, exigen titulación antes de argumentar o hablan en representación de una ideología prefijada en la que se escudan para hablar de todos los temas, no se dan cuenta de que todos somos filósofos. Y no sólo en potencia: todo hombre aspira a la sabiduría, aunque la mayoría lo haya olvidado.

Se piensa con imágenes y se manipula con imágenes, a través de lo que Jung llamaba inconsciente. Por lo tanto, si de verdad se quiere enseñar a pensar, y mucho más en una sociedad global como la nuestra, sería mucho más útil enseñar a mirar de manera autoconsciente para empezar a dar la “lucha por el imaginario”: algo, por cierto, infinitamente más útil que lo que se ha dado en llamar “guerra cultural”, que no consiste más que en la misma hegemonía cultural que actualmente es progresista pero en versión conservadora; es decir, igualmente fanática y mediocre. Se necesitan recursos filosóficos para plantear esa lucha por el imaginario que supone la que debería ser la labor principal de la crítica cultural en nuestro tiempo. Todo es simulacro, ficción, imagen pornográfica, trampantojo de sombras, en lo que Vicente Verdú llamó “capitalismo de ficción”. Si los intelectuales huyen espantados de la condición abyecta de nuestro mundo, habrán perdido la batalla por la verdad por falta de comparecencia.

Vamos con un fragmento del siempre lúcido Vicente Verdú: “La posmodernidad, propia de la extensión de la democracia y su cultura de masas, llega acompañada de un descenso de nivel, una tendencia a la puerilización y un gusto creciente por lo más simple, como saben explotar especialmente los norteamericanos. La cultura moderna era compleja y elitista, pero la cultura posmoderna es inmediata y vulgar. La meditación, la filosofía fueron europeas, pero el entretenimiento, el cine, la televisión, son típicamente norteamericanos. La filosofía clásica consideró la ficción una versión devaluada de la verdad, pero la ficción cuenta hoy con su propia verdad, incomparablemente más productiva. De la realidad a secas no crece apenas nada, pero de la realidad doblada, de su recreación, se obtiene un espacio recreativo. El mundo tal como es vale menos que su copia”.

La filosofía es antagónica a la lógica del capitalismo y su razón instrumental: el consumidor no debe pensar, solo comprar; el trabajador no debe cuestionar, solo producir. La despersonalización resulta imprescindible en ambos casos: el que piensa, por contra, debe conocerse a sí mismo para conocer al mundo y aprendiendo la realidad es como aprenderá quién es él. Tiene mucho más sentido, visto así, enseñar “Ética para la ciudadanía”, como querían los organismos globalistas y pusieron en práctica aquí los gobiernos socialistas, con sus mediocres conceptos: tolerancia, solidaridad, donación, pacifismo, etcétera. La filosofía, por contra, tiende a conceptos menos amables y más arduos: respeto, compasión, sacrificio, legitimidad, etcétera. Que nadie se confunda: hablar de valores es hablar en términos políticos; hablar de virtudes es hablar en términos filosóficos.

El fracaso del sistema educativo es el fracaso de la filosofía. En su lugar, la aceptación de evanescentes términos como ”espíritu crítico” y “educar en valores” para instaurar un idealismo vaporoso y una vagancia intelectual que casa con esa concepción rousseauniana que el socialismo ha hecho suya y que contrasta con la visión monoteísta del pecado original: los modernos conciben al niño como un ser puro que es contaminado por la sociedad con sus distintas e inevitables opresiones; mientras que los antiguos postulan, al hilo del relato bíblico, que los niños nacen con pecado y que es la sociedad la que les enseña a dirigirse rectamente (José Sánchez Tortosa). En la versión contemporánea, los niños son folios en blanco que la sociedad llena de borrones en forma de prejuicios y los pedagogos, maestros en el arte de “aprender a aprender” y “enseñar a enseñar”, son los garantes de su rebeldía y búsqueda de la autenticidad (de nuevo, José Sánchez Tortosa). Es decir, seguimos haciendo emparedados educativos con las sobras del muy discutible nivel intelectual de Rousseau. Pues eso.

España es, según su Constitución, un país aconfesional; sin embargo, la ideología de género ha impuesto sus dogmas en la legislación, generando así Derecho; y en la Educación, convirtiendo así lo que debería ser la transmisión de saber en mecanismo de adoctrinamiento. Ha creado un Ministerio hecho por y para las mujeres que está basado en la discriminación hacia los hombres. Y riega de generosas subvenciones a libros, películas y proyectos que se dediquen a transmitir sus dogmas a través de lo que ha sido dado en llamar de manera muy vaga “cultura”.

Luego la confesionalidad no explícita del Estado español en el siglo XXI es el globalismo políticamente correcto entendido como religión secular de Estado: su relativismo moral, orientado en combinación con el postmarxismo cultural, pulveriza todo intento de alternativa con una supuesta reducción rawlsiana de dichos conceptos a la vida privada, que no es más que una forma “dulce” y “líquida” de nueva de censura pública. Es por eso que, como bien ha señalado R.R. Reno, se acerca la hora del “retorno de los dioses fuertes” (soberanía, patria, religión, sentido, verdad, realidad, comunidad) después de experimentar la “sociedad sin hogar”. Quizás la filosofía también esté incluida dentro de ese epígrafe inevitablemente anacrónico. Sin embargo, ¿algo así realmente es factible en la práctica? Y, sobre todo, en caso de serlo, ¿sería deseable? O quizás la nueva experiencia esté en ese desarraigo interconectado y digitalizado que tanto ha explotado la ficción posmoderna.

La pretensión de la educación no es, contra lo que muchos piensan, una transmisión de valores, de normas o de parámetros morales o psicológicos: eso es adoctrinamiento. En lo que consiste la educación es en transmitir conocimientos: antaño se pretendía inculcar un saber universal para el estudiante; más tarde se pasó a la especialización en saberes; y hoy en día caminamos, a pasos agigantados, hacia una preparación continua y teóricamente práctica enfocada hacia el mundo laboral.

Durante mucho tiempo las carreras universitarias servían para que el estudiante adquiriera durante cinco años el grueso de la información relevante de una materia o disciplina para que después, en el mundo laboral, una empresa lo contratara y lo formara para desempeñar un puesto completo. Hoy se favorece la comodidad de la empresa: prescindiendo del conocimiento en profundidad de la materia, en nombre de las salidas laborales y de resultar accesible a todos, y enseñando ya en la universidad cómo desempeñar el puesto. De un saber que aspiraba a contenerlo todo se pasó a un saber especializado que ha derivado en un desconocimiento general de todo que, eso sí, viene acompañado de titulaciones y de una preparación inmejorable para desempeñar un puesto de trabajo concreto. Y así es como la lógica del capitalismo ha ganado en el propio terreno del humanismo, de la educación o de la batalla por las mentes de nuestros estudiantes.

Hay que entender, en ese contexto, la posición de los profesores (conozco a varios de muy distintas edades: entre los 20 y los 60 años, pasando por casi todas las escalas intermedias) que deben ganarse el sustento para poder seguir escribiendo e investigando pero que son conscientes del proceso en marcha desde hace décadas. También hay que entender a ciertos alumnos, los menos, que de verdad quieren emprender la quijotesca tarea de las humanidades: ellos ponen en juego la prosperidad de su futuro a cambio de acceder a un conocimiento que, encima, les es negado dada la mediocridad, la estulticia y la malignidad imperante dentro de los ambientes universitarios en España. En consecuencia, cada día hay más autodidactas y más ignorantes. Mientras, la filosofía va quedando como un residuo de otro tiempo que, como las grandes obras de los museos, nadie entiende pero todos aplauden porque sigue dando prestigio para que la realidad no luzca tan brutalmente salvaje y desprovista de decoro como en realidad es.

Personalmente, puedo hablar de mi experiencia en Literatura General y Comparada: ese sería mi supuesto saber especializado del que luego puedo reflexionar a través de un método dialéctico propio de la disciplina filosófica. No me refiero, claro está, a situaciones concretas que he presenciado en primera persona como esos alumnos técnicamente amantes de la “tolerancia” y de la “diversidad” que llaman “fascista”, así, sin despeinarse ni tirar de mucha precisión terminológica, al compañero que se expresa libremente; al concejal del ayuntamiento de Madrid dando clase de antropología desde unos presupuestos sumamente imparciales y excluyentes (sobre todo para el que quiere aprender y no ser adoctrinado); al filósofo que años atrás abrazó con devoción a Maduro y ahora permite enseñar una asignatura de ética y estética… Sin poder recordar, eso sí, un solo poema de memoria (lo demostró en una entrevista que dio a un conocido medio de comunicación); al ex-miembro de un partido de ideología en apariencia socialista haciendo burla del catolicismo sin que venga al hilo de la lección; o del militante de otro partido, en este caso postmarxista, que se ha casado por segunda vez con una antigua alumna y que se encarga de gestionar (atención a las implicaciones del término) las denuncias, nada imparciales ni desinteresadas, a otros compañeros de oficio cuyo comportamiento pueda ser dudoso.

Hablo, por el contrario, en términos mucho más generales de lo que mi percepción subjetiva ha podido captar: del desconocimiento de literatura en profesores y alumnos; del auge de una teoría que se pretende científica pero que está principalmente basada en la deconstrucción: post-estructuralismo francés y post-formalismo ruso; de en una modernidad donde mito y símbolo son entendidos como vestigios del pasado que no deben ser aplicados al estudio de la literatura dado que, en su lugar, se prefieren los experimentos neuronales o los análisis post-coloniales; y de unos alumnos que buscan, o bien sacar el título por no salir directamente del bachillerato al paro (algo que el Estado, sin duda, agradecerá a pesar de la devaluación que implica para los títulos y del colapso que supone para el normal desarrollo de las clases); o bien para colocarse, por medio de amistades y acumulación de créditos que no se corresponden con verdadero conocimiento, dentro de la propia Universidad.

Hay un tercer grupo  digno de mención y hasta de medalla al valor que de verdad aprecia la materia que estudia y que acaba optando, tras superar unos años incruentos de mediocridad universitaria metida en vena, por dar clase de bachillerato, donde acabarán convertidos en una mezcla de burócratas y de guardianes de unos jóvenes semi-analfabetos que, en caso de no estar en clase, estarían alborotando en las calles. Al final, todos acabamos siendo funcionarios del Estado o siervos de una empresa privada: inevitablemente. En ambos casos, la explotación en el margen de lo legal está asegurada.

Volviendo a los contenidos que para Bueno suponen lo fundamental de la comunicación, atendiendo a lo aprendido en clase, el estudiante de Literatura General y Comparada debe memorizar diversas dicotomías a modo de nuevos dogmas religiosos: significado y significante; naturaleza y cultura; sexo y género; cosa y signo; cuerpo y mente; etcétera. Todo ello muy relevante para poder extraer conocimientos teóricos del estudio de la literatura (sic). También se transmiten conceptos esenciales como la célebre “muerte del autor”, acompañada de frases tales como ”la ilusión de que se expresa el sujeto” y de nociones tan enriquecedoras como que el lenguaje no es más que un instrumento que recibimos pero que debemos “deconstruir” y “desautomatizar”. Alguna abstracción althusseriana por aquí y mucho de minorías silenciadas (mujeres, otras sexualidades y minorías étnicas) cuya voz debemos favorecer por allá, acaban redundando en un alegato “contra la interpretación” extraído de la ínclita Susan Sontag, quién nos alerta de que Marx o Freud constituyen “agresiones e impías formas de interpretación” y de que todo lo anterior al siglo XVIII son delirios propios del pensamiento mágico. Menos mal que después han instaurado la razón.

En resumen: que el instrumento de trabajo (atención a las implicaciones del término) que supone el lenguaje a la hora de entender el mundo en general y la literatura en particular, es una quimera presta a ser “deconstruida” ad infinitum; que la autoría, punto de referencia fundamental a la hora de tratar de reconstruir la intencionalidad del autor y de orientarse en el contexto socio-cultural e histórico del texto, es una ilusión (no hay noticia, por cierto, de que ningún académico haya dejado de percibir el beneficio correspondiente a los derechos de autor de sus libros); que lo central en el estudio de la literatura es la recepción social, histórica y cultural del texto, y que todas las maneras de comprender un texto son igualmente válidas independientemente de su rigurosidad; y de que la interpretación, tarea principal de la crítica literaria desde que los textos seculares pasaron a merecer el respeto antes reservado a los textos religiosos, es una tarea contraproducente porque, tras Freud y Marx, no necesitamos otras formas de comprensión del texto literario. Así funciona el nihilismo aplicado al estudio de la literatura: sin universalidad, mitos extraídos del imaginario colectivo, un saber sapiencial que lata en todos los grandes clásicos o símbolos intemporales actualizados a cada época. Todo es ideología, todo es política, todo forma parte de nuestro presente inmundo. Incluso la vieja y desdentada literatura.

Así es como realmente hemos matado a la filosofía: haciendo que mentira y realidad; certeza e invención; enseñanza y perogrullada; resulten equivalentes. De forma que cuando más accesible tenemos el saber más se ha decidido optar por la ignorancia. Y cuando más simple resulta acceder a la obra de los maestros es cuando se ha elegido masivamente la ponzoña ideológica de los deshonestos.

Nuestros jóvenes nadan —nadamos— en una suerte de “zombificación” donde no se termina de estar vivo puesto que no se comprende nada, ni tampoco se está muerto, puesto que tampoco se termina de olvidarlo todo. Un híbrido a caballo entre la humanidad y la robotización. El desconocimiento de la lengua y de la sutilidad de sus muchos entresijos es una suerte de muerte precoz pero irreal en la que varias generaciones permanecen atrapados. Sin la lengua no podemos nombrar todo lo que perdemos pero tampoco podemos afirmar aquello que recordamos: como el animal borgiano que vive en eterno presente o el niño que todavía no ha sufrido la “caída” en la lengua materna que le permitirá ser consciente de su paso por el mundo. Vivir en silencio es anticipar la muerte o la animalidad. Enmudecen los muertos, que no pueden decir la vida ni contar la memoria. Dado que ese es el único privilegio, efímero y en definitiva irrelevante, de los vivos.

Sófocles, a través de sus personajes, dejó escrito que lo mejor es no haber nacido; Séneca, por el contrario, trataba de consolar a Marica por la pérdida de su hijo diciéndole que se reconfortara pensando que, al fin y a la postre, había muerto joven, y que por lo tanto no le había dado tiempo a probar demasiados sinsabores: “Y cuando llegue el tiempo en que el universo toque a su fin, el mundo habitado prenderá y todas las cosas mortales arderán en una gran conflagración; los astros chocarán entre sí y toda la materia del mundo se abrasará en un fuego común”. Mucho antes de que llegue ese momento las obras de los hombres se habrán perdido en el olvido de un universo tan ajeno al lenguaje como las nuevas generaciones de las que hablo.

¿Qué le importa el pasado, la verdad, el saber o el amor a unos jóvenes acogidos en el seno de la realidad virtual perfectamente diseñada para satisfacer todas sus fantasías? Ese es ya su mundo: la hiper-realidad de la que jamás despertarán, antes de que les alcance la muerte. Y, sin embargo, no hemos visto nada: las próximas décadas equivaldrán a centurias en lo que a revolución tecnológica se refiere. Los profesores, entretanto, han quedado reducidos a la denigrante categoría de burócratas del sistema y de administradores, a caballo con la psicología amateur, del tedio de sus alumnos. Convertidos todos en números, como engranajes de una enorme máquina, dentro de la gigantesca lógica matemática que nos gobierna.

La única realidad virtual que me interesa es la literatura. Me consta que no soy el único: aquellos que se precian de vivir a través de los libros no trocarán su buena suerte así como así a cambio de ningún artificio cuyo disfrute es meramente sensitivo. Los amantes de la literatura, como me ha demostrado el trato reiterado con otros tantos misántropos de mi misma e infrecuente especie, empleamos la tecnología y sus infinitos mecanismos con la misma ignorancia con la que los amantes de la propia tecnología emplean el lenguaje y su sintaxis: desde el más absoluto desconocimiento. Quizás el solipsismo del mundo virtual nos permita desembarazarnos definitivamente del fastidio que supone la necesidad de comunicarnos verbalmente o incluso por escrito. La gran mayoría del dolor que padecemos cuyo origen no es físico proviene, en definitiva, de nuestro trato con los demás. Fue algo en lo que sí pudo acertar Sartre: “L’enfer c’est les autres” (“el infierno son los otros”). Sobre todo cuando la gélida lógica del cálculo ha domeñado los afectos al punto de terminar de subyugar nuestra humanidad.

Una evidencia de tantas que ha descubierto la pandemia es el fracaso de la educación en España e, imagino, también en el resto del mundo confinado. La tan cacareada digitalización ha desembocado en una desescolarización temporal de resultados desastrosos a medio y, previsiblemente, de manera semejante a largo plazo. Si como muchos llevan años vaticinando la educación por medio de la tecnología constituye el futuro, podemos dar por hecho que la desigualdad lacerante del mundo capitalista cristalizará en una desigualdad monstruosa en el mundo de la educación y, por lo tanto, también en el de los conocimientos compartidos y las oportunidades individuales: los niños adinerados dispondrán de libros y educación presencial mientras que los niños depauperados tendrán que conformarse con alternar entre receptáculos físicos a modo de guarderías para semi-adultos; y con una educación virtual que, lejos de personalizar los saberes objetivos, potenciará el analfabetismo funcional y el embrutecimiento formativo de los más. Todo recubierto con la pátina de retórica más refinada de la que es capaz la manipulación mediática: adular la ignorancia de la masa.

Si en el comienzo fue la palabra, ahora solo nos queda la tecnología. De la incubadora a la incineradora, pasando por la videoconsola del “metaverso” o las gafas de realidad aumentada. Un Paraíso, pues, para tantos ágrafos y analfabetos como hoy abundan. Enésima broma macabra de este tiempo incruento, para el resto de desengañados en peligro de extinción. Una vez más: apocalípticos o integrados. Dicotomía que todos precisamos evitar pero en la que acaba resultando imposible no caer. Traducible en términos capitalistas: fracasados o triunfadores. De eso se trata. Y, después, un mismo polvo. Como palabras trazadas en la playa.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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