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A fines de este 2022, se cumplirán ciento cincuenta años de la publicación del Martín Fierro, poema emblemático de la literatura argentina. Su autor, el polifacético José Hernández, que fuera periodista, combatiente político, librero, senador, escribió otras obras aunque, si nos tomamos la tarea de comparar su justamente afamado poema con esos otros textos, nos llevaremos una decepción, pues su Biografía del Chacho Peñaloza – un caudillo popular asesinado por el gobierno de Mitre en 1863 – o su manual del estanciero apenas merecerían una cita en un catálogo de obras publicadas en la segunda mitad del siglo XIX para curiosos de la bibliografía. Pero, el Martín Fierro es otra cosa.
¿Qué actualidad puede encerrar un poema de características narrativas, líricas y hasta épicas, que tiene como protagonista a un personaje que representa a un sector social desaparecido – el gaucho – para los lectores de este siglo XXI? A los encomiásticos textos críticos que recibiera, sobre todo desde 1894, cuando Unamuno y Menéndez y Pelayo lo exaltaran en el número uno de La Revista Española – fuera de la pampa que lo vio nacer- , como un poema radicalmente hispano, debemos sumar un elemento sapiencial que entronca con la tradición más antigua de la civilización en su mejor concepto: frente a las injusticias que la sociedad tolera o incentiva desde el poder, el ser humano íntegro está en relación con lo Trascendente en tranquila paciencia, y en lucha a la vez por transmitir lo vivido como experiencia para las nuevas generaciones. El gaucho era poseedor de defectos varios – ya Sarmiento los había pintado en su “Facundo” de 1845 – pero era depositario de una serie de principios ennoblecedores que resumen la herencia española de la honra y del combate heroico: la palabra empeñada, la fidelidad hacia el amigo, el coraje contra lo innoble e injusto, la soledad ante la mentira que campea como progreso enceguecedor son sus principales preseas en una sociedad que le es hostil. Cuando el alambre delimite los inmensos campos de nuestra pampa, allá por 1870, el gaucho habrá perdido su identidad, para volverse, a la fuerza, peón de estancia, cuchillero de los políticos, compadrito de la ciudad, a quien, el tango, cantará sus fechorías de malevo bajo el farol de una calle empedrada. En la segunda parte del poema – publicada en 1879, y conocida como “la vuelta” – sabedor Hernández de que su personaje estaba por morir ante la avanzada del progreso, quiso dejarle un mensaje de adaptación al medio hostil que lo asolaba. En los afamados consejos del canto XXXII leemos un rosario de frases que invocan la aceptación de aquello que ya es inexorable: “El que obedeciendo vive/ nunca tiene suerte blanda; / mas con su soberbia agranda / el rigor en que padece: / obedezca el que obedece / y será bueno el que manda”, aunque esas palabras encierren más un deseo que una verdad empírica. Y como el libre empleo del pasado ya no existirá, se impone una regla que asista al dolor de lo evidente: “El trabajar es la ley / porque es preciso alquirir; / no se espongan a sufrir / una triste situación: / sangra mucho el corazón / del que tiene que pedir”.
El mundo de los gauchos se fue, para dar paso al trabajo tecnificado, al capitalismo agroexportador que nutre de materias primas al mundo industrializado encabezado por Inglaterra.
Cuenta Nicolás Avellaneda, que fuera presidente de la República entre 1874 y 1880, que un dueño de pulpería le mostró el cuaderno donde anotaba los pedidos de mercadería para abastecerse. Y entre bolsas de yerba mate, de azúcar, y paquetes de tabaco, tenía anotada una suma de ejemplares del Martín Fierro, que la gauchada iletrada compraba para que, al encontrarse con un “letrao” se lo leyera y aquél, a partir de allí, lo repitiera en su memoria como un catecismo de la honradez. Jamás un libro había ingresado a un ambiente así, y jamás lo volvería a hacer. Quizás por ello, la intelectualidad afrancesada de Buenos Aires lo descalificó como una obra menor, como un simple libelo en defensa de un ser asocial, como un panfleto de momento. Ciento cincuenta años después, este poema es el texto argentino que a más lenguas se ha traducido. Siento curiosidad por saber cómo se las habrán arreglado los traductores para amoldar a sus lenguas términos tan antiguos como “vihuela”, “ansina”, “tabernáculo” (por tubérculo) o “chacota”, que se entrelazan entre las rimas del más ilustre verso español tradicional: el octosílabo.
El gaucho desapareció. La modernidad lo bajó de un hondazo. Sin embargo, cuando en mi país se elogia a alguien por su honestidad, por su fidelidad, por su hombría de bien, se le dice que es “un gaucho”. No hace falta buscar etimologías para el caso; con leer el Martín Fierro, tenemos todas las explicaciones de tal elogio.
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