20/09/2024 13:25
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El Caos, el Terror, la Noche, la Sexualidad y lo arquetípicamente Femenino componen las pesadillas que durante milenios han justificado la aparición de dioses, monstruos y superhéroes, todos ellos solícitos protectores a la hora de ordenar la realidad. Durante el siglo XVIII, los monstruos subconscientes de la razón hicieron su aparición, coincidiendo con el avance del capitalismo. El siglo XIX constituyó el retorno de los dioses en Occidente, coincidiendo con el derrumbe de las grandes certezas. El siglo XX fue el siglo de los fascistas políticos, coincidiendo con la expansión global del capitalismo y la llegada de la incertidumbre a las ciencias. Y el siglo XXI es el siglo de los superhéroes, coincidiendo con la destrucción de la realidad como referente común y la apabullante dominación tecnológica sobre lo humano.

El patrimonio exclusivo del imaginario colectivo de nuestra época pertenece por entero a Disney, Marvel y DC Comics. Si no fuera por ese mago y creador de mitos, si es que la diferencia cabe, llamado Alan Moore. La mitología de las sociedades de consumo no reside en su alta cultura, sino en su cultura popular. Wagner, por resumir, ya sólo puede existir en Watchmen. Un vistazo a cualquier revista pulp, película de serie B, novela gótica, relato fantástico o, en definitiva, weird fiction, sin duda los ayudará a disipar toda duda que se quiera tener al respecto. Como lo llamó William Lindsay Gresham en la novela homónima, ése es “el callejón de las almas perdidas” a dónde van a parar nuestras experiencias y sueños más reveladores. Se le conocen infinitos nombres a ese “otro lado” o Alter Mundus (como lo llama Faretta): El Dorado, Solaris, La Zona, Oz, Narnia, La Comarca, etcétera.

Si el Capital y la Modernidad al completo están asentados sobre el ansia de lo novedoso, todo nuestro mundo de culto al Progreso y al Vacío tiene, inevitablemente, como reverso, un universo de miedo a lo atávico y a lo primordial. Escribe Mark Fisher a propósito de una película de Stanley Kubrick basada en una novela de Stephen King: “Ocultos detrás de los atractivos fantasmas del Imaginario del hotel que seducen a Jack, los horrores que acosan a los corredores del Overlook pertenecen a lo real. Lo real es lo que continúa repitiéndose, lo que se reafirma a sí mismo sin importar cómo intentamos huir de él. Los horrores del Overlook son los de la familia y de la historia o más concisamente, son los de la historia familiar. Una colmena de ocio construida sobre un cementerio indio”. Solo que en nuestro mundo de capitalismo tardío, el mapa de la realidad ya no se corresponde con el territorio que representa. La extraterritorialidad, como el desarraigo, es total. Y su correlato estético no puede ser sino el kitsch que no comprende aquello que profana con la descontextualización.

Si en las sociedades de consumo nuestro objeto de deseo muta constantemente, lo mismo sucede con aquello que desprende horror para nosotros. Toda tribu requiere de la existencia de unos “bárbaros” para legitimar su identidad; y toda concepción lineal de la Historia requiere de un fin del mundo hacia el que encaminar su relato de sentido. Se trata de la otredad y de sus múltiples máscaras de terror en un marco dominado por el nominalismo moral y la normatividad puritana. A todo fundamentalismo lo que más le aterra es la representación, el humor y las ficciones: aquello capaz de desmontar, en apenas un gesto de escepticismo, la arquitectura de sentido sobre la que se justifica su aparato de poder. No se quiere suspender la credulidad en una sociedad de crédulos. En universo perfecto de orden social y psicológico, cualquier atisbo de caos y de irracionalidad basta para hacer crecer a la locura de manera exponencial. Donde los monstruos componen la infantería de los dioses. Y los dioses piden ser adorados en altares fascistas. Donde los fascistas están dispuestos a sacrificar a los diferentes en aras de grandes relatos. Y los superhéroes terminan de imponerse como versión estética y degenerada de aquello que fracasó en la política. La mutación del capitalismo, más aún, de la Modernidad toda, lleva aparejada consigo la mutación del propio terror.

En palabras de Robert Graves: “Las cosas que alguna vez fueron sagradas para una cultura se vuelven despreciadas”. Y lo pop es su reciclaje. Una cultura carente de centro, de fines y de ser, como la nuestra, ha vuelto lo bastardo, lo invertido, lo excéntrico, como lo primordial. Lo que antaño era despreciado ahora es tomado por ejemplar; aquello que en otros tiempos resultaba heroico es visto hoy como algo reprobable y digno de ser denunciado. Pero eso no implica la desaparición del terror, sino su aparición bajo nuevas formas adecuadas a los nuevos medios que colonizan la vida social. Lo que la película representaba para las jóvenes generaciones del siglo XX, ahora lo hace el videoclip; donde el escritor era un referente, ahora lo es el influencer; el fetichismo en torno al disco se ha desplazado hacia todo el aparato publicitario en red; y el mundo social que antes era sólido en un foro común tiene lugar en estos momentos en un gigantesco espacio hipermedia que pasa por TikTok, Instagram y Twitter. Y sepultado bajo toneladas de palabras bonitas, de buenas intenciones y de ideales naif, nuestro particular cementerio indio de terror, ese bosque oscuro, casa encantada o castillo abandonado de los cuentos de hadas, no deja de crecer.

En un mundo entrópico de caos creciente, la ilusión de orden cada vez es mayor. Así lo evidencia la creciente expansión del control sobre todos los ámbitos de la vida humana. Frente a las sucesivas crisis de signo económico, político, climático e incluso virológico, la respuesta social emanada desde el poder —de arriba hacia abajo— y ejecutada con gusto por ese ente desdibujado al que tiempo atrás se le llamó pueblo —de abajo hacia arriba—, es una total represión. Sin paliativos. Una nueva forma de violencia revestida bajo ropajes de salvación, en tiempos de excepcionalidad. Al entrar en un espacio de incertidumbre y relativismo, el capitalismo acrecienta su capacidad de lucha por la supervivencia. Es entonces cuando la seguridad, ese monstruo burgués del panteón capitalista, ejecuta la fatal invocación al fascismo. Y ese delirio sadomasoquista de obediencia autoimpuesta viene revestido bajo la apariencia superheroica de quien pretende salvarnos de nosotros mismos. El Sueño Americano. Respondiendo a la llamada del malestar, quien concede la servidumbre viene a liberarnos del más profundo de todos los temores: el miedo a la libertad. Para entonces el sustrato para la pesadilla está servido, mientras los que nos consideramos refractarios aparecemos atravesados entre el conservadurismo y la iconoclastia; atrapados a caballo entre la nostalgia y el aceleracionismo.

Toda la complejidad de ese panorama apocalíptico se encuentra contenida, sintetizada y en buena medida anticipada en una de las obras más ricas y ambiciosas de las últimas décadas: Watchmen (1986-1987), el cómic que Alan Moore creó por entregas junto a Dave Gibbons, alcanzando una profundidad en su diagnóstico sólo al alcance en su momento de autores como Philip K. Dick, J.G. Ballard, Michael Moorcock, William Gibson, Neal Stephenson, M. John Harrison o China Miéville. Una novela gráfica ambientada en un Nueva York a un tiempo distópico y ucrónico, que revela la Historia Oculta de los EEUU; y, con ello, de la capital mundial del Capitalismo. De nuevo el espacio, de nuevo la hauntología; en palabras de Baudrillard: “La Simulación es la distorsión de la realidad y la representación, donde no hay un límite claro entre una y la otra”. Por eso la realidad ya no puede ser captada al natural sino que debe ser recreada como fantasía, al igual que hiciera Kubrick apenas unos años después al simular el Nueva York de final de siglo —esos años en los que “el imperio del bien” se impuso como “nueva forma de totalitarismo”, otra vez según el diagnóstico de Baudrillard— desde un estudio irreal situado en Londes para Eyes Wide Shut (1999). El cronotopo como ausencia imposible de habitar. De nuevo Baudrillard lo explica: “En la cuarta y última fase de la imagen, ésta no tiene relación con ninguna realidad en absoluto: es su puro simulacro”. Y ese simulacro, ese relato o ficción hiperrealista, precisamente se parece a la realidad más que cualquier crónica documental que pretenda recoger un fragmento de actualidad testimoniando una experiencia concreta.

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Watchmen, como han apuntado numerosos expertos, es una contestación del propio Moore a una obra suya creada unos años antes: el cómic V de Vendetta. La solución política de clara inspiración anarquista ofrecida en esa obra era una insurrección popular iniciada por un enmascarado autoproclamado heredero de Guy Fowkes —uno que intentó dinamitar la Cámara de los Lores de Londres en 1605—, que trata de acabar con un gobierno autoritario asesinando a destacados miembros de la élite y volando con explosivos el Parlamento Británico. El salvador íntegro e inconsútil de V de Vendetta es deconstruido y en buena medida desmitificado en Watchmen a través de una pregunta simple y directa contenida dentro del propio texto y repetida, a modo de leitmotiv, como mantra o eje central de la obra: “Who watches the watchmen?” (¿Quis custodiet ipsos custodes?/¿Quién vigila a los vigilantes?). Dios ha muerto, los superhéroes también. Por lo tanto, el superhéroe, ese mutante sobrehumano a la manera de Superman, del Capitán América o del Dr. Manhattan, aparece como fascista.

Si en todo reverso la cultura pop lleva inscrito el fascismo es porque de la misma forma, durante siglos, la alta cultura ocultó en su interior rastros reprimidos de cultura popular. Igual que La liga de los hombres extraordinarios es un pastiche de los héroes victorianos, Watchmen recoge a la manera cervantina una tradición anterior de héroes de tebeo para componer un panteón de lo que otros importantes narradores del tebeo anglosajón como Neil Gaiman o Grant Morrison han llamado “American Gods”; cuando no, simplemente, “SuperGods”. Si los dioses clásicos del Monte Olimpo se encargaban de tejer el destino de los hombres para que los aedos tuvieran algo que cantar, los superhéroes de Moore hacen algo semejante al término del cómic al imponer su versión falsa pero interesada de la historia. Con intención de salvar a unos humanos que son incapaces de salvarse por sí mismos de la autodestrucción. Creando así, en la interesante versión cinematográfica de 2009 iniciada por Darren Arronofsky y terminada con brillantez por Zack Snyder, un enemigo político inexistente pero necesario para convencer a las masas: el Doctor Manhattan. Aquello que en V de Vendetta era visto como salvación en Watchmen aparece como un evidente giro político fascista para el control de la población mundial. Tomado en la propia sociedad de consumo capitalista que ha generado todo el mundo del cómic que Moore recoge, homenajea, parodia, clausura y reinventa en el original a la manera de Cervantes con las novelas de caballerías.

El teórico Mark Fisher, responsable del término “hauntología” antes acuñado por Derrida, habló de una “fragilidad ontológica” a la hora de determinar el principio de realidad, que siempre aparece distorsionado, en el mundo capitalista. En nuestra experiencia individual y colectiva de un “realismo capitalista” que proclama “no hay alternativa” porque “es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”; sólo la mitología parece señalar la posibilidad de un futuro distinto. Volviendo, precisamente, al origen, por la vía del vitalismo y la acción. Eso fue precisamente lo que Moore supo ver en Watchmen: se trata de una tarea quijotesca, en buena medida tan inútil como embestir molinos de viento simulados por realidad virtual, pero igualmente necesaria. Nuestra realidad sólo puede ser entendida y trascendida a través del mito. Su lógica ya no es humana, sino que es posthumana, puesto que ha desplazado al hombre y sus afectos del centro del mundo para situar en su lugar al Capital. Y la lógica del capitalismo, como supo ver tiempo atrás Karl Marx, es la lógica del monstruo: “El capital es trabajo muerto que, al modo de los vampiros, vive solamente chupando trabajo vivo, y vive más cuando más trabajo chupa”. La monstruosidad del mundo moderno nos lleva, por medio de la dominación fascista, directos a la prosternación sin condiciones ante el superhéroe. Del posthumanismo apenas hay un salto para entrar de lleno en la lógica del transhumanismo en la que se mueven las élites del siglo XXI, como evidencian sus más impúdicos gurús, tales como Yuval Noah Harari o Klaus Schwab.

Volvamos a Watchmen. En contraposición al fascismo transhumanista del destacado miembro de las élites Adrian Veidt, alias Ozymandias, se encuentra el populismo de Walter Kovacs, mejor conocido como Rorschach, que se pasea como un flâneur tardocapitalista y furioso a medio caballo entre Las memorias del subsuelo de Dostoievski, El lobo estepario de Hesse, el Taxi Driver de Schrader y los cómics de Batman y Daredevil a cargo de Frank Miller. Ambos extremos en tensión de una misma realidad, el de Ozymandias y Rorschach a modo de yin y yang, se necesitan y complementan, componiendo por igual formas de fascismo: uno de arriba hacia abajo; otro de abajo hacia arriba. Ozymandias no es malo, ni Rorschach bueno; Moore, como todo mago que no sea un farsante o un monstruo de feria, pretende superar la dicotomía maniquea, tan querida para platónicos y cristianos como para filósofos y teólogos, que plantea la realidad como una mera oposición entre la Ciudad de Dios y el Reino del Hombre. ¿Donald Trump es Adrian Veidt o Walter Kovacs? ¿Y Greta Thunberg? Más allá de la mayor o menos simpatía que sintamos hacia uno u otro, lo cierto y verdadero es que ninguno de los dos es fácilmente encuadrable en la categoría de bueno/malo. Hay algo de Bruce Wayne y de Joker; de Andy Warhol y de Unabomber en ambos porque el panteón de dioses diseñado por Moore es humano, demasiado humano. El blanco y el negro que constantemente se dan la mano en la cara del puritano Rorschach acaban, inevitablemente, tiñéndolo todo de un gris donde las fronteras morales se desdibujan a cámara lenta como partículas elementales o engranajes metálicos flotando en el aire.

El reloj del fin del mundo o “Doomsday clock” adelanta su hora mientras la población mata su tiempo inhalando una fragancia llamada Netflix (¿o acaso era Nostalgia?). Si ya dijo Edward Blake que todo era una broma. Donde dios es americano y el Doctor Manhattan, en otro tiempo conocido como Jon Osterman, es el único super-(anti)héroe realmente existente. El verdadero superhombre que Hitler jamás llegó a atisbar pero que la sociedad de consumo sí pudo concebir. Mientras los demás enmascarados, una panda de depravados, obsesos, psicópatas y fetichistas por igual, se pelean a muerte con los únicos villanos verosímiles: sus propios fantasmas interiores. Y donde la política, cualquier tipo de política que realmente merezca ese nombre, no es más que un trasunto secularizado de la religión, la estética y la teología. Sin embargo todo delirio utópico de los herederos de Alejandro Magno o ensoñación transhumanista de aquellos que ambicionan resucitar a los muertos tras el esperado Apocalipsis choca contra una realidad frustrante: que la condición humana es inmutable desde el principio de los tiempos. No hay paz perpetua posible. Esa es la inconfesable verdad que hemos encarado con la materialización del Sueño Americano. Nada se destruye definitivamente y todo cambia para que el mundo permanezca idéntico.

Alan Moore, como se encargó de apuntar Pedro Angosto hace más de una décadas, es alguien que juega en la misma línea de, por ejemplo, Homero, Sófocles, Virgilio, Cervantes, Dante, Von Eschenbach, Blake, Lovecraft, Joyce, Crowley, Pynchon y Andrés Ibáñez. De haber nacido tan sólo unas décadas más tarde con toda probabilidad se habría dedicado a las series de televisión, como ha hecho uno de sus admiradores más inconfundibles: Damon Lindelof, creador de Perdidos (2004-10), The Leftovers (2014-17) y la muy sui géneris adaptación televisiva de la propia Watchmen (2019). Su imaginario particular, que también es el del ser humano tal y como lo concebían Joseph Campbell o Carl Gustav Jung, es una Cábala Mística que bebe tanto de las sociedades secretas, del lenguaje poético y del pensamiento hermético como de la cultura popular, el bolsilibro y lo más pulp del entretenimiento de a duro. El arte es una forma altamente compleja de magia que resignifica la vida a través de la (re)creación y del empleo de símbolos y arquetipos universales, renovados y puestos en funcionamiento en un contexto concreto.

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La ficción entendida borgianamente como ese subgénero perfecto de la literatura fantástica es el único lugar donde se puede representar la metafísica sin traicionar con ello el mundo de las ideas. La búsqueda del Grial, esa representación concreta del Absoluto, es la entelequia existencial máxima: únicamente al alcance de los pocos caballeros gnósticos capaces de penetrar, en calidad de iniciados, dentro del círculo alquímico o Anillo del Conocimiento y la Verdad. En ese sentido, Watchmen aparece, en un plano estrictamente político, como un relato hiperrealista de la pérdida de la inocencia en la autoconsciente sociedad contemporánea; y, en un plano religioso, como una teogonía épica sobre la existencia del mal en un mundo que funciona como un reloj sin relojero cada vez más cerca de su agónico final. La sexualidad es el eje sobre el que giran la política y la teología en la obra de Moore: Silk Spectre II, también conocida como Laurie Blake/Jupiter, es la encarnación del Eterno Femenino, que acaba junto a Búho Nocturno o Dan Dreiberg, el único héroe solar —y en la aparente contradicción con su nombre y condición está la verdadera conciliación de contrarios—, de todo el panteón de Watchmen. Así, el cómic se revela ante todo como un relato de Amor Inefable entendido como Secreto del Ser a la manera de la Divina Comedia, El Quijote o Parzival.

La mancha de sangre sobre la cara sonriente del comediante es, al igual que el ojo cortado por Buñuel al inicio de Un perro andaluz (1929), el símbolo de la Caída del hombre tras su expulsión del Paraíso. Y una mirada profunda al mundo interior del yo. Si los pecadores Dan y Laurie, como antes lo fueron El Comediante y Silk Spectre I, son Adán y Eva resignificados; desde un punto de vista esotérico el final de Watchmen es, con el constante peligro de la destrucción nuclear, la vuelta del orden a Tebas, a la civilización, tras el punto final de la tragedia. Donde toda percepción desviada, esto es, no amorosa ni sagrada de la sexualidad, queda descartada a través del cierre de una Trinidad compuesta por Tres Gracias: la libido desatada del Comediante, la hierática frialdad del Dr. Manhattan y la reacción violenta de Rorschach. Una vez más, se trata de la mancha de vicio en la virtud que representa la pérdida de la inocencia y, con ello, la autoconsciencia de la Caída en el plano humano que intersecta con el plano divino formando una Cruz donde confluyen el eje Vertical y el eje Horizontal de la realidad.

Y es la perplejidad de Job ante esa tensión constante entre fe y azar; entre esperanza y contingencia, lo que hace que los traumas aparentemente intrascendentes de un grupo de personajes se eleven a la categoría de Teatro de la Memoria donde el Drama Cósmico de la existencia consciente queda fielmente reflejado. Todo es una broma y Dios (o, en su defecto, Alan Moore), que en caso de existir es el único capaz de observar todas las subjetividades unidas y los relatos ensamblados, ese Cómico Árbol de la Vida, se ríe en una sonora carcajada que se pierde en la inmensidad del universo mientras todos los relojes del mundo marcan al unísono la medianoche.

No todo acaba ahí: en un terreno mucho más mundano, el mundo ha caído en manos de las multinacionales con ínfulas. Un Estado Profundo de Vigilantes terrenales que, como Veidt, sueñan delirios transhumanistas y se ocultan tras la Pirámide que pretende verlo todo a través de la suma de pantallas mundiales. Todo ello ha derivado en el negocio de la contracultura, la politización del feminismo y la apropiación de la cultura pop por parte del Sistema; al punto de que a día de hoy se utiliza dicho canal —piensen en Hollywood o en las discográficas— como una de sus vías principales para conquistar el imaginario. En definitiva es la inversión teológica e incluso satanización del verdadero ideario político y teológico de Moore, sintetizado en Watchmen: el anarquismo, el ocultismo y una alternativa vital a través de la organización local en pequeñas comunidades. En los últimos años Moore se ha erigido como garante de la democracia directa frente al sistema actual de representación-secuestro, que convierte la política en un espectáculo de marionetas dirigido por las élites capitalistas. Contra los planes de filántropos y tecnócratas, no hay Emancipación, ni Felicidad, ni Utopía; sólo constatación diaria de la Caída.

En su imprescindible documental de 2003 The Mindscape, Alan Moore alertaba, en la línea de Paul Virilio y Ted Kaczynski, acerca de los peligros de la aceleración tecnológica que lleva siglos en marcha y ahora ha entrado en una fase posthumana de su desarrollo. A todos los niveles. La respuesta mágica, esto es, artística de Moore, ha sido la vuelta a la novela, frente a la inevitable deriva comercial e ideológica de lo pop, como forma operística y total de (re)creación del mundo: con La voz del fuego, primero, y la imponente Jerusalem, después. Moore lleva más de una década tratando de desarrollar eso que Nietzsche definió machadianamente (disculpen la ucronía) como “camino”: “Todo mi camino ha sido un ensayar y preguntar. No es ni bueno ni malo, pero es el mío, del que ya no me avergüenzo y que ya no oculto. Este es mi camino, ¿cuál es el vuestro? ¡El camino no existe!”.

El correlato vital de Moore frente a la desterritorialización en marcha de un Capitalismo transnacional ha sido la vuelta a su pueblo natal, Northampton, cuya leyenda pagana se remonta a la Edad de Piedra. Desde esa pequeña localidad, su Aleph particular en unos tiempos dominados por la Energía y la Información, Moore ha desarrollado narrativamente su concepto de “eternalismo”: “Cada persona, cada mojón de perro, cada lata de cerveza aplastada… Nada se pierde. Ninguna persona, ninguna brizna de partícula desaparece, ningún evento. Todo está ahí para siempre. Y si cualquier lugar es eterno, entonces el más ignaro de los barrios bajos es la ciudad eterna. La cuádruple ciudad eterna de William Blake. Todas estas áreas condenadas y desfavorecidas son Jerusalén, y cada persona en ellas es un ser eterno, digno de respeto”. Pasado y presente no fueron ni serán; sencillamente son, de manera continua, al igual que toda forma de vida que compone la gigantesca rueda que una vez fue dada en llamar, con todas las consecuencias del término, Creación.

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Guillermo Mas Arellano
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