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Para algunos resulta una extraña paradoja que la consecuencia más palpable e inmediata del empleo del llamado “lenguaje inclusivo” sea, precisamente, la exclusión social de quienes no lo emplean o se oponen a su imposición. Pero, claro, eso que algunos tienen por paradójico no deja de ser el resultado lógico de una iniciativa liberticida en su misma concepción.
Todos sabemos que el lenguaje no sólo sirve para describir la realidad, sino que también la acota y define, y que la connotación de las palabras altera los conceptos mismos. A nadie escapa que los cambios en el lenguaje modifican nuestra percepción de la realidad y que un lenguaje nuevo configura nuevas realidades. La transformación de la realidad a través del lenguaje es hoy, si cabe, más intensa que nunca, merced al alcance global de muchas campañas publicitarias o propagandísticas, y a la abierta pretensión de las grandes corporaciones globalitarias –a través de iniciativas como la Agenda 2030– de “transformar” la educación, la sociedad y el planeta entero. Forrándose en el empeño, claro está.
En este objetivo “transformador”, las grandes compañías cuentan actualmente con la colaboración o complicidad de las instituciones estatales y autonómicas, que, en un marco de corrupción generalizada e insostenible endeudamiento, son especialmente sensibles a la financiación externa. Así, debidamente engrasadas, las mismas instituciones se convierten en agentes impulsores de las campañas publicitarias de las corporaciones, confiriéndoles el “valor añadido” de lo oficial.
Por su parte, la mayoría de los ciudadanos que secundan estas “transformaciones” lo hacen inconscientemente, por puro gregarismo, por no quedarse atrás; dando por sentado que tal transformación es a mejor. No en vano, el arte de la publicidad o propaganda consiste en eso, en que veamos sólo la parte positiva de la realidad que se nos muestra. Y así, asumimos sin pensar la simple asociación que se nos ofrece: la transformación es progreso y el progreso sólo puede ser positivo. Una idea sencilla y aparentemente lógica, muy popular, precisamente, en virtud de su sencillez. De forma que muchos aceptan sin discutir –por comodidad o ingenuidad– que aquello que se nos muestra como bienintencionado efectivamente lo sea.
Por supuesto, siempre hay algún ingenuo cuya adhesión sincera a cualquier iniciativa “buenista” obliga a contemplar la bondad de su convicción y el efecto positivo que ésta pueda tener.
Pero no podemos ignorar tampoco que el ser humano, en tanto ser social, necesita sentirse integrado en su comunidad. Y, para aquéllos que no fueron bendecidos con ninguna gracia o virtud, la adopción de “buenas causas” es un medio sencillo y asequible de obtener la aprobación social.
Así mismo, debe tenerse en cuenta que quienes exhiben en público su afición por las causas virtuosas de moda –repárese en la constante actualización del llamado “compromiso”– y defienden ardorosamente sus fines benéficos, son plenamente conscientes del provecho que conlleva su posicionamiento. Y que llevan bastante mal que se ponga el foco en este punto. Ya que al desaparecer o desvelarse la inexistencia de aquel presunto “desinterés” primigenio que confería a la buena acción el marchamo de santidad y el respeto de la colectividad, resulta difícil seguir arguyendo ya ingenuidad alguna.
No se entienda esta crítica como una condena moral del interés, ya que el ánimo de lucro o la necesidad de integración social son naturales y no buenas ni malas necesariamente. Pero la mentira sigue siendo reprobable. Y el afán por revestir nuestras acciones con el sagrado manto de la filantropía no sólo genera desconfianza en la sospecha de que su aparente pureza esté manchada de hipocresía, sino que evidencia que, por desgracia, con frecuencia lo está.
Por otra parte, el Artículo 14 de la Constitución de 1978 reza: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
Un artículo que, como la misma democracia, se ha pisoteado todos los días y a todas horas en España desde la misma aprobación de la Constitución. En las provincias vascongadas y catalanas, como resulta obvio para cualquiera con más de cuarenta años, ojos en la cara y que sepa leer y escribir, no ha habido elecciones sin violencia hasta la fecha. Y la igualdad ante la ley es un sarcasmo: se indulta a los golpistas catalanes; los terroristas etarras cumplen penas ridículas y se les conceden privilegios penitenciarios; la ley de violencia de género establece la discriminación del varón y se toleran las agresiones verbales o físicas a todos los que por su nacimiento, raza, sexo, religión y opinión son etiquetados de “españoles”, “blancos”, “hombres”, “católicos” y “de derechas”. Una discriminación que se da con mayor o menor intensidad en todos los ámbitos: en la escuela, en la universidad, en las instituciones y en la calle; promovida por la mayoría de los medios de comunicación y por casi todos los partidos políticos, ya sea por acción o por omisión.
Volviendo al caso particular de discriminación que motiva este escrito, hay que decir que la bondad que presuntamente guiaba en su origen el llamado “lenguaje inclusivo” es falsa, y que su aparente bondad no oculta su carácter ideológico sectario y un propósito excluyente. Porque el “lenguaje inclusivo” es un arma que sirve únicamente para discriminar al que no lo emplea. Y la prueba de esto es que sus promotores y defensores impiden la discusión pública sobre la cuestión, condenan el cuestionamiento mismo de su impropiedad y decretan la proscripción del hereje que ose levantar su voz contraria como reo de anatema. De nada sirven los irrefutables argumentos esgrimidos frente a la imposición del “lenguaje inclusivo”. A saber: Que es un atentado contra la Gramática que ignora recalcitrante y conscientemente la cualidad neutra de algunos términos. Y que obstaculiza la comprensión lectora alargando innecesariamente las frases, dificultando, por lo tanto, el aprendizaje. Pero ya sabemos que en esta España asimétrica donde algunos se han arrogado hace tiempo el privilegio de despreciar a quien no piense como ellos, cualquier intento de razonamiento es cortado de raíz con el insulto ideológico, el aislamiento social y la condena eterna a vagar en el infierno de los “fascistas”.
Los defensores del lenguaje “inclusivo” dicen que persiguen la igualdad, pero cualquier observador atento puede apreciar fácilmente que la intencionada y maliciosa conjunción de vocablos “lenguaje inclusivo” encierra el propósito contrario; al manifestar una desigualdad entre los “políticamente correctos” que emplean la fórmula y los “abominables” o “irredimibles” –que diría Hillary Clinton de sus no votantes– que no se someten. Distinguiendo como buenos, buenas y “buenes” ciudadanos, ciudadanas y “ciudadanes” a los, las y “les” que se arrodillan ante semejante desafuero y etiquetando y marginando a los que no lo hacen.
Una presión efectiva que lleva a algunos a arrodillarse literalmente: véase la sumisión a la consigna del kneeling pro Black Lives Matter de algunas selecciones de fútbol en la Eurocopa actualmente en juego.
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