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Mucho se puede hacer desde el poder, pero los mandatarios y mandarines españoles que sirven al Imperio Profundo y se han alzado con el poder desde hace décadas, carecen de voluntad españolista, impulso personal y autonomía política para poder, querer y saber plantearse ahora la neutralidad activa de España en el concierto internacional.
En su día, con el estilo más genuinamente trilero, se nos dijo que, si no consentíamos la pertenencia a la OTAN, no habría Europa para nosotros. De haber sido España por entonces una nación libre e independiente habría escogido el camino de la neutralidad y el de la amistad dinámica y fructuosa con todos los pueblos. Pero no pudo ser, porque ya estaba en manos de los socialistas y de sus cómplices. Y había dejado de ser libre.
España, nación cultural y geográficamente europea y atlántica, contigua a África y con raigambre y tradición americanas, podía haber hecho un gran papel entre las restantes naciones. País relevante y desarrollado, a punto de llegar a gran potencia, podía haber ejercido con su administración y su técnica un destacado rol, apoyado en la sensibilidad y en la eficacia, como mediador del Tercer Mundo y favorecedor de Hispanoamérica.
La neutralidad, ya insertos en la historia contemporánea, era entonces y es, o debe ser, ahora, un asunto de realismo y de vocación política y nacional, que se le escamoteó a la opinión pública, engañándola con el tramposo señuelo de Europa, y con la OTAN presionando y convenciendo sin esfuerzo a nuestras autoridades, vocacional y sentimentalmente antiespañolas.
Existe la sospecha de que la entrada en esa Europa, en la que ya estábamos y siempre hemos estado, incluso antes de que Europa tuviera conciencia de sí misma, buscó trasladar a otros ámbitos los conflictos no resueltos de la patria. Al no atreverse o no querer encarar los gobernantes españoles -tibios, socialistas, separatistas, comunistas y filoterroristas- los problemas que habían arribado a España por sus propias intrigas y propósitos, advenedizos de la Transición como eran, delegaron en sus mentores extranjeros y se lavaron las manos.
Así comenzó para la clase política el dilatado período de vacas gordas que desde entonces viene disfrutando bajo la protección de los poderes globalistas: los estadistas se enriquecieron y enriquecen, a la vez que pagaban y pagan ciertas deudas personales o partidistas contraídas con los patronos.
Se dijo, por ejemplo, para justificar el error o la venalidad, que Sadam Husein o Gadafi eran unos diablos. Podríamos aceptarlo si a su vez se reconoce que también lo eran en los años anteriores, cuando todos los países occidentales, incluida España, les vendían armas o comerciaban de forma natural con ellos. Es intragable, por contradictorio, ver a todo el Occidente civilizado y democrático defendiendo las monarquías feudales del Golfo o la de Marruecos.
Nada se nos perdió en Irak, ni en la antigua Yugoslavia, ni en Afganistán, ni en Siria, ni en tantos otros lugares donde han ido nuestras tropas como cipayos, sin más argumentos que el de servir a los intereses de otros países, algunos de los cuales, o casi todos, han sido y son rivales y piratas de nuestras riquezas y territorios.
A esas guerras pueden acudir Anglosajonia o Israel o Francia o Alemania, porque el pasto a defender es suyo, no nuestro, que no estamos obligados a trabajar a favor de imperios o intereses ajenos. Recordemos que España es el único país europeo que padece una colonia extranjera en su territorio, y no puede ni debe aceptar ese baldón desde la complacencia o la aceptación más rastreras. Llevados de su servilismo y de su venalidad, los gobernantes españoles están vulnerando el derecho de la nación a su propia soberanía. España es, así, un portaviones de todo a cien al servicio de una política agresiva ajena.
Con el falaz argumento de que España debía abandonar el aislacionismo y participar en los «centros de decisión de Occidente», nuestra clase política, con los socialistas a la cabeza, nos han venido arruinando la economía, colonizando las empresas, destruyendo el progreso social y la modernización de los servicios y del aparato productivo patrio. Porque el protagonismo español, con estas autoridades, consiste en ponerse a las órdenes de los grandes, ya sean países, instituciones internacionales o empresas multinacionales. A veces, hasta nos dejan una silla en el rincón más oscuro y apartado de la mesa de decisión, para disimular, pero quienes deciden son las potencias, la plutocracia globalista.
En esa mesa, España -representada por políticos hispanófobos o venales, que forzaron nuestro ingreso en la OTAN en contra de la tradición y del sentimiento general de los españoles mediante un referéndum manipulado- calla y consiente. Porque a los gobernantes españoles y al resto de la casta política les gusta presumir y fotografiarse en los foros internacionales, aun haciendo el papel de vasallos. Y aun sabiendo que esta ambición, tan frívola como abyecta, la han de pagar luego los ciudadanos con vidas y con dinero, y la patria con su desprestigio.
De ahí que, ante el obligado debate que ha de llevar a cabo la sociedad española respecto a este fundamental asunto de la neutralidad, la pregunta que debemos hacernos es: ¿a quién beneficia esta entreguista y errática política exterior? No a España, ni a sus ciudadanos, por supuesto.
Los gobernantes españoles nos tienen acostumbrados a ser más europeístas y globalistas que españoles, más anglosajones que españoles y más belicistas y lacayos del Imperio Profundo que españoles. Y han tomado siempre decisiones que han humillado a España o la han puesto en peligro. A España y a los españoles, muchos de los cuales han muerto en territorios extraños y lejanos, defendiendo intereses ajenos o incluso enemigos. Estos gobernantes son los mismos que aceptan el desprecio sistemático de Inglaterra respecto a Gibraltar, o los permanentes chantajes políticos de Marruecos.
Toda esta casta política que está consiguiendo deflagrar a la patria suele ser maestra en el arte del circunloquio. Siempre -también en política exterior- utiliza la mentira o la ocultación o la verdad a medias, dejando a propósito mil enigmas sin descifrar, utilizando la ambigüedad o la insidia, lo que supone el mejor cultivo para la confusión y la desesperanza ciudadanas.
Suelen decirnos que nuestra participación en guerras que no son nuestras, sino de los megalómanos que manejan el NOM y su tentáculo otánico, es en aras del progreso, de la democracia y de la libertad. Pero el caso es que son guerras provocadas por esos mismos oligarcas para ampliar sus beneficios y su poder -es decir, su progreso, su democracia y su libertad-, y en las que se empeñan en involucrarnos como pecheros y carne de cañón.
No obstante, por mucho que mientan al pueblo y aunque una mayoría de él se trague los engaños sin rechistar, no caben interpretaciones torcidas. Está clarísimo. Nuestros gobernantes, con el conjunto de la casta política, son los responsables directos de estos hechos, de estas humillaciones, de estas muertes. Otro motivo más, entre cientos, que nos convence de que no hay cárceles lo suficientemente mortificantes para hacerles penar sus deslealtades e ignominias.
España, por realismo, vocación y tradición, debe mantener una digna, activa y amistosa neutralidad en todos aquellos conflictos que no la conciernen directamente. Y en la defensa de dicha neutralidad debe, a su vez, potenciar su poder militar con el fin de disuadir de abusos o veleidades a sus enemigos directos, sean estos reales o hipotéticos, presentes o futuros. España, por su historia y por su aventajada posición geoestratégica, debe volver a ser una nación respetada, con voz predominante en el mundo. Algo que, con estos políticos traidores, paridos por la nefasta Transición, es imposible.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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