22/11/2024 01:14
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Tenía yo ultimado, como artículo de esta semana, un comentario sobre la denominada reforma laboral, pero el acontecimiento -verdaderamente teatral- que aconteció en el Congreso sobre la votación de la convalidación de aquella, me ha llevado a su aparcamiento y atacar desde cero el presente.

Decía Romanones que en política no hay absurdo imposible, pues la realidad política lo admite todo. Esta máxima del Conde la hacen buena los políticos que se han congregado esta semana en las bancadas del Congreso. Mayor absurdo no cabe, ni mayor reunión de estulticia, ni caben tantos despropósitos. Y si el pueblo no da más, estos políticos -con contadas excepciones- menos aún, por cuanto ocultando la verdad nos llevan a la mentira, y como dice el viejo aforismo latino quae non es plena veritas es plena falsitas, non semiveritas, o lo que es lo mismo, lo que no es plena verdad, es falso, porque no se admite la verdad a medias.

Yo, sabedor de que los que se reúnen en la Carrera de San Jerónimo forman, según Wenceslao Fernández Flórez -cronista del Parlamento de 1914 a 1936 del pasado siglo (lo que es aguantar)-  en su artículo Sesión Secreta (de 1914), un único partido formado por los políticos frente a otro, que no es otro que  el de los gobernados. Los primeros solo cambian los nombres de las cosas más que las cosas mismas, y los gobernados continúan aceptando esas mismas cosas.

Lo que se produjo en el Congreso con motivo de la votación de la reforma laboral fue un auténtico esperpento. Que se produjera un fallo en la votación telemática de un diputado popular, que luego hiciera acto de presencia en la Cámara cuando se suponía que no asistía por enfermedad, que la Presidenta de la Cámara primero diera una votación negativa a la convalidación de la reforma, para segundos después considerarla aprobada, y frente a las protestas de la Señora Gamarra, diera el asunto por zanjado, me lleva a pensar que lo ocurrido no es producto de la casualidad.

Lo casual es aquello que no se puede prever ni evitar, pero esto ha sido un auténtico sainete en el que los actores, populares y socialistas, no han tenido más remedio que convenir en el resultado producido. Lo del otro día solo ha podido realizarse porque la Ley ha dejado de ser ley. Porque esta no nace ya de la razón, sino de la fuerza. Una fuerza aplicada por una masa política que, para mayor extravagancia, se califica de democrática, cuando Aristóteles llegó a incluir dentro de las formas impuras o degeneradas de gobierno, precisamente a la Democracia.

Esta degeneración la hemos podido ver en el modo práctico de su ejercicio pasados días. Ya nos pueden convencer de lo que quieran: de un fallo informático, de un fallo humano, de la soberbia y prepotencia del PSOE a través de la Presidenta del Congreso. Porque lo que se puede pensar es que, para hacer frente a dos díscolos diputados de UPN (cuya intención de votación contra la reforma debía conocerse con antelación), la ayuda solo podía provenir del campo supuestamente enemigo, bajo la comparsa de un Tartufo, como diputado travieso y voluntario forzoso, obligado a soportar la ingrata tarea de ser el autor de un error para sorpresa de los suyos. Y podemos pensar que ha cumplido la misión: la de taponar la brecha de esos dos diputados de UPN, a los que le pide su cabeza su propio partido.

Esta mise en scène ha valido para sacar adelante la pretendida reforma, la cual no quería Podemos, PP, ni PSOE, pero sí Bruselas y, por tanto, todos juntos en comunión de obediencia debían sacar esa reforma, mediante el sacrificio del que puede aparecer como persona inútil, ineficaz, inoperante mano por la que se viabiliza el error, pero cuya intervención ha sido estrictamente necesaria. Se ha hecho evidente que el ser diputado o senador es ser esclavo de su partido político, que su voto no es personal e indelegable, conforme reza el apartado 3 del artículo 79 de la Constitución de 1978 que tanto dicen respetar. Y si los diputados no son independientes de sus propios partidos, cabe concluir que estos partidos tampoco son independentes y sí subordinados a intereses supranacionales, y que la democracia no solo es que sea una degeneración política, sino el medio a través del que se viabiliza cualquier engaño. Eso sí, nos queda de aquella mala tarde de teatro el consolarnos bajo el lamento de ¡qué bien nos tienen embaucados!

Autor

Luis Alberto Calderón