21/11/2024 20:24
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La confianza y la previsibilidad son dos ingredientes imprescindibles para que los ciudadanos consideren que existe un buen gobierno. 

 

Según el índice de la percepción de la corrupción de 2020 elaborado por Transparencia Internacional (TI), divulgado a finales de enero de 2021, España retrocede dos puestos en el ranking mundial y ocupa ahora el puesto 32 de los 180 países analizados, situándose por detrás de países europeos como Alemania (9), Bélgica (15), Irlanda (20) o Francia (23) y un escalón por encima de Portugal, que este año está situada en la posición 33. En el otro extremo del baremo se encuentran en la misma posición Somalia y Sudán del Sur (179), seguidos por Siria (178), y Yemen y Venezuela que también comparten posición (176). 

España, según Transparencia Internacional, se mantiene un año más por debajo de la media europea respecto de la «percepción de la corrupción». 

En la actual España, la de la corrupción por doquier, hemos llegado a un grado tal de encanallamiento, de perversión, que son muchos -si no legión- quienes consideran que hay corrupciones malas, corrupciones regulares, y hasta corrupciones «buenas». 

Es realmente triste que haya personas que consideren que las prácticas corruptas son daños o males relativamente «soportables» y lleguen a disculpar las acciones de gente canalla, bandidos, delincuentes, fundamentalmente por estar esas formas de actuación más o menos extendidas, y ya el colmo de los colmos por ser practicadas por «gente de los nuestros». 

¿No hay que ser «rotundo» al hablar de compromisos éticos, de comportamientos moralmente aceptables? 

Decían los existencialistas que la angustia vital surge en los individuos cuando perciben un futuro indefinido, un horizonte lleno de posibilidades al que la persona debe enfrentarse sin ninguna o apenas garantía, la angustia incluye, además, desesperación y temor. Los seres humanos son incapaces de vivir sin una confianza duradera en algo indestructible. 

En las sociedades supuestamente civilizadas el Estado debería ser gerente y garante del bien común, para lo cual es necesario que el Derecho, la Economía, la Política se no estén reñidos con la Ética. Lo cual está bastante lejos de la situación que padecemos en la España actual, en la que reinan la impunidad, la corrupción, el autoritarismo, y por supuesto, un profundo cinismo. 

Esa reconciliación urgente de la Democracia con la Ética, con la Sociedad implica meterle mano a una de las cuestiones que supuestamente indignan más a los españoles -LA CORRRUPCIÓN- y de la que, por lo que parece, los políticos profesionales no tienen intención de hablar en las enésimas campañas electorales con las que, quienes parasitan de nuestros impuestos, nos sorprenden de vez en cuando; es más, casi se puede afirmar que en España estamos permanentemente inmersos en una campaña electoral que nunca se acaba…, y por supuesto, no parece que ningún partido político tenga intención de ponerle remedio. 

¡Si, hablemos de la maldita corrupción! 

Raro es el estudio de opinión en el que se le pregunte a los españoles cuáles son los problemas que más les preocupan, y que son más urgentes de hincárseles el diente, en el que los encuestados no respondan que la corrupción. 

El sistema político español está perfectamente diseñado, de tal manera que la capacidad de decisión de los políticos, su posibilidad de decidir de forma arbitraria, caprichosa, sean de tal magnitud que corromperse, más que una consecuencia sea su resultado más lógico 

La corrupción en España se manifiesta de varias formas, tres en concreto: 

– la corrupción que tiene relación con asuntos urbanísticos, de recalificación de terrenos; 

– la corrupción relacionada con contratos de bienes y servicios por parte de las diversas administraciones; 

– y la corrupción ocasionada por los diversos subsidios y subvenciones. 

 

 

En el asunto de las recalificaciones, como bien se sabe, la clave está en que hay autoridades, generalmente municipales que poseen la capacidad de alterar el valor de los terrenos que recalifican, y por lo tanto la posibilidad de hacerse ricos, o favorecer a familiares y amigos. 

Por otro lado, al existir multitud de oficinas públicas con capacidad de contratar bienes y servicios, también son enormes las posibilidades de adjudicaciones millonarias y milmillonarias, con las consiguientes comisiones o mordidas, también supermillonarias, a cambio del trato de favor, monopolístico que se les concede a «empresarios patriotas», o de la cuerda del partido gobernante, sea cual sea el territorio e independientemente de los oligarcas y caciques que campen por sus fueros allí donde esté ubicada la oficina de contratación de bienes y servicios. 

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Luego, como tercera forma de corrupción, están los diversos subsidios y subvenciones, que fomentan la obediencia debida, el clientelismo, los estómagos agradecidos, respecto del político que, va repartiendo favores y regalitos. 

Cuando se habla de todo ello la gente se indigna, grita, vocifera, pues cae en la cuenta de que, así, de ese modo los manirrotos y despilfarradores que nos mal-gobiernan originan un déficit continuo que acaba repercutiendo en el bolsillo del común de los mortales, e hipotecando el futuro de nuestros hijos, pero esa indignación suele durar poco. Desaparece cuando a uno lo tientan y acaba siendo agraciado con alguna de esas formas de corrupción. Y así hasta que los medios de información vuelven a airear algún caso «Gúrtel», o «papeles de Panamá», o ERES en Andalucía… 

España, aparte de caos e indigencia intelectual, está gravemente afectada por los mediocres y los malvados que han acabado ocupando todos los resortes del poder, los golfos y gánsteres que están presentes en todas las instituciones, desde los municipios hasta el gobierno de la nación. 

La corrupción impone su presencia y se deja sentir, ¡Y de qué manera!, en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y por supuesto, en la prolongación de estos: los medios de información y creadores de opinión. Y hasta en las universidades. 

La corrupción aparece cada vez más como el gran caballo de Troya de la democracia, que desprestigia a políticos y partidos por igual, tanto los más nuevos como los menos nuevos. A ello se suma la constatación permanente de que muchos políticos viven en una realidad tan distante a la de la ciudadanía, que les resulta imposible aterrizar y palpar la realidad en la que vive la mayoría de la población. Entre la gente, la percepción más extendida es la de que quienes gobiernan, lo hacen para una minoría, cada día que pasa existe un mayor descontento hacia las élites y el poder político, que inevitablemente conduce a un mayor rechazo hacia la democracia representativa. 

Como se indicaba al principio del texto, según el Índice de Percepción de la Corrupción, que elabora «Transparencia internacional», España es el país de Europa en el que más ha empeorado la percepción de corrupción y ocupa un lugar destacado en el ranking de países más corruptos. Evidentemente, no solo influye en el estado de ánimo de los españoles, es un asunto bastante serio y que afecta de forma muy dañina a la imagen de España y a sus posibilidades de atraer inversiones honestas y a largo plazo. Una economía como la española, que se sitúa entre las 15 primeras del mundo no puede encabezar el ranking de los países más corruptos, si quiere mantener una buena imagen y poseer competitividad. 

Bien, y… ¿Qué hacer al respecto? No será fácil, por supuesto. Para empezar, es imprescindible una administración de justicia independiente de lobbies y de partidos políticos que, actúe de forma rápida y con contundencia, sin arbitrariedad. 

Por otro lado, es imprescindible eliminar la posibilidad de que los gobiernos concedan indultos a personas condenadas por corrupción. 

Quienes estén tentados de corromperse deben saber que no van a tener ninguna posibilidad futura de ser perdonados e indultados. 

Hay que reducir el número de aforados a su mínima expresión (ningún país en Europa tiene tantos aforados como España), y disminuir también, las situaciones de aforamiento, limitándolo exclusivamente a las actividades y actuaciones relacionadas con el ejercicio del cargo público. 

Para hacer frente al clientelismo político, es urgente disminuir el número de cargos de libre designación, y que sean ocupados por empleados públicos, mediante algún procedimiento de concurso-oposición. 

Es, también, inaplazable la aprobación de una Ley de protección a los denunciantes, de manera que los ciudadanos se sientan protegidos legalmente cuando sepan de hechos delictivos, y deseen presentar denuncias por corrupción. 

Es imprescindible regular los Lobbies: Es necesario que se legisle sobre los lobbies, se les exija transparencia, y se creen Registros de grupos de interés en las distintas instituciones públicas y asambleas parlamentarias. 

También es necesario el cumplimiento de la normativa legal sobre publicidad de contratos de obras y compra de bienes y servicios, por parta de las diversas administraciones. También es imprescindible reformar la actual ley de «régimen local» para que los alcaldes y concejales dejen de tener la enorme capacidad de decisión que poseen en la actualidad, y particularmente lo que respecta a intervenir en el mercado inmobiliario, recalificando terrenos, aprovechando ellos y sus allegados y testaferros la información privilegiada que les da el ser alcaldes y concejales; e igualmente, es necesario desposeer a las corporaciones locales de su capacidad de contratar bienes y servicios con la arbitrariedad que actualmente lo hacen, evitando por todos los medios que favorezcan a empresarios amigos, e incluso creen empresas ad hoc, en la idea de que los ayuntamientos son su cortijo particular y que lo de menos es el interés de los administrados. 

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Y ya para terminar, es urgente legislar acerca de la responsabilidad de los funcionarios y de los cargos electos en las diversas administraciones, y reinstaurar «los juicios de residencia»: 

El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque, al parecer, su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas. Era un procedimiento judicial mediante el cual funcionarios de cierto rango (Virreyes, Presidentes de Audiencias, alcaldes y alguaciles) eran juzgados por su actuación en sus funciones de gobierno, tratando de ese modo de minimizar y evitar posibles abusos y corruptelas en el uso de su poder. Dicho proceso se realizaba al finalizar su mandato, al acabar el ejercicio de su cargo y era ejecutado normalmente por la persona que le iba a sustituir. En el «Juicio de Residencia» se analizaba detenidamente con pruebas documentales y entrevistas a testigos el grado de cumplimiento de las órdenes reales y su labor al frente del gobierno. La investigación y la labor de recabar pruebas e información las realizaba un juez elegido por el rey en el mismo lugar encargado de reunir todos los documentos y de realizar las entrevistas. 

La «residencia», que es como acabó llamándose para abreviar, era todo un evento público que se pregonaba a los cuatro vientos para que toda la comunidad participase y tuviese conocimiento del mismo. Estaba compuesto por dos fases: una secreta y otra pública. En la fase secreta el juez interrogaba de forma confidencial a gran número de testigos para que declararan sobre la conducta y actuación de los funcionarios juzgados, y examinaba también los documentos de gobierno. Con toda esta información el magistrado redactaba los posibles cargos contra los residenciados. En la segunda fase, la pública, los vecinos interesados eran libres de presentar todo tipo de querellas y demandas contra los funcionarios y estos debían proceder a defenderse de todos los cargos que se hubiesen presentado en ambas fases del proceso. 

Posteriormente, el juez redactaba la sentencia, dictaba las penas y las costas y toda la documentación del proceso era remitida al Consejo de Indias, o a la Audiencia correspondiente para su aprobación. Las penas a los que se castigaba a los enjuiciados eran multas económicas que llevaban aparejadas la inhabilitación temporal o perpetua en el ejercicio de cargo público. 

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812. Es muy sorprendente que fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos políticos de los gobernantes. 

Bien, alguno preguntará ¿Existe el agente político capaz de todo ello en nuestro país? 

Por desgracia no parece que haya nadie, ningún cirujano de hierro -como afirmaba Joaquín Costa- que tenga tal propósito, dispuesto a actuar con contundencia, sin complejos… 

Pero, no se olvide lo que Maquiavelo afirmaba que debe ser uno de los principales atributos de «un buen príncipe»: debe tener tanto de zorro como de león para buscar el contexto y tener la oportunidad. 

Y, ya para terminar, permítaseme una última reflexión: 

Justificar determinadas formas de corrupción, decir que las hay soportables, es entrar en el terreno del todo vale. Es una invitación a la inmoralidad y al caos… 

 

Autor

Carlos Aurelio Caldito