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“¡Hechos, sólo hechos!”, parece exclamar el lector hodierno de periódicos (digitales), ahíto de su propia falta de lógica. Frente al antiguo cronista, más tarde reconvertido a periodista (de la vieja escuela), que aplicaba su sentido común a diversas materias para deglutirlas, primero, y condensarlas, después, en el muy breve espacio de una columna de periódico con el fin de terminar de ser leídas por el ciudadano de a pie; los medios de desinformación masivos, sean (mal) escritos, o sean audiovisuales, han optado por la emperifollada figura del “especialista” o por la calamitosa efigie del “tertuliano”.

El especialista suele ser un profesor universitario, es doctor en lo suyo (economía, biología, medicina, política, publicidad, psicología, coaching, etcétera) y es un apasionado amante de las palabras esdrújulas. El tertuliano suele ser un remozado periodista (de nuevo cuño) al que le encanta escucharse, es poseedor de una opinión sobre cualquier tema que todos conocemos de antemano y es un apasionado amante de las palabras esdrújulas. Por supuesto, ambos grupos se destacan por su amor incondicional al progreso. Y por supuesto, ambos grupos conocen el perverso secreto a voces de que quien impone su metodología y su disciplina en el estudio de un objeto, impone, también, sus resultados al haber determinado de antemano la forma en que se llegará a ellos. Frente al periodista con amor a la investigación y talento para la divulgación que se ponía a la altura de su receptor —sin subestimarlo—, el especialista, tan soberbio, se considera superior a su interlocutor y hasta se siente habilitado para dar lecciones pizarrín en mano. Nadie puede contradecirle ni carraspear levemente mientras él habla sin acreditar antes, a modo de excusa, un currículum más largo en titulaciones —versión académica de ver quién mea más lejos— que el suyo. Sin embargo, si nos vamos a la disciplina de la que se disgregan todas las demás, la filosofía; o a aquella que es su hermana y que se encarga de tratar de datar el devenir de los hombres desde la noche de los tiempos, la historia, descubriremos en ambas lo contrario a la vocación de especialización: la vocación de universalidad, de lograr cuadrar una cosmovisión, de hallar un saber universal, y de la que nacieron las universidades en el seno de la religión cristiana. Sí, con la Iglesia hemos topado.

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Los amantes de los datos consideran que todo es interpretación, que no existe la verdad absoluta y que cualquier explicación sobre un dato será siempre relativa o provisional. Al tiempo, en una de tantas contradicciones pueriles del pensamiento moderno, defienden a machamartillo que los datos brindados por sus celebérrimas catervas de doctos especialistas y de procelosos tertulianos van a misa (nunca mejor dicho, que los nihilistas andan siempre necesitados de demacrados sustitutivos). Sin embargo, la historia no es un conjunto de datos inextricables y contingentes. Eso lo sabía hasta Marx, que se equivocó en casi todo lo demás. El hombre siempre ha creído que en el conocimiento del pasado se hallaba la interpretación del presente y la cartografía previsible del futuro; que la historia tiene un inicio y que se encamina hacia un fin. Por eso, en ambos casos, ante la callada por respuesta de los datos estériles acudía a los mitos y a las profecías. En el mito encontraba su origen; en la profecía su destino. A esa concepción mágica y arracional —no irracional, como se dice— de la historia se le llama teleología.

Como bien sabía Chesterton, “Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no quiere decir que creen en nada: creen en todo”.  Por eso la modernidad, que se las da de descreída, cree en cualquier cosa. Su fundamento es idealista y ha querido encarnar mediante el horror los mayores embustes antropológicos imaginables bajo la forma de distintas utopías políticas finalmente erradas y más costosas, en fenecidos, que todos los muertos de la Santa Inquisición multiplicados por mil. Curiosamente, el materialismo latente por igual en el trasfondo del protestantismo; del capitalismo; del marxismo y del socialismo; del liberalismo y del satanismo; de la ideología de género y de la “calentología” incubada en el cambio climático; no ha ofrecido mayor realismo, sentido común ni racionalismo que el denostado “pensamiento mágico” de la mitología, de la teleología histórica o de la teología que amamantaba a las antiguas disciplinas del saber humanístico; más bien al contrario: todas las ideologías modernas se han caracterizado sin excepción por la irracionalidad y por el idealismo desbocados. Han transportado el Paraíso que aguarda tras el penúltimo umbral al que llamamos muerte al sucio fárrago de lo terrenal, que es precisamente su opuesto, generando, con ello, el horror que toda revolución, violenta o no, conlleva siempre consigo. Por eso la condición humana en su imperfección originaria pero sagrada —porque así ha sido creada— para la religión, nunca le ha bastado a la modernidad, y por ello siempre ha aspirado, bajo sus variopintos disfraces, a “crear un hombre nuevo” que sustituya al original. Para el sujeto moderno la consecución del Paraíso no consiste en su perfeccionamiento moral como individuo sino en su redefinición antropológica radical como especie, en su reconstrucción física total, en su transformación definitiva en pos de una encarnación (¿humana?) sin precedentes. Demasiadas esdrújulas.

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Para Theodor Lessing, la historia es la disciplina encargada de “dar sentido al sinsentido”, al devenir en apariencia azaroso de los hombres. Así, la filosofía y su hermana mayor, la teología, le dan sentido al sinsentido de la vida humana: con las preguntas de la primera y el “salto de fe” de la segunda. Y el periodismo, cuando es decente, no trata de abrumar con terminología abstrusa; de apabullar con congregaciones de eruditos mesándose las barbas entre sí; de epatar con carretas llenas de “datos objetivos e irrefutables avalados por el Instituto de pedantes de Georgia”; el buen periodismo trata de, con modestia, dar sentido al sinsentido de los acontecimientos sociales del día a día. Y para ello, más importante que un título universitario, es la vocación: algo imposible de cifrar pero en cuya persecución incesante se encuentra el verdadero secreto de la felicidad humana.

Autor

Guillermo Mas Arellano