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Los mandatarios paridos por la nefasta Transición se han distinguido por pensar que un estadista es alguien que consiente la impunidad del delito, que mete a su país en guerras impropias, que desprecia a los humildes, que pisa las libertades y saquea las instituciones, que lava en las urnas la corrupción y la deslealtad a la patria, y que inclina la rodilla ante los plutócratas atlantistas al día siguiente de su última masacre, o ante el despótico reyezuelo tras su última agresión o su enésimo chantaje. 

Estos gobernantes suelen encontrar, aunque ínfimas, más lisonjas fuera que dentro de España, donde sólo sus sectarios y subsidiados se muestran obsequiosos con ellos y les palmotean. Algo que les contraría. Como les contraría que esa escasa atención que reciben en el extranjero no se deba a respeto por la defensa de nuestros intereses nacionales, sino a su índole lacaya, a su tendencia acomodaticia para colaborar con los de potencias foráneas o multinacionales globalistas. 

¿Quién alaba, pues, a la novia?  ¡Sólo la guarra de su madre y los bellacos de sus parientes!, como recuerda el dicho popular. La cuestión es que un político deja de interesar -si alguna vez fue útil-, y debe ser llevado a la cárcel, cuando se aficiona al dinero del Estado, que es el de la ciudadanía, y cuando ocupa y depreda sus instituciones. 

Y cuando, además, se envicia con el coche oficial y el Phantom, o se apega a los escoltas, a que le saluden y le cedan el paso en las puertas los funcionarios. Añadiendo así, a las sustanciosas dádivas plutocráticas, los mezquinos regustos del también ruin espíritu, que crecen con la permanencia en el poder; y entonces hay que encerrar, a veces a patadas, a quien los padece. 

El caso es que, entre otros múltiples defectos, nuestra gravosa y frondosa casta política se distingue por no tener problemas de conciencia; todos sus componentes piensan lo mismo: el poder es una finca tan grande como pueda serlo el Estado, y permite vivir de sus rentas. De ahí que lo que les molesta no es el abuso de poder, que es lo que repugna a toda persona de bien, sino que sean otros los que de él se benefician. 

Y ese afán por permanecer eternamente en el poder les convierte en cobardes, y eligen la inacción o el contubernio con otros colegas tan corruptos y traidores; hasta el punto de que su actitud y su resolución ante las crisis se vuelve enfermiza. Aplazan las decisiones o las frustran no sólo por incapacidad, también por temor. La lucha política, así, es un «quítate tú para que yo me ponga» o un «pactemos para seguir en el machito», lo que hace inútil la denuncia de los abusos, pues estos se consideran un derecho, algo natural entre los políticos partidocráticos, ítem más con un sistema sustentado en la impunidad, por estar la justicia de vacaciones indefinidas y pagadas. 

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No sólo los que están arriba se benefician y rehúyen la justicia, en cuyo nombre mienten y saquean, sino que también les parece oportuno decir hoy lo contrario de lo que dijeron ayer y dirán mañana, pues esas rectificaciones ideológicas siempre se hacen para participar en el poder, nunca en sentido contrario. Porque en su índole va el ser oportunistas, buscando su exclusivo interés, y porque sólo desde su ambición política se comprende esta actitud matrera. 

Y no sólo les encanta trepar, robar y engañar, también desean que, de paso, como hemos antedicho, se les aclame como próceres que se desviven por el bienestar del pueblo, para lo cual, aparte de extender redes mafiosas sembradas de favores y subsidios de amén, tapan todas las bocas críticas creando su propia prensa censora y laudatoria. Una atmósfera irrespirable de nepotismo en la que cientos de miles de pillos se comportan como tales porque saben que representan a una nación actualmente trufada de granujas, sectarios y pusilánimes. 

De lo que se trata, pues, es de renovar constantemente el mecanismo de dominación de los bribones más hábiles o menos escrupulosos sobre el conjunto de sus representados y afines, que son la mayoría ciudadana. Nunca de abolirla, porque la Transición ha devenido en una vuelta al pasado anterior a la Cruzada Nacional, un reciclamiento de los bergantes de ese «antiguo régimen» que unos lo hacen derivar de la crisis del 98 y otros lo retrasan hasta la invasión francesa. 

Nuestros parlamentarios están acostumbrados a ser generosos con el dinero que no es suyo, porque «no es de nadie», que es su idea de la caja estatal, anteponiendo los intereses personales a los del bien común, que para ellos es un concepto vacío. El caso es que tenemos bien arraigado el Imperio de la Corruptela, un patio de Monipodio que ha ampliado sus bases sevillanas para convertirse en nacional. 

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Y que la aspiración máxima de nuestros socialismo y comunismo, antaño obreros y solidarios, junto con sus cómplices separatistas y de derechas, es que todos seamos iguales en la vileza, que todos tengamos las mismas oportunidades para corrompernos, aunque respetando las jerarquías pandilleras. 

Y, por supuesto, a «los faltos de iniciativa», a los que son incapaces de robar o que van por la vida sobrantes de escrúpulos, garrote. He ahí el sentido de igualdad, solidaridad y libertad de esta casta política y de sus complacientes electores. He ahí la filosofía bien tramada por los cabecillas de un pueblo mayoritariamente de rateros, y de abúlicos. 

Pero hay que seguir gritando «¡no!», aunque quienes griten sean una minoría. A estos oportunistas y enchufados, truhanes protegidos y demagogos de moqueta y despacho, y a cuantos ejemplares integran la fauna de esta clase política generada por la nefasta Transición, es obligado erradicarlos, no sólo de la política, sino de la convivencia, como a una gran desgracia. Ni vale todo, ni se debe permitir todo. 

No es de recibo resignarse al saqueo de los bandidos, menos todavía cuando el delito se ha enquistado en la sociedad, haciéndose perenne. Y no valen los parches. No podemos conformarnos con la reivindicación de una nueva ley electoral, una nueva ley de financiación de partidos, un nuevo reglamento del congreso o un nuevo estatuto de RTVE, por ejemplo. Hay que olvidarse de estos frágiles cimientos que no pueden sostener el Estado actual y realizar los nuevos fundamentos del futuro, sobre los que alzar una nueva Educación, una nueva Justicia, una nueva Constitución, una nueva España.  

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.