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En aquél país imaginario venían acaeciendo cosas sorprendentes. Por ejemplo, cuando todos los cornudos y homosexistas se reunieron, se dedicaron a apropiarse de las instituciones y a llevar, con más o menos orgullo o furtivismo, el pendón de cornudos, diantres y depravados. Era aquél un país tan extraño que la casta política semejaba una pústula sarnosa.

Un país imaginario en el que los políticos de dicha casta, por todo estudio y excelencia, se dedicaban a observar y escuchar los vicios y miserias de los demás para luego poder chantajearlos, reduciéndolos a la inoperancia, la traición o el silencio, en tanto que sus cabilderos o sus trans cuidaban el garito.

Un país tan extraño que su ciudadanía no se quejaba de servir a unos bribones como éstos, que no sabían ni la primera palabra de filosofía que es: «conócete», jactándose de ver una paja en ojo ajeno, cuando eran incapaces de ver el grueso tronco que les tapaba los dos ojos.

No se lamentaba el paisanaje de servir a unos vainas que en casas vecinas, en público, en sus oenegés, en sus cédulas, entre el pueblo, veían con más penetración que un lince, pero que en su propia casa, en su propio partido, eran más ciegos que un topo; porque al regresar a sus apriscos se quitaban de la cabeza sus oculos exemptiles como si fueran lentes, y los escondían dentro de un zueco atado detrás de la puerta, como venían históricamente haciendo con la cruda realidad que les desenmascaraba por obligado sentido común.

Estos señores Masticamierda, protegidos por sus jefes de un hipotético Nuevo Sistema, no sabían que el fin de su mundo -también del mundo- se aproximaba, que el día de hoy está un día más cerca de él que lo estaba el día de ayer. Sólo sabían, porque se lo habían dicho quienes les adiestraban y engordaban, que el Anticristo ya había nacido. Y que ya no sólo arañaba a su nodriza, sino que estaba empeñado en arramplar con todos los tesoros y libertades del país imaginario y, más allá, del planeta.

Lo que no sabían ni el Anticristo ni sus mascapajas luciferinos, es que Él -el llamado Destino por algunos- habría de bajar de nuevo a la tierra, más pronto que tarde, para juzgarlos.

Mas llegados a este punto del cuento, al lector puede surgirle la duda de si no estaba aún bastante ahumada y perfumada de miseria y calamidad la ciudadanía. O de si no atisbaba cercano el fin de las serpientes que formaban los pilares del Sistema, ni estaba dispuesta todavía a hacerles su epitafio.

¿Sabían acaso los ciudadanos del país imaginario que a tales herejes quemables, integrantes de la casta política, y próximos a las garras de Lucifer, era imperativo meterlos dentro de sus propios barreños infernales en donde hacían su función fecal? ¿Sabían que les era obligado exigir a estos demontres que les pidieran perdón remunerado y les dieran satisfacción por los ultrajes cometidos?

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Ciertamente, aquél país extraño estaba tan lleno de diablos que se los oía pelearse y pegarse unos a otros en sus tugurios, como demonios que eran, aunque de cara al exterior, y con la ayuda de sus medios de desinformación, procuraran desorientar al espectador con sus palabras falsas y su falsa autocomplacencia.

Pero el caso es que la ciudadanía no les gritaba aún: «¡A la cárcel, facciosos, farsantes, chupadores del pueblo! ¿Cuándo dejaréis de aprovecharos del ciudadano honrado? ¿Cuándo dejaréis algunos restos, algo que ahorrar, algún relleno para el vientre del abnegado trabajador, de la pobre gente a la que estáis dispuestos a quitar todo, incluso su vida?

La muchedumbre -dice el relato- no les gritaba nada, por asombroso que ello fuera, permanecía indiferente o insensible, viéndolas venir, contemplando la faz no humana de unas gentes que, como aquellas, siempre cualquier persona normal quisiera ver lejos.

Era extraño, sí, que no se oyeran gritos entre la multitud, máxime viendo que los viejos impostores, los Pedro Fraude y los Pablo Giba que han existido, existirán y existen, odian a quien se halla en paz consigo mismo, con su honor y con un trabajo digno. Máxime, digo, viendo que los bribones no dejan de dar coba al pueblo hasta dejarlo endeudado económica, ética y anímicamente. Porque el pueblo -el pueblo honrado, no los electores y subsidiados de tales sujetos- es siempre pasto para canallas.

Por otra parte, el padre en diablos, el jefe del Sistema, rector de la facultad diabólica, sabía que naturalmente sus diablillos temen el brillo de los sables como a la luz del sol. Esta es la causa de por qué los mariscales nobles mueren con la espada desnuda al puño, esgrimiéndola alrededor de las cuevas de vampiros, y por medio de esta esgrima ponen en fuga a todos los demonios que llevan al pueblo al pasaje de la ruina, de la desesperación o de la muerte.

La causa de que los diablos no entren nunca en el Paraíso es porque a su puerta están unos caballeros que llevan en la mano una espada flamígera. Porque si bien es preciso confesar que el Mal nunca descansa y no puede morir a golpes de tizona, sí puede padecer solución de continuidad, como si se cortara de través con los estoques de los bravos una llama de fuego infernal o una grande y ominosa humareda. Y entonces el Mal grita, como los demonios que lo componen, ante esta sensación, la cual les es insufriblemente dolorosa.

Cuando vemos el choque entre el Bien y el Mal, los dos ejércitos más poderosos, el gran clamor y estrépito que se produce, proviene principalmente del duelo y alaridos de los diablos, quienes sorprendidos en pleno abuso sobre los indefensos, reciben mandobles imprevistos y padecen solución en la continuidad de sus repugnantes sustancias demoníacas, tantas veces invisibles; como si a algún aprovechado que masticara los torreznos del asador, maese Excelencia le diera un bastonazo en los dedos, como hizo en su día un Caudillo nada imaginario.

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Así gritan y ululan. Pero ¿qué?, si hablamos de armaduras brillantes y tizonas resplandecientes, está claro que ello no va con los aceros de la gente armada del país al que este cuento se refiere, los cuales, al menos de momento, por falta de actividad -salvo por orden y a favor de intereses extranjeros- están más herrumbrosas que los cerrojos de un viejo saladero.

Por consiguiente, puede hacerse una de dos: o quitarles la herrumbre y dejarlas bien a punto para que resplandezca la verdad, o mantenerlas así de herrumbrosas, inservibles por culpa del orín acumulado, vigilando -con ellas oxidadas- que la Patria del cuento no retorne a sus tiempos de gloria.

Y al hilo de todo ello cabe recordar finalmente cosas tan sabidas como que los ladrones están autorizados al pillaje cuando los mismos jueces roban. O que no debe aspirarse al puesto de juez si el aspirante no se siente con fuerzas para suprimir la injusticia. O que cuando los gobiernos tratan a las personas como rebaños de ovejas, los lobos se multiplican. O, la más curiosa, que los votantes no se sienten responsables del Gobierno que han votado; ni se sienten humillados si permanentemente los engañan y sodomizan, políticamente -o no- hablando.

Desconozco el fin de la historia, por eso no puedo narrarles que fue de aquél país imaginario, pero lo justo y lógico es que los sarnosos y gálicos hasta el hueso, los traidores, los jueces venales, todos los que a la buena gente tratan como a perros, como a villanos, hallen en el patíbulo su salario. Es conveniente -mientras los espíritus libres siguen con el mazo dando- rogar a Dios o al Destino porque esto sea así.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.