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Decía en mi último artículo publicado en El Correo de España que si alguna oportunidad pueden traernos las elecciones -aunque estén bajo sospecha, como todas las que se celebran con gobiernos como el actual- es que en ellas los electores tienen ocasión de evitar la injusticia y no tolerar que el reino del abuso prospere gracias al crimen. Tras este aserto, la pregunta es: ¿son espíritus libres la mayoría de los electores españoles o se hallan atrapados por mostrenca indiferencia o por un antifranquismo sociológico inoculado durante décadas por sus opresores?
Si bien todo ser humano en sus cabales anhela trascender, cada individuo se espanta las moscas como puede, es decir, cada cual trasciende a su manera. Unos desean trascender construyendo y otros lo hacen mediante la destrucción. Dicho esto, y según vienen prediciendo las encuestas, en las próximas elecciones los nuestros tenderán a votar al PP, asumiendo, supongo, que es un partido recto de derechas y como si los términos derecha e izquierda fueran hoy voces adecuadas para expresar la realidad política. Sin embargo, según mi parecer, en esta realidad sólo hay arquitectos y exterminadores. Los que se afanan en crear y los que ansían aniquilar.
Tal vez, en vísperas de las elecciones de Madrid, convenga recordar los pactos del PP con el pujolismo, en las postrimerías del siglo XX, que hicieron posible la llegada de Aznar a la Moncloa. Si los separatistas en general nunca se han distinguido por su contención verbal respecto a los gobiernos de Madrid, como Pujol gustaba decir, menos dulzura mostraba éste con ellos, que, además de poner de moda el toque despectivo, gustaba ensañarse con sus socios.
Con independencia de que tal tono de desprecio gustaba mucho a sus seguidores y al fanatismo separatista catalán, Pujol lo ponía en circulación para obtener su propio beneficio. El caso es que bien por mera ganancia o por confortador aplauso, fue en abril de 1997 cuando salió de su boca una de sus frases más significativas: Ahora que ya no hay mayorías absolutas, hemos de hacer pasar por el aro al PP, como antes hicimos con el PSOE. Y el PP, en efecto -como previamente el PSOE-, mostrando una actitud indigna y masoquista, a más de desleal con sus electores y con su patria, tragó con el envite.
Y así, denostados y humillados por las taifas separatistas, los gobiernos centrales del PSOE y del PP fueron vaciando de poder al Estado para dárselo a las Autonomías. Después de haber cambiado a los guardias civiles por los mozos de escuadra, dejando a aquellos como algo residual, se atrevieron a dejar como simples subdelegados a los antaño omnipotentes gobernadores civiles. La señera y centenaria figura del gobernador civil acabaría desapareciendo por imposición de los nacionalistas catalanes.
El gobernador civil, máximo responsable de la policía, era también el termómetro que medía la temperatura regional y cuidaba de que el paciente mantuviera constantes sus funciones. Poseía unas competencias claves que el bipartidismo central se encargó de dilapidar, centrifugando los poderes públicos a costa de reforzar los poderes partidistas. Pujol y posteriormente sus sucesores han obligado a pasar por el aro, por su aro, a todos los españoles, gracias a unos gobiernos centrales alevosos, especialidad esta que, si bien es habitual en las izquierdas hispanófobas, debiera resultar inasumible en la supuesta derecha.
Pero si la casta partidocrática insistía en pasar por el morro al pueblo su permanente traición a la res publica, estos acontecimientos históricos tampoco llamaban la atención del español medio, que se alimentaba de programas televisivos vacuos y páginas rosas. La debacle, puesta en marcha tras la muerte de Franco, seguía su curso con naturalidad. Y de este modo, mediante traiciones sucesivas, tanto el PP como el PSOE, han ido debilitando al Estado hasta dejarlo a merced del separatismo más abyecto. Algo que, según la experiencia, les ha salido y les sigue saliendo gratis.
Todo ello ha derivado, consecuentemente, en este nuevo frentepopulismo que nos asfixia, cuya presencia no debiera sorprendernos porque de aquellos polvos devienen estos lodos. El ejemplo anterior, uno más entre las innumerables deslealtades del PP -del PSOE no es necesario hablar porque su criminal historia lo condena- es traído a colación para reiterar la pregunta: ¿son espíritus genuinamente libres y conocedores de nuestra realidad contemporánea la mayoría de los electores de la supuesta derecha sociológica?
Se supone que -poseedora de un instinto ejemplar, es decir, constructor- a dicha derecha sociológica no le gusta la deslealtad, ni le gustan los pactos con los enemigos de la patria, como tampoco su desmembración. Del mismo modo que no han de gustarle las Autonomías centrífugas, ni la inmigración ilegal, ni las leyes totalitarias, ni el desmantelamiento de la célula familiar, ni la educación pervertida, ni la demolición del cristianismo y de las cruces o de las tradiciones, ni la profanación de tumbas, ni el abuso de las autoridades y de las instituciones, ni el enriquecimiento ventajista o delictivo a costa del pueblo, ni la extensión de las mafias partidistas y clientelares…
¿Y en esta derecha que dice abogar por la regeneración y por la justicia, que anhela una nueva época para España, puede haber alguien dispuesto a votar o a renovar su voto al PP? Si alguien es consciente de que lo están esclavizando y no quiere vivir como esclavo, ¿va a votar a favor de los que le roban la libertad o de sus cómplices? ¿Es esto posible? ¿No es un desatino, por ejemplo, que un pensionista vote a quienes amenazan sus pensiones o a sus conniventes? ¿Cómo puede votar un elector de clase media a quienes destruyen el tejido productivo y multiplican el paro o sus colaboradores?
A pesar de haberse defendido siempre el sufragio universal como un instrumento de emancipación, en la práctica las elecciones ¿democráticas? demuestran que muy a menudo el débil refuerza al fuerte que abusa sobre él, y que el traicionado elige o reelige al poderoso traidor.
Esta contradicción consistente en que el votante vota en contra de sus intereses, favoreciendo a sus antagonistas sociales, culturales y morales, puede explicarse mediante la dominación ideológica o el despecho personal. Es decir, en el control o dominio de la cultura, la doctrina o la creencia por el poder, o en motivaciones particulares inconfesables. Una dominación ideológica que arraiga en la ignorancia, en el sectarismo, en la incultura política o en la intimidad inconfesable, y que es incapaz de distinguir la consigna, la propaganda y la patología, confundiéndolas con el discurso razonable. Aquellos que viven como víctimas acaban votando como victimarios.
En España, un permanente goteo de antifranquismo sociológico ha acabado por inocular el adoctrinamiento contrario al del bienestar y del progreso de la patria. Lo útil para los trabajadores, para los parados, para los pensionistas, para los menesterosos es votar al frentepopulismo disolvente, totalitario, traidor y corrupto, -o a sus cómplices- porque de lo contrario vendrá la ultraderecha. Y en ese engaño caen millones de abducidos, olvidándose de que son los que ellos votan quienes les han llevado hasta la miseria y el caos que los envuelve.
Nadie parece relacionar lo que les vienen diciendo con lo que les vienen haciendo. Nadie parece caer en la cuenta de que sus elegidos los están despreciando año tras año, empobreciéndolos y esclavizándolos. Ni que la división entre izquierdas y derechas es otro engaño más, un equívoco del que se aprovecha la casta política para repartirse el pastel bipartidista, al que hogaño se han añadido unos partidos cuantitativamente escuálidos que la precaria ley electoral transforma en gigantes y que completan el renacido monstruo frentepopulista.
Porque ya no existe la división de clases, ni existe el obrero tal como nos los han venido vendiendo. Todo se ha reducido a Mal y Bien, a dominantes y dominados, a constructores y exterminadores, y entre ellos coexisten las llamadas izquierdas y derechas en pos del objetivo común: el control del consumo y del consumidor, del objeto y del objetivo. Un control económico, cultural, social e ideológico.
Frente a todos ellos, en absoluta soledad, pero erguida en defensa de lo que conviene a una patria en verdadero progreso, se halla la que los diablos tildan de ultraderecha. Una formación a quien los déspotas sin ley y sus hordas de demontres urbanos golpean y cubren de insidias, porque la temen. Esta ultraderecha, representada por VOX, que, defendiendo principios, desafía a parásitos, bufones, machonas y demás gentuza, y que se opone en sede parlamentaria y en la calle a la antiespaña, es quien, en esta ocasión, debiera recoger, además del voto convencido, el llamado voto útil.
Los demás votos que acaben el morral de los restantes partidos con representación parlamentaria -ojo a este matiz- espesarán la pestilencia de las letrinas socialcomunistas y engordarán a indecentes y matones; a los asalariados del NOM, a los lacayos del Sistema. Y a sus cómplices.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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