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Adviento viene del latín «llegada», y es el tiempo, las cuatro semanas que la preceden, de predicación, preparación y reflexión para la Navidad. Adviento significa que Dios se presentará entre nosotros en forma de niño, y nosotros debemos preparar la razón y el corazón para su llegada; es esperanza y permanencia. Dios llega cada año, renovando así su espíritu entre nosotros, pero también se queda.

Parece que ya nadie se acuerda de este periodo de preparación y penitencia que precede a la Navidad, que no es otra cosa que el dolor y arrepentimiento sinceros de haber obrado mal, y el firme propósito de enmienda. Examen de conciencia, arrepentimiento y corrección; si no ¿cómo puede renovarse y fortalecerse el amor?, ¿cómo puede ser sincero?

       Es el tiempo en el que debemos reforzar nuestro cambio interior, con la esperanza permanente en la bondad de Dios, para transformar el mundo con nuestro decidido trabajo, con nuestra acción. 

       Recordemos que frente a muchas herejías y otras religiones, en la nuestra no se deja solo el trabajo a Dios, nosotros actuamos responsablemente. «Reza como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti» (San Agustín y/o nuestro San Ignacio de Loyola). Podemos decir con Jovellanos que «bien están los buenos pensamientos, pero resultan tan livianos como burbuja de jabón, si no los sigue el esfuerzo para concretarlos en acción». 

       Navidad es, conviene recordarlo, la festividad anual en la que se conmemora el nacimiento de Jesucristo; es el tiempo comprendido entre Nochebuena y la fiesta de los Reyes Magos.

       Celebrar el nacimiento del Niño Dios, de Jesús, es también alegría, inmensa alegría transmitida especialmente por el amor y la entrega ejemplar de San José, el padre, y María, la Virgen Madre, que completan con el niño nacido la imagen de la familia ejemplar y amorosa.

       Y con la alegría del nacimiento de Jesús, que no otra cosa significa Navidad, el saber que por el Padre Dios todos somos hermanos, por ello, el deseo de contagiar y dejarse contagiar de la enorme alegría de saber que lo tenemos entre nosotros, que siendo Dios quiso llegar como un regalo, como un tierno niño, pues tierno es el amor de Dios, tierno y a la vez fraternal y paternal, y nos dejó con esa “humana” llegada, el más extremo y cercano ejemplo de caridad. 

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La Navidad es, por antonomasia, la fiesta del amor y la alegría en nuestra tradición.

       Del amor y la alegría nace la esperanza, y hacen juntas la entrañable vivencia de la Navidad. Es esencialmente una fiesta religiosa de amor y hermandad; por eso cenamos con personas a las que queremos, para disfrutar en fraternal comunión la alegría común por la llegada del Niño Dios, el único que cumple años (excepto feliz coincidencia de algún mortal), y espera un regalo muy especial y concreto de cada uno de nosotros, el cumplimiento de su gran mandamiento del amor: amaos los unos a los otros como yo os he amado.

Difícil de entender esta propuesta del verdadero amor en un mundo dominado por el egoísmo y el relativismo, que diluyen nuestra moral y nuestra razón, y nos arrastran al consumismo más materialista. 

        En esta Nueva Era plagada de confusión y sensiblería, flaca en compromiso y esfuerzo, busquemos en medio de la ecléctica oferta comercial de moda, la verdad de nuestra liberadora tradición, cuidémosla como el verdadero tesoro que es, y transmitámosla con toda su belleza y grandeza a nuestros hijos, que nuestro es el deber de custodiar para ellos su ser y sus raíces. 

       Todo esto, nos lleva a poder rechazar con criterio y firmeza, todas aquellas manifestaciones espurias de la Navidad que nos alejan del grande y hermoso misterio del amoroso y voluntario nacimiento (es el único nacimiento voluntario) de Jesús.

Y es que estos tiempos modernos, con su paganismo progresista y naturalista, destructor de todo lo trascendente, de toda tradición cultural, tan igualitario él (ella, ellas, elles; o/a eyas y eyes… bueno, como sea), nos presenta la Navidad (del Adviento ni hablar, pues pasa completamente desapercibido) como unas fiestas cariñosas (muy cariñosas) y bondadosas, dulcísimas, de invierno, con mucha nieve (aunque creo que eso es discriminatorio, porque en el Cono Sur están en verano). En fin, un dislate en el que no se sabe muy bien lo que se celebra, pero sí lo que se destruye. 

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En auxilio de esa destrucción, perdón, de esa nueva y blanda fiesta pagana del amor de invierno, casi naturalismo panteísta, viene, entre otros elementos inanes (copos de nieve, enanitos, renos, bolitas de colores, estrellitas…), un personaje bonachón, simpático, gordito, de barba crecida y cana, de cálida y grave carcajada, vestido del color que le dio la gana a la Coca-Cola, y que además, para colmo de su bondad, trae regalos para todos, pero que en su intrínseco y solapado poder, es capaz de tirar de la cuna al verdadero protagonista, al propio Niño Dios, verdadero protagonista y cumpleañero. 

Y es que el paganismo (redivivo o antiguo), siempre primitivo y limitado, no puede distinguir entre lo que es verdaderamente sagrado o profano.

 Debemos pedirle a la Virgen, nuestra Madre del cielo, la madre del Niño que nos nace, en el corazón y en la historia, cuyo día en la advocación de la Inmaculada Concepción (patrona de España, por cierto) se acerca, que nos ayude a sentir en toda su grandeza este misterioso y entrañable tiempo de amor, y pidámosle la fortaleza para defender nuestras propias tradiciones, y lucidez para comprenderlas. 

¡Feliz Navidad y próspero año nuevo!

 

 

Autor

Amadeo A. Valladares
Amadeo A. Valladares