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A principios del año pasado, cuando la ministra Celaá anticipaba la nueva ley de educación, manifestando su concepción del poder y de un Estado omnímodo –“No podemos pensar, de ninguna manera, que los hijos pertenecen a los padres” (17-01-2020)–, algunos parecieron sorprenderse. Se escandalizaban, incluso, señalando los tempranos tics totalitarios del gobierno socialcomunista recién constituido.
Y está bien que aun en la “nueva normalidad” –decretada públicamente por P. Sánchez el 29 de abril del mismo año–, quede todavía alguno que considere escandaloso lo que sin duda lo es. Al menos en una sociedad normal, democrática o mínimamente sana.
Sin embargo, si hacemos un breve repaso a la historia reciente de España –pongamos los últimos cien años–, nuestro escándalo desaparecerá y, por desgracia, veremos como “normal” la anormalidad enunciada por la pequeña déspota Isabel.
Desde la instalación del socialismo en nuestro país, descubrimos que éste, bajo cualquiera de sus formas, –comunismo, anarquismo u oximorónica socialdemocracia–; cada facción por su lado, a menudo una misma cosa y otras veces de la mano; siempre ha tenido una visión uniforme y monopolística del Estado. Y en especial de la educación, considerada como herramienta de adoctrinamiento a su servicio.
Apenas iniciado el siglo XX, el revolucionario anarquista Francisco Ferrer Guardia, fundador en 1901 de la llamada Escuela Moderna, expresaba con claridad meridiana su propósito: “Queremos hacer reflexionar a los niños sobre las injusticias sociales, sobre las mentiras religiosas, gubernamentales, patrióticas, sobre la falsedad de la justicia, de la política, del militarismo, para preparar cerebros aptos para ejecutar la revolución social”.
Es decir, que bajo el feliz pretexto de liberar a la juventud de determinadas ideas equivocadas o falsas –establecidas por el propio Ferrer, claro está–, proclamaba éste, sin el menor empacho, su propósito de adoctrinar a los niños. Indicándoles cuáles eran las ideas que debían desterrar y cuáles incorporar, y conduciéndoles a un pensamiento –más bien activismo– político concreto. En el fondo, una interpretación rigorista de lo que Marx y Engels definían como “liberar la educación del influjo de la clase dominante”. (El Manifiesto Comunista, 1847, II. Proletarios y comunistas).
Aunque, por supuesto, desde una óptica marxista ortodoxa, dicho encauzamiento no se restringía sólo a las primeras etapas formativas. Según el modelo implantado en la Rusia soviética, el adoctrinamiento debía ser continuo. Como explicaba el periodista comunista italiano Ettore Vani respecto a su experiencia en el país de los Soviets: “Al cumplir los quince años, el muchacho pasaba a la Juventud Comunista, Komsomol, donde se le sometía a una más despiadada catequización”. (Ettore Vanni. Yo, comunista en Rusia, Editorial Destino, Barcelona, 1950, III, p.78).
Volviendo a España, del mismo modo que el socialcomunismo promulgó la Constitución de 1931 como un trágala contra más de la mitad de los españoles en virtud de su catolicismo, resultaba evidente entonces y resulta evidente ahora no sólo su obsesión con la educación, sino que jamás ha buscado ningún consenso si no es por su propio interés partidista. Aflorando siempre un espíritu sectario y un afán de imponer arrasando, como desvelan las bases establecidas por el Artículo 26 de la citada carta magna del año 31. Donde, pretendiendo una educación “correctamente” republicana –id est, de izquierda radical–, se abrían los caminos a toda arbitrariedad: “1ª. Disolución de las (órdenes religiosas) que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado. […] 4ª. Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza”.
Arbitrariedad defendida por el propio Azaña, escudándose en una autoridad que él mismo detentaba: “Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar”. (Diario de Sesiones de Cortes, 13 de octubre de 1931).
A nadie extrañe que el Frente Popular, creado por la Komintern al servicio de la Rusia Soviética, nombrase sus ministros a las órdenes de Stalin. Por ejemplo y sin ir más lejos, Jesús Hernández Tomás, ministro de Instrucción Pública de la Segunda República, nombrado el 4 de septiembre de 1936 por Francisco Largo Caballero y autor del libro Yo fui un ministro de Stalin (1953).
Como demuestra la celeridad en elaborar y aprobar la nueva ley educativa de la “socialdemócrata” ministra Celaá, el espíritu y articulado no sólo estaban determinados y elaborados de antemano, –antes de acceder al poder–, sino que la ley se pone en marcha inmediatamente alcanzado, para asegurar su implementación y efecto desde el primer instante. Exactamente igual que la Constitución de 1931 y los decretos en materia educativa promulgados por los socialcomunistas en 1936.
En este sentido, no debería sorprender que apenas desatada la guerra civil mil veces invocada y públicamente deseada por los dirigentes del Frente Popular, el ministro Hernández Tomás tuviese listas las mismas medidas que ya se habían aplicado por la revolución soviética nada más alcanzar el poder en 1917.
Bajo su mandato se firmó el Decreto del 23 de septiembre de 1936, por el que se sometía a un férreo control ideológico la enseñanza en los institutos a través de la figura del comisario político: “Artículo 3º. El Comisario tendrá atribuciones propias de los directores y las que hasta ahora han sido atribuciones del Claustro de Profesores, salvo en aquellos casos en que el Ministerio ordene otra cosa”. (Gaceta de Madrid 268, 24 de septiembre de 1936, p. 1949).
Vigilancia que se hacía extensiva también y muy específicamente a los centros privados de enseñanza media y superior, interviniéndolos de facto bajo premisas ideológicas, como demuestran los siguientes artículos incluidos en otro Decreto el 13 de octubre:
“Artículo 4º. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes designará la entidad o persona que haya de informar sobre las condiciones pedagógicas del local, las académicas y profesionales del profesorado y sobre todas aquellas circunstancias que puedan influir en el sentido y orientación de la labor docente del Centro, a fin de que éste se ajuste a las normas de enseñanza del Estado.
[…] Artículo 9º. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes intervendrá permanentemente el funcionamiento de los Centros particulares que se dediquen a la enseñanza media y superior, designando para esta función los organismos o personas que crea oportuno y quedando autorizado para proceder a la inmediata clausura de todos aquellos que incumplan las disposiciones generales sobre enseñanza y las instrucciones de este Ministerio”. (Gaceta de Madrid, 14 de octubre de 1936).
Un control absoluto que, por supuesto, se extendía a los maestros. Según el Decreto del 27 de septiembre de 1936, los Maestros Nacionales de Primera Enseñanza debían rellenar un impreso dirigido al Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Un cuestionario en el que se manifestaba bien a las claras el espíritu inquisitorial del Frente Popular y que exigía responder las siguientes cuestiones:
“1. Si ha desempeñado cargos políticos, cuáles y cuándo.
Partido político a qué (sic) pertenece y desde cuándo.
Partido político a qué (sic) pertenece antes del 18 de julio de 1936.
Partido político a que perteneció entre octubre de 1934 y febrero de 1936.
Organización sindical o profesional a que pertenece, y desde cuándo.
Si pertenece a otras organizaciones sociales, a cuáles y desde cuándo.
Si ayuda al Gobierno de la República a luchar contra el movimiento faccioso, y cómo.
Qué pruebas puede aportar de su lealtad a la República”.
Hoy recuerdo con cariño a mi querida abuela materna, Amparo Gutiérrez Miguel (05/08/1914-21/04/1999); a sus hermanos Pedro (1908-1981) y Victoria (1906-1982) –que no tuve oportunidad de conocer–; así como a mi bisabuela paterna María Álvarez González (1885-1970). Los cuatro fueron Maestros de Primera Enseñanza. Todos ellos tuvieron que vivir ocho años bajo la amenaza constante de perder la vida por el mero hecho de ser católicos en España, su patria.
Bien sé que ninguna feminista querrá acordarse de que hubo maestras libres en la República que no fueron nunca maestras de la República secuestrada por el Frente Popular. Que las activistas de cuota seguirán excluyendo a aquellas mujeres que estorben su propaganda maniquea, y continuarán apropiándose de todas ellas, ofendiendo la verdad histórica. Otros, simplemente, aclararemos los hechos.
Con afecto y gratitud, sirvan estas líneas de homenaje a Amparo, Pedro, Victoria y María.
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