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Yo escogí la libertad es el título del libro escrito por Victor Kravchenko, nacido en Ucrania en el año 1905. Este libro fue publicado en España, en el año 1946, por Gráficas OTICE, situada en el Paseo Santa Isabel número 17, de Madrid. Tengo dicho libro en mis manos, con su lomo deteriorado y sus páginas apergaminadas por el paso del tiempo. Años después Agustín González, El Campesino, publicaría sus vivencias en la U.R.S.S. con un libro titulado Yo escogí la esclavitud, haciendo uso el tenor del título del libro de Kravchenko.

Kravchenko nos cuenta cómo en el verano de 1921 el hambre estaba en su apogeo, y el tifus irrumpió de manera violenta, siendo reales las historias de los campesinos que se comían a sus propios difuntos. A los veintiún años fue llamado a filas e incorporado al Ejército Rojo, y pese a ser miembro del Partido, reconoce el mito que se tenía desde Occidente de que las diversas repúblicas soviéticas gozaran de cierta independencia, y hasta el derecho de separarse, pues en la propia U.R.S.S. nadie creía en ello. Nos cuenta que toda cultura que contradecía los dogmas comunistas fue suprimida, y por lo que tocó a Ucrania, cientos de sus pobladores fueron ejecutados y miles encarcelados y desterrados por “desviaciones nacionalistas”, “sentimientos separatistas”, desviacionistas de derechas, trotskistas y agentes de los Kulaks”. Ello da idea de que Stalin -siguiendo el ejemplo inequívoco de Lenin- solo mantuvo a Ucrania dentro de la U.R.S.S. por el terror.

Denomina Kravchenko al Partido Comunista de partido de gobernantes, cuyos caracteres de secreto, vigilancia y delación fueron ocultados bajo la eufemística democracia del Partido; un partido pretendidamente sin pobres ni ricos, pero mendigos todos. En 1933, con la primera purga, se expulsaron a 182.500 miembros del Partido, y tras de ello, Stalin crea una Comisión para escribir una nueva historia del Partido. La historia fue revisada (de esto han aprendido los social-comunistas actuales) para que los hechos encajaran en los procesos contra los purgados. Se conseguía con ello que las nuevas generaciones no recordaran el pasado, pues se expurgaron las bibliotecas de todos y cada uno de los libros o artículos escritos en el pasado.

Como las sucesivas purgas afectaron a los obreros y a los empleos cubiertos por estos, Stalin habilitó  la cartilla de trabajo -de color amarillo-, convirtiéndose para la tropa de obreros en lo que el carnet del Partido para los comunistas. Así, un trabajador no podía abandonar su empleo sin una anotación inscrita en la cartilla que le autorizara a ello. No podía obtener ningún otro trabajo, a menos que en su cartilla no figurase la baja del último lugar en que estuvo empleado. También se notaba en la cartilla toda reprimenda o castigo. Tras de la cartilla llegó la ley de reforzamiento de la disciplina del trabajo socialista, que estipulaba que, todo obrero que llegara al trabajo con un retraso de veinte minutos debía ser denunciando, automáticamente, al fiscal local, para terminar condenado a prisión o a trabajos forzados. Como  ingeniero que era Kravchenko, llegó a saber que las armas, materiales y maquinaria con que lucharon contra Alemania eran americanas del denominado Préstamo y Arriendo, y cómo la industria soviética fue levantada por inmensos ejércitos de presos que alcanzaron los veinte millones. Presos forzados que, a diferencia de Alemania que hacía uso de presos extranjeros, la U.R.S.S. esclavizaba a su propio pueblo; y cómo a la Administración central de campos de concentración -los famosos GULAC- se enviaban solicitudes de  contingentes de esclavos para la industria.

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Kravchenko consiguió ser enviado, como funcionario para la supervisión del Préstamo y Arriendo,  a Estados Unidos de América y salir de la miseria en la que hasta el momento había vivido; y sí, una vez en Estados Unidos -y según cuenta en el libro- desertó para acogerse bajo el amparo de la ley americana. Aunque los soviéticos solicitaron su extradición como traidor, consiguió permanecer en su país de acogida hasta 1966, año en que se suicidó mediante un disparo a su cabeza. El FBI determinó que la carta de suicidio era auténtica, por lo que no se cuestionó la muerte. Al terminar la lectura del libro uno no puede alejar la sensación de cómo una ideología, la comunista, puede pervivir hoy en la mente -y lo que es peor aún, en los corazones- de muchos hombres, cuando llevada a la práctica solo produce miseria, destrucción y muerte.

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Luis Alberto Calderón