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¿Cómo podemos definir el bodegón? En atención a lo que representa. Según Alan Chong, “a primera vista, un bodegón parece no hablar de nada”. Según Francisco Calvo Serraller, es un “arte realista, de imitación de lo real”. Podríamos decir entonces que el bodegón imita una realidad y que tampoco quiere decir mucho más, solo ofrece una copia lo más perfecta posible. Entendemos que a Platón le habrían horrorizado los bodegones y habría propuesto la expulsión de la ciudad como escarmiento para quien osara pintar uno. Pero resulta más interesante otro tipo de definición para el bodegón, la definición ideológica o, por mejor decir, teológica. E, ideológicamente, el bodegón es una obra de arte humanista, tanto por correspondencia histórica como por coherencia con su propósito, que no es otro que ofrecer un retrato humano mediante elementos no humanos. Así define Jordi Llovet el humanismo:
“El humanismo puede definirse como la emersión de la sabiduría clásica —primero la latina, después la griega— y de los studia humanitis, término empleado por distintos autores de Roma, en especial Cicerón, en el sentido de una educación literaria y moral, y retomado por los estudiosos de finales del siglo XIV. Ya se habían producido, en la Edad Media europea, distintas restauraciones de los estudios clásicos —como las que protagonizó la corte de Carlomagno, como se ha apuntado— y más en especial en el siglo XII, considerado también una anticipación de las corrientes humanísticas. Pero estos protorrenacimientos no tuvieron, en el continente, el impacto que tendría el episodio cultural del humanismo propiamente renacentista, entre los siglos XIV (Petrarca) y XVI-XVII (Montaigne, Budé, Vives o Erasmo)”. Javier García Gibert nos dice: “La tradición humanista es un mercado común de símbolos e ideas que trascienden —y en realidad abolen— el tiempo y el espacio. Recogen lo mejor que ha pensado y escrito el ser humano a lo largo de la Historia. En este sentido es toda una muestra de plenitud humana”.
Así pues, el humanismo es una tradición iniciada en Grecia y Roma y posteriormente renacida, quizás porque no estuvo nunca muerta gracias a la ristra de artistas que, de cuando en cuando vienen a engrosar sus filas en la defensa de los valores inmarcesibles que conducen a la sabiduría del conocimiento y al buen vivir teórico-práctico. En nuestro mundo deshumanizado cuesta imbricarse dentro de una tradición así. O quizás no, y el dominio abrumador de la técnica haya reducido igualmente a los hombres a la categoría de meros objetos. Somos cínicos a la inversa: que han perdido la esperanza antes de haber ido en su busca si quiera. Cuesta, por eso, abandonar la mentalidad actual y zambullirse en el estilo de vida que llevaban en siglos pretéritos. Hagamos el esfuerzo: el canon de belleza en el barroco es otro: cuerpos que resultan sugerentes o directamente apetecibles; actitudes renovadas, miradas más vivas, otra forma de entender la sutileza, la sensualidad y la seducción… Lo mismo ocurre en el arte, más tendente a lo liviano como podemos observar a través de sus composiciones musicales: ligeras, intrascendentes, armónicas. En arte, los barrocos estaban muy alejados de nuestra actual tendencia a la deconstrucción, a introducir discursos y valores sociológicos, económicos, postcoloniales, “de género” o queer. Solo querían hacer algo bello —no todo el Barroco es Bach o Quevedo—: y lo lograban. Sencillamente, querían contar historias, copiar a la realidad o hacer una música agradable. Y eso también está presente en los bodegones holandeses, cuyo fin era, de forma aparente, únicamente manifestar el poder económico de una clase social en alza —la burguesía forjada en el comercio—, a través de una demostración de su poder adquisitivo —lo exótico: cítricos, flores, vajillas—, en busca del estatus social del que gozaba la aristocracia. Porque el dinero compra todo lo que está a la venta pero el servilismo es una característica de quién sabe imponer la obediencia.
El mundo de los bodegones es un mundo pre-erótico —véase: socialmente—, o al menos un mundo que se debate entre la concepción antigua del erotismo y una moderna. Jiménez Lozano lo expresa bien en su estudio de la época: “El donjuanismo nace del gusto por la muerte: es la más violenta propuesta contra el culto de la muerte instaurado entre los siglos XVI y XVII… De los dos polos del siglo XVI: petrarquismo y maquiavelismo, el segundo es el que triunfa”. Su mundo pre-erótico o, mejor dicho, pre-cínico es anterior al romanticismo, a la sexualidad pervertida de Sade, a la burla sádica del Don Juan de Zorilla, al retrato horrible y maquiavélico de Dorian Gray, al universo de traumas desplegado en el diván de Freud, al placer inseparable de la muerte y el vacío, la aniquilación orgásmica del psicópata, a la desconfianza en la pureza del lenguaje propulsada por Lacan, a la lucha de géneros, a ese amor que «solo dura tres años» según Beigbeder, a la publicidad hipersexualizada, al “poliamor”, el “satisfyer” y tantas otras aberraciones, a la huida de los sentimientos de aquellos que temen resultar heridos. ¿En qué posición se encuentra el bodegón dentro de este debate? Sobra decir que su arte es pre-erótico aunque sí que colma los sentidos —de una forma erótica, por definición—: podemos oler las flores, querer comer la fruta, tocar la porcelana… Esa invitación frugal a sumirse en los pequeños detalles —la carnosidad de un melón, la forma alargada de una pera, la carne compacta de la manzana— sensibles de la realidad es innegable. Aún hay más: el bodegón es un arte conservador, independientemente de la sociedad en que se encuadre: nunca ha estado ni estará a la moda, su lugar siempre estará a la sombra de otros géneros y temas considerados «más interesantes»… Y esa resistencia de su propio tiempo solo demuestra, a la postre, la resistencia al paso del tiempo que esos otros cuadros tan bien considerados, modernos, progresistas, actuales, precisamente no tienen. Por eso merece la pena escribir de los bodegones, y no de cualquier otra fruslería hecha con fuegos fatuos.
Como se ha indicado, el desarrollo del bodegón va acompañado del desarrollo del comercio en conjunción con una sociedad más compleja derivada de la multiplicidad de nuevos actores. Los primeros bodegones conocidos nacen en Roma durante el siglo I d. C como los hallados entre las ruinas de Pompeya. Según Trinidad de Antonio, “se usaban para adornar las entradas de las casas con el fin de agasajar a los invitados”, en murales o mosaicos. Aunque tuvieran ya entonces cierto prestigio social, se trataba de algo muy secundario en el arte hasta arribar en el Barroco. La importancia de la naturaleza dentro del pensamiento renacentista hace que las naturalezas muertas vayan cobrando importancia en los cuadros, aunque siempre desde un lugar secundario derivado de una escena principal —en esto el gran representante fue, como en casi todo, Velázquez, aunque posteriormente—. Incluso a veces percibimos que esa escena principal carece de importancia, o que toda la importancia está en el bodegón y el resto es mero complemento. Hablamos de una época de importantes cambios científicos: la época de Leonardo, interesado por la anatomía —pensemos en Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp—, la óptica, la astronomía… Y su propia pintura, como la de otros —Alberto Durero o los autores flamencos—: hay antecedentes claros del bodegón. No se puede no tener en cuenta que a partir de entonces vendrán Copérnico, Galileo, Hooke y van Leeuwenhoek, entre otros, que ensancharon el mundo hacia su interior celular y hacia su exterior cósmico. Así lo explica Félix de Azúa:
“Establecidos ya en su paz, en su negocio, en sus bellas y limpias casas repletas de objetos valiosos, dice Hegel, los holandeses se enfrentaron a un horizonte de espesa bruma, a una atmósfera gris, de modo que buscaron, de modo que buscaron con enconada fascinación las luces, los reflejos, la coloración y los juegos lumínicos. ¿Atmósfera gris, horizonte de bruma? ¡Pero si esa es la vida que todos vivimos! Fue, creo yo, la terrible inanidad de la vida vulgar tan duramente ganada lo que les llevó a proponer una eternidad alternativa (pero solo figurada), espantados por la nueva guerra que ahora se les desataba y en la que tanto los vencedores como los vencidos iban a ser ellos mismos: la nueva guerra de la insignificancia del vaso de vino, del naipe viejo, de la muchacha blanca como una oca. Muchos miles de años antes nos hemos despedido de los animales, de los dioses, de la magia, de la tierra habitable. En las quietas calles de Harlem suena la hora de fundirnos en los estados, en su administración, en sus tribunales y la agitación del comercio. Los ciudadanos se encadenan al reloj de maquinaria, semejante al sistema de los planetas que ha imaginado Newton. La magia de la sonrisa efímera y transeúnte se fija a perpetuidad en miles de telas llamadas vagamente flamencas. Empezamos a ser una fantasía, o sea, realistas”. Lo mismo que explica Azúa en tono poético lo encontramos, con otros matices en La guía del Prado: “Durante el siglo XVII el género del bodegón adquirió mayor importancia en toda Europa y se desarrolló en relación del aprecio barroco por lo accidental y con el interés de los artistas por desarrollar sus capacidades ilusionistas, pero también con el nacimiento de una clientela urbana y burguesa que demandaba nuevos temas y motivos”. La presencia de Dios entre los objetos cotidianos compone toda una estética del ascetismo —no está muy lejos el “buscar a Dios entre los pucheros” de Teresa de Jesús—, que influye decisivamente sobre cómo se percibe lo costumbrista en los bodegones. También hay que tener en cuenta la importancia de la Filosofía Natural que considera a la Naturaleza como principio de la realidad, de ahí que Spinoza —que, en muy resumidas cuentas, usaba la palabra “Dios” para designar a “la Naturaleza”— sea uno de los filósofos más citados para hablar de los bodegones desde una perspectiva filosófica.
El primer bodegón se llama Cesta de Frutas, es de Caravaggio y está pintado en 1597. Resulta muy interesante como el director de cine y escritor José Luis Garci cita a Caravaggio y a su emblemático cuadro a propósito del cine negro en su libro Noir: “El maravilloso lienzo de Caravaggio titulado La canesta di frutta, una naturaleza muerta —la primera naturaleza viva—, es posible que fuera pintado a través de un panel agujereado que hacía las veces de objetivo primitivo. Asimismo, los expertos afirman que se servía de espejos para que le proyectaran los objetos, o las figuras elegidas, sobre la tela del cuadro”. A mí las naturalezas muertas y las escenas interiores de la época me recuerdan al retrato costumbrista, a ese hallazgo que he hecho a través del teatro y que es el descubrimiento de que casi todo lo importante de la vida ocurre en un ambiente familiar, entre cuatro paredes, con unos pocos objetos domésticos por testigo silente. Uno de los cineastas favoritos de Garci es Carl Dreyer —quizás el luteranismo también lo emparenta a esos pintores holandeses—, maestro en esa clase de escena de interiores, de trascendencia a partir de lo simple: justo lo que pintan los bodegones.
En Italia, por cambiar de tercio, algunos pintores como Campi, desarrollaron esa pintura de bodegones que completan escenas costumbristas hasta llegar a Caravaggio, para el que dicha escena deja de ser necesaria y sencillamente se dedica a pintar lo que le interesa: unas pocas de frutas difíciles de reunir apoltronadas dentro de un cesto de mimbre. Por su parte, Jan Brueghel “El Viejo” marca la escuela holandesa del bodegón con sus portentosos floreros. Recordemos que estamos en una época donde las flores son un rasgo de modernidad; más aún, de prestigio social y progreso —si es que la idea de progreso podía tener algún valor en la época—. Y, al poco, de inversión segura: costumbre generalizada que propiciaría una crisis de los tulipanes fruto —la palabra no es casual— de la inflación por la compra-venta de flores con un resultado tristemente parejo al de la crisis del ladrillo sufrida hace una década en España. Si nos apartamos un momento de la época y volvemos al contenido de la pintura, hay que resaltar la idea barroca por excelencia: que todo lo que vemos es perecedero. Unido al tópico latino de la vanitas que viene del Eclesiastés —»vanidad de vanidades, todo es vanidad«—, tenemos el motivo que poblará mayoritariamente la pintura y la poesía de la época; por supuesto, caben los matices. Después del Concilio de Trento —a mediados del siglo XVI— los países católicos se proponen acercar la imagen al público, simplificarla; mientras que los países luteranos prohíben en buena medida la representación de imágenes, limitando, así, enormemente los motivos del arte. Además de problemas éticos en la época como ese, hay problemas estéticos si confrontamos esa época con otra posterior. Así, el copista de la realidad que es el pintor de bodegones choca diametralmente con la idea de “creador” romántico que no necesita copiar nada de la realidad sino que inventa el mundo de nuevo con su genio creador. El bodegón, por lo tanto, pertenece también a una época pre-romántica y puramente artesanal donde la técnica depurada del copista está por encima de las ideas del creador genuino y de su innovación formal. Quizás por eso los creadores modernos han ido insertando progresivamente textos explicativos para que se pueda entender su obra mientras que de los maestros holandeses solo hemos heredado, a parte de sus cuadros y de algunos documentos, el más profundo de los silencios.
Para el filósofo francés André Comte-Sponville, el mayor mérito de Chardin como pintor de naturalezas muertas —que podríamos extrapolar a todos los pintores de naturalezas muertas— es: no sólo la precisión técnica con la que recoge la realidad, sino su habilidad para transmitirnos la belleza simétrica de esa realidad que somos incapaces de asimilar directamente, sin que haya intervenido antes la sensibilidad del artista: “Solo un hombre puede ver de esta manera animales muertos (…) solo un hombre puede hacer esta pintura”. La particularidad antropológica de los hombres es la de saberse como creado y, así, como capaz de erigirse como creador. Solo entonces la conciencia, en palabras de Cioran, deja de ser “un error trágico de la naturaleza” y encuentra su sentido y su —ilusoria— perpetuación en el amor trascendente hacia aquello que es recreado: el mismo amor que sentimos los espectadores al contemplar la obra de arte. En palabras del cineasta Terrence Malick, “Si no sabes amar tu vida, pasará como un destello”.
En cuanto a técnica, contrastan las diferencias entre países: la escuela española es más sobria, más religiosa, más realista, más minimalista, más sencilla… Y, quizás por eso, también está más pulida y resulta más elevada; la italiana, en cambio, es más exuberante, selvática y edénica; y la holandesa, por sus propias circunstancias históricas, gusta más del lujo y de la escena interior. Esas serán las tres principales escuelas aunque, curiosamente, a partir de Chardin y hasta llegar, siglos después, a Cézanne, la primacía será francesa, que hará una escuela formidable de pintores de bodegones con un estilo que mezcla toda la tradición anterior con maestría. Algunos como Manet y Van Gogh, de entre los impresionistas en la estela de Cézanne, pintan unos pocos de bodegones que les permiten experimentar con la realidad y con las formas de una manera que no habrían podido hacer con temas y motivos mejor considerados y, por tanto, más sujetos a la incisiva mirada de la crítica. Ya desde los inicios y hasta sus últimos representantes, los pintores de bodegones estudiaban el objeto al natural y, después, la distribución, la perspectiva, la iluminación y las sombras; finalmente lo copiaban… Aunque no todo su arte se circunscribe a realizar una copia perfecta de la realidad, como enseguida veremos.
El siglo XVII es un siglo de símbolos en pintura y, por eso, estos objetos cotidianos de los bodegones pueden referirse a virtudes… y a vicios. La historia —el género más prestigioso de la pintura, entonces y ahora, como demuestra la babeante actitud de la prensa con el Guernica de Picasso— como tema pictórico es la antítesis del bodegón y se creía que los símbolos sólo podían servir para enriquecer estas pinturas de grandes historias, de movimiento, de ideas densas, y de naturalezas vivas. Se consideraba que el pintor de cuadros históricos o de escenas mitológicas y religiosas eran más miembros de «la cultura» que los de bodegones —que, por el contra, quedaban reducidos al papel de meretrices—, que en algunos casos hasta eran supuestos analfabetos. Yo lo de analfabetos lo creo poco, por mucho que se diga que a un pintor tan cercano a los literatos como era Chardin, la palabra “literato” le resultaba insultante. Y no creo en ese analfabetismo porque el bodegón está muy cerca de la realidad científica de la época, imbricada en el más profundo de los humanismos. El microscopio impulsó el estudio de la naturaleza tal cual y el interés por los insectos, tan fundamental. En las pinturas de animales y flores, un antecedente sería Jacopo Ligozzi, que impulsó el conocimiento en los dibujos sobre flora y fauna tan útiles para su estudio o incluso los retratos con frutas hechos por Archimboldo, que más allá del chiste resultan muy interesantes para conocer una gran variedad de frutas.
Muchas naturalezas muertas fueron encargadas por miembros de la Iglesia —que era donde estaba la actividad cultural casi por entero— como el famoso Francesco María del Monte, que recibió el cuadro de Caravaggio Cesto de frutas —el primer bodegón tal y como lo entendemos—, con quien, entre otras cosas, compartía el gusto por los espejos: otro de los elementos clave para entender la época y para entender el arte de, entre otros Caravaggio o Van Eyck. Los bodegones surgieron simultáneamente con el nacimiento de lentes de precisión: gafas, espejos, telescopios o microscopios. Se podría decir que la propia naturaleza muerta es, metafóricamente, una lente aplicada a una pequeña porción de la realidad para entenderla mejor. Y de nuevo pensamos en Baruch de Spinoza, que se pasó la vida limpiando lentes y obsesionado por el conocimiento puro, límpido, ético de la realidad. Hoy sabemos que no hay argumentos serios para sostener la minusvalía del bodegón frente a otro tipo de pinturas porque tiene tanta o más complejidad técnica que otros géneros y la evolución de la técnica pictórica le debe mucho al género del bodegón. Crescenzi fue el primer gran pintor especializado en bodegones, que pudo vivir dedicándose casi en exclusiva al género. Federico Borromeo (arzobispo de Milán) fue otro de los impulsores del bodegón en contacto con Caravaggio (Canasto de frutas) o con Jan Brueghel El Viejo (Ramo de flores), a los que encargó sus primeros y decisivos bodegones a finales del siglo XVI.
Tanto Fede Galizia como Clara Peeters se aprovecharon de la consideración menor del bodegón para acercarse al mundo de las pinturas, firmando algunas obras maestras, algo que no podría haber ocurrido en otros géneros: estaba muy mal visto que una mujer pintara con modelo humano —no fuera a ver algo que le gustara más que su marido—, en cambio, un cesto con frutas importaba poco. Gracias a esa “consideración menor” del bodegón, estas dos mujeres pudieron entrar en el gran libro de la Historia del Arte. La visión clásica desde la que nos acercamos al bodegón es la de un fondo oscurecido con vista de arriba a abajo: canon instaurado de la pintura de los bodegones ya en aquella época. Los bodegones nos ofrecen una gran idea de la horticultura, la alimentación y la floristería de la época así como de los objetos cotidianos de cada sociedad, algo que no ha cambiado desde el origen «mítico» del bodegón escrito por Plinio el Viejo: la disputa entre Parrasio y Zeusis con aquellos pájaros que se estrellaban para coger las uvas de un mural y la cortina confundida con una cortina real. Y dentro del género, hay subgéneros que muchas veces solo depende del elemento representado, como la uva y su regla compositiva que se convirtió en todo un ideal estético, como motivo dentro de los bodegones, según el especialista Connor Walter. Tiziano, sin haber pintado bodegones, fue un especialista en pintar racimos tal y como indica Walter. Además de las diferentes iluminaciones que propone la uva —y la pintura es una cuestión de luz y de sombra; de contrastes y claroscuros—, cabe destacar su forma esférica, ya que las esferas fueron otra de las cuestiones de interés coetáneas de la aparición de los bodegones.
Las esferas iban unidas relativamente a la composición armónica del cosmos y al estudio de la música y la astronomía. Las traducciones de Aristóteles provenientes de las escuelas musulmanas de filosofía instaladas durante siglos en España hasta llegar a la época alumbraron mucho ese tema y convirtieron la esfera en un motivo pictórico. Al tiempo, se produce un redescubrimiento y reivindicación de la intimidad y del individuo que supone una transvaloración de los valores donde el centro del Universo deja de ser Dios y pasa a ser el hombre. El bodegón sería parte de la manifestación artística de ese cambio, de ese nacimiento, pues pone se centra en la captación de las estancias donde vive el hombre, de los objetos que pueblan su mundo propio, de los alimentos que conforman su nutrición, de las flores, conchas e insectos en los que se derrocha toda su pretensión de lujo. No es casualidad que el bodegón y el retrato moderno aparezcan simultáneamente en la pintura como consecuencia de un pensamiento que quiere cristalizar al hombre y a aquello que es del hombre como la cara y la cruz de una misma moneda. Como escribe Tzvetan Todorov: “La revolución que se produce consiste en tener una solidaridad entre representación y visión. De ahora en adelante, el estatuto mismo de la imagen, y no sólo su contenido o su manera, ha cambiado. La pintura no sirve ya, ante todo, para transmitir un sentido o enseñar una actitud, sino para mostrar lo que se ve, se hace un arte de la visión. Ahora bien, mostrar el objeto tal como se ve es mostrarlo en su individualidad. Lo que corrientemente se llama el realismo en pintura es un efecto de este surgimiento, o resurgimiento, del individuo. Representar las cosas y sus seres en singularidad es darlos a ver tal y como se ofrecen a la mirada ingenua, tal como pueden existir en el mundo real”.
Otro pintor cuyo interés en la naturaleza, vertido de forma secundaria en su obra, fue determinante en el desarrollo posterior de los bodegones fue Pedro Pablo Rubens. Los bodegones, a pesar de su escaso prestigio individual —recordemos que se les consideraba el género más bajo de la pintura—, tenían un alto precio de mercado, considerados en sí mismos objetos decorativos de lujo —lo que, tratándose de un tipo de cuadros dedicados a retratar con realismo objetos decorativos de lujo no deja de ser una ironía interesante—, y a veces faltaban a su propósito de retratar la realidad tal cual ya que, sobre todo en los floreros, incluían una gran cantidad de flores exóticas que muy difícilmente podrían verse juntas en un solo lugar. Sin embargo, al tiempo que el elemento decorativo encontramos también el elemento simbólico y trascendental en pintores como Daniel Seghers: un gran pintor y jesuita que daba contenido religioso a sus naturalezas muertas, de las cuales muchas de ellas eran finalmente enviadas a China con el fin de propagar la fe cristiana.
La naturaleza inmóvil —por utilizar el primer nombre que se le dio a este tipo de pinturas y que es también el más exacto, además del propuesto por Diderot— es un tipo de pintura contemplativa, pues es una pintura que nos invita a detener aquello que por su propia constitución está en constante proceso de transformación, la naturaleza, una sucesión de nacimientos y muertes, un todo imparable hecho de cambio en la materia, un fluir eterno compuesto por una imparable marcha molecular hacia un futuro incierto. Y esa meditación, ese detenerse y detener el objeto a contemplar extrayéndose de lo demás —al igual que ocurre en el amor—, hace que, profundizando en la esencia de su ser, en las particularidades de algo que puede ser entendido también como universal, penetremos en el secreto de las nuestras. Al tiempo, nos vemos atacados por la orgía sensitiva hecha de flores y frutos, de conchas e insectos, de objetos de trasiego diario y de lujosas vasijas para ocasiones especiales, que parecen emerger de la oscuridad de un fondo misterioso, más aún, aparecer, y que por ello nos remiten al momento mismo de la creación, de una creación, del mágico momento en que de la —aparente— nada nace algo, el momento en que brota la luz o de alumbramiento, el instante mismo en que nos sentimos identificados como objeto creado que puede intuir en la creación ajena su propia creación, y somos invitados a mirar toda esa belleza formando parte de ella.
¿Por qué entonces esa desconsideración con el bodegón como género pictórico? Al igual que el bodegón tiene orígenes literarios —Plinio el Viejo o El Antiguo Testamento—, la desconsideración con el bodegón provenía de unos tratados de pintura dependientes de las Poéticas de la época y, por tanto, más centrados en la narrativa, los símbolos o el argumento de un cuadro que en la capacidad de representar e imitar lo real, algo más bien menor para una mentalidad grecolatina aunque de gran interés técnico para un pintor. El problema es que justo cuando el bodegón y otros tipos de pintura como la paisajística parecían adquirir un cierto estatus en el mundo de la pintura del siglo XIX, las ideologías marxistas y socialistas decidieron emprenderla con el arte burgués… De resultas que el arte más burgués imaginable, el bodegón, volvió a caer en un profundo descrédito del que vinieron a sacarle los impresionistas, primero, y los vanguardistas, después. Resulta difícil superar la calidad de las naturalezas de Giorgio Morandi en pleno siglo XX. Y lejos de la contradicción de que los enemigos intelectuales de la burguesía practicaran con tanto ahínco —especialmente los cubistas, que no se cansaron de pintar bodegones—, nada más natural y entendible, ya que, ¿hay alguien más burgués que un vanguardista como Picasso preocupado por el dinero y cuya vida era un sucesión de amoríos y rupturas? Cuesta creerlo.
Quizás, para esta cuestión de la justificación del bodegón haya que decir que sus pintores, lejos de ser ignorantes sin talento suelen ser peregrinos desesperados como el náufrago en busca de tierra, como el investigador a la caza de la verdad. Buscan la verdad en la forma, para representar de la manera más realista el objeto que copian; buscan la verdad en la técnica, para desarrollar una pintura perfecta; y buscan la verdad en el fondo, avisando de la inevitable muerte, de lo fugaz del tiempo y lo inútil de la gloria, recordándonos que eso, la verdad, es lo que realmente importa en la vida y que nos debemos guiar por la búsqueda de lo auténtico, de lo verdadero, de lo propio; e inculcan en el espectador esa mirada ansiosa de verdad, limpia, meditativa, capacitada para la contemplación… Que es, a su vez, la única y verdadera forma de profundizar en la verdad relativa a cualquier cosa que miremos. Cabe recordar al escritor Mario Praz, que vivió toda su vida recuperando mobiliario y objetos de la época de su abuelo, que almacenaba donde podía y con gran esfuerzo, dilapidando su fortuna. Su profundo amor hacia la época del romanticismo se manifestaba en dos vertientes: la del estudioso que analizó como nadie la literatura —romántica— de la época, y la del fetichista insaciable que coleccionó todo lo que pudo sobre objetos de la época. Nuestros objetos son lo único que quedará de nosotros cuando se haya marchado del mundo la última persona que haya tenido noticias, por lejanas que sean, de nuestra existencia. Son el testigo mudo de un cúmulo de sueños, esperanzas, tragedias, anhelos, fracasos y momentos intrascendentes. La energía de nuestra vida trascenderá, a través del amor que una vez les profesamos a los objetos de nuestra intimidad, la descomposición de nuestro cuerpo y de nuestro tejido de recuerdos.
Una buena naturaleza muerta es aquella en la que al espectador le entran ganas de oler las flores, de servirse una taza de café de las allí dispuestas o de comer uno de los manjares deliciosamente presentados: esa es la moraleja detrás del origen mítico narrado por Plinio el Viejo y protagonizado por Zeuxis y Parrasio. Tal y como yo lo veo, una buena naturaleza muerta no solo nos invita a aprovechar sus ofrendas, sino a aprovechar esa gran ofrenda que es la vida, a ser conscientes en todo momento de que el fin es inevitable e inesperado y de que, por ello, cualquier instante importa: hay que darse en cada aliento, pues, con el amor que querríamos otorgarle al último. Y algo más: esa representación de lo real, de ser verdadero, actúa como un espejo alertándonos de que la verdad ha de ser nuestra única meta, aquella por la que debemos medir y a la que debemos dedicar cada uno de nuestros más insignificantes actos. En total, podemos recapitular sus tópicos en un epicureísmo que nos invita a comer paladeando y con medida —“nada en exceso”, rezaba el Templo de Delfos en su frontispicio—; un memento mori o carpe diem que nos invita a aprovechar el momento siendo conscientes de que todo instante es fugaz; e invita, en tercer lugar, a buscar lo verdadero, que es tanto como buscar lo bueno y lo bello. Podemos afirmar, entonces, que el arte del bodegón es un arte humanista porque aúna en sí una tendencia griega de pensamiento, otra latina, y otra hebrea, que son o deberían ser los tres pilares de nuestra cultura grecorromana y judeocristiana.
En cuanto a los personajes de la época, ¿cómo eran? Hemos hablado de esos burgueses acaudalados que quieren conseguir por medio de la compra de obras de arte el prestigio que tienen los aristócratas y que ellos jamás podrán alcanzar incluso aunque logren amasar más fortuna que ellos. Pero, evidentemente, en la sociedad no todo eran burgueses, y no hace falta añadir mucho más; solo hay que remitir a las pinturas de Vermeer o Rembrandt para el mundo rural y de Caravaggio para el mundo urbano. ¿Cómo no imaginar a los personajes de la época como el retablo de una novela picaresca? Timadores, buscavidas, furcias y chulos, representantes corruptos del poder, comerciantes fraudulentos, misteriosos paseantes pulcramente vestidos o religiosos de moralidad dudosa al estilo del Decamerón: la vasta comedia humana que desde hace siglos puebla las sociedades desarrolladas. Gentes variopintas que, al ser pintadas, te miran directamente y te impelen: “Donde tú estás yo estuve; donde yo estoy, tú estarás”. Es imposible no sentir que su ambigüedad moral es la nuestra, aunque casi con toda probabilidad ellos eran mucho más interesantes de lo que nosotros y nuestra realidad virtual —es decir, cobarde, artificial, programada e irreal— seremos para ninguna generación futura. A parte del luteranismo, que ya se ha citado, otra cuestión interesante para la época es la del judaísmo, mismamente analizable en la obra de Rembrandt y de otros pintores holandeses del siglo XVII que trató en su tesis Netty Reiling en «El judío y el judaísmo en la obra de Rembrandt». No puedo evitar remitirme a su tesis de la misma manera que, sobre tan novelesca señora, ya ha escrito mucho y muy buen Jon Juaristi, por lo que me remito a él para quien le interese no ya la tesis, sino la convulsa vida de su autora.
En un bodegón el propio dueño —ausente— de los objetos que observamos armoniosamente desperdigados no es más que, en el fondo, un objeto más: el objeto inencontrable.; la ausencia presente que nos habla desde su incorporeidad. Eso también se desprende de toda meditación silenciosa: salir de uno mismo, renunciar al ego y romper la barrera entre el yo y lo Otro —la alteridad, la otredad— para abrazar ese espacio silente donde habitan unos objetos sin alma a través de cuya meditación podamos, quizás, encontrar la nuestra propia. El autoconocimiento como última y más fundamental forma de saber en la existencia. El amor por una pintura es el amor a primera vista con una imagen; solo que cuando nos enamoramos de una persona, el tiempo avanza —vaya si lo hace: hasta matar al amor, a la persona o, si se tiene suerte, a uno mismo antes de que las otras dos muertes sucedan y nos obliguen a sobrevivir— a grandes marchas y a esa imagen primera se le superponen otras; en la pintura el tiempo está congelado y lo único que podemos hacer es ver mil veces la misma imagen repetida, profundizando en ella pero incapaces de imaginar cómo será la siguiente. Pero, ¿realmente se puede avanzar en el conocimiento de otra persona o es solo una ilusión? ¿Realmente no se avanza al mirar siempre la misma imagen o es solo una percepción? Quisiera finalizar esta reflexión sobre la intimidad de los objetos y las personas en los bodegones con una cita de Walter Benjamin: «Los objetos muertos y presentes pueden despertar una añoranza que no sé conoce más que al mirar a una persona amada”. Y, como dijera el clásico, “esto es amor, quien lo probó lo sabe”.
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